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El goce del fabular: “La flor”, dirigida por Mariano Llinás

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La proyección –repetidas veces– de La flor es uno de los muchos triunfos que Cinemateca viene acumulando en estos casi seis meses de su nueva etapa. El mérito está en que se trata de una obra maestra (o, fuera de lo opinable, de una obra excepcional que contiene unos cuantos logros), pero que se exhibe en condiciones de riesgo o incluso de sacrificio, ya que es una producción argentina que no entra en la categoría de los “tanques”, de un director (Mariano Llinás) que sólo es conocido por una minoría cinéfila (sus anteriores películas, que fueron nada más que dos, fueron estrenadas aquí también por Cinemateca), y que dura casi 14 horas. Aunque su proyección se subdivide en tres partes que se proyectan en días consecutivos, y cada una tiene entre uno y tres breves intervalos, eso implica estar en la sala entre cuatro y seis horas de corrido (según la parte), lo que, además del aguante y la disposición de cada espectador, muchas veces se choca con la mera cuestión práctica de disponer de tanto tiempo para estar en una sala de cine. En la cultura del “no se puede”, jamás hubiéramos visto La flor; por suerte, Cinemateca sigue desafiando la pequeñez.

Al inicio de la película aparece el director (que se convirtió en un mito luego de su épica Historias extraordinarias, de 2008, y que asume que, al menos en Argentina, la gente le conoce la cara) y sencillamente nos explica su estructura general. Son seis episodios con historias independientes y que integran (o remiten a) géneros distintos, que son, respectivamente, una clase B, un musical, una de espías, una indefinible, la remake de una vieja película francesa y una de época (ubicada en el siglo XIX). Todas tienen en común la presencia protagónica de las mismas cuatro actrices, pero interpretan papeles distintos en cada episodio. Los primeros cuatro episodios quedan inconclusos, el quinto es el único que empieza y termina, y el sexto no tiene inicio pero sí conclusión. Un esquema dibujado de esa estructura, cuyo aspecto recuerda una flor, es lo que da origen al título y al isotipo de la película.

Actrices

Agrego algunas precisiones. Las cuatro actrices (Valeria Correa, Laura Paredes, Pilar Gamboa y Elisa Carricajo) son las que conforman el grupo teatral argentino Piel de Lava. Llinás las conoció en 2005. Luego de realizar Historias extraordinarias, que era de por sí una realización épica, con sus 4.05 horas, y múltiples anécdotas entrelazadas (y a la que muchos consideramos la mejor de las películas argentinas de todos los tiempos), Llinás se propuso hacer la versión cinematográfica de una de sus obras de teatro, pero la idea evolucionó hacia esta realización aun más desmesurada que la anterior, que quizá no la supere en perfección, pero la vuelve enana en cuanto práctica de exceso, y que insumió nueve años de realización. Los episodios tienen duraciones radicalmente desiguales: el más extenso dura cinco horas y media (la totalidad de la segunda parte), y el más breve –el último–, unos meros 22 minutos, menos incluso que los créditos finales, que se extienden, créanme o no, por 36 minutos. La clase B en cuestión es una historia de terror; el “no se sabe qué” (cuarto episodio) tiene mucho de comedia; y la película francesa es Une partie de campagne (Fiesta campestre, de Jean Renoir, 1936).

La amplitud del proyecto es tan grande que hay margen para que un mismo espectador ame un episodio y deteste el otro, se sienta atrapado por momentos y se aburra en otros. Y hay un pequeño núcleo (en la exhibición que se hizo de viernes a domingo, seríamos cinco los que nos quedamos hasta el final de los créditos) permeable al efecto pleno de su totalidad. Las dos primeras partes se bancan un visionado suelto, pero la tercera depende en buena medida de haber visto al menos una de las anteriores, idealmente ambas. El tercer pase local de La flor en Cinemateca, quizá el último, empezó ayer, lunes. Quienes no se hayan avivado antes pero tengan la chance de ir hoy y mañana a ver la segunda y tercera partes tendrán un buen muestreo de la experiencia.

Orgía de fabulación

El efecto de ver La flor completa es de acumulación, de abanico. Hay algo muy especial en ver, una y otra vez, los mismos cuatro rostros de esas mujeres tan interesantes haciendo papeles tan distintos, y, con el paso de las horas, ver desplegarse ese rango aparentemente infinito de posibilidades narrativas. Sobre todas las cosas, La flor es una orgía del placer de la fabulación, planteada en un sentido arcaico, en el que el goce de contar termina conduciendo a una arbitraria ramificación por montones de subtramas, como en Las mil y una noches, el Mahābhārata, el Rāmāyana o La comedia humana, de Honoré de Balzac, un tipo de gusto quizá reflotado con el nuevo auge de las series de streaming y la posibilidad de verlas en formato maratón.

La imaginación de Llinás no parece tener límites, y le gusta relatar historias de gran alcance que parecen revisar toda una vida de alguien que se pone a hacer determinada cosa (de por sí, excepcional, excesiva), y luego de diez o 20 años, finalmente, se da cuenta de tal otra cosa. Esos relatos dentro de otros relatos funcionan como sinopsis borgeanas de una posible novela, que ni siquiera cabría en una película de duración normal. Hay otras afinidades con Jorge Luis Borges, en el hecho de un narrador argentino que se rehúsa a conformarse con su papel, internacionalmente asignado para un tercermundista, de retratista del propio exotismo. Como Borges, Llinás se considera capaz y con pleno derecho para contar el mundo, en igualdad con cualquier artista imperial. El alcance inmenso de las distintas historias de La flor incluye ocurrencias desperdigadas por toda Argentina y entre las guerrillas de América Central e Indochina, Londres, la Berlín de la Guerra Fría, Budapest, París, Bruselas, Siberia, la Italia del siglo XVIII. Increíblemente, todos esos paisajes naturales y urbanos están filmados en Argentina.

Los géneros se ejecutan de manera extrañada. No llega a ser el extrañamiento a lo Jean-Luc Godard, que preserva la referencia al género pero bloquea totalmente la posibilidad de apreciar la película dentro de los parámetros del género en cuestión. Tampoco llega a ser el caso de Quentin Tarantino, en el que los elementos de extrañamiento son agregados colaterales que más bien justifican y liberan el costado más inocentemente lúdico del fabular, preservando plenamente su mecanismo de identificaciones y catarsis. Si bien está más cercano a Tarantino (y, de hecho, hay un parentesco considerable con las cuatro horas de duranción de Kill Bill, de 2003-2004), pero con una lejanía más expresa. Las escenas de acción, sobre todo, están realizadas en forma expresamente trucha. En la mayoría de los episodios no hay verosimilitud en la manera de decir los diálogos: son claramente parlamentos aprendidos de memoria, dichos en forma fluida, sin titubeos y con dicción perfecta. El ritmo es más lento que lo habitual en Hollywood. Y está la cuestión de la no-conclusión: las primeras cuatro historias sencillamente se interrumpen, sin cierre, lo que insinúa que las historias hubieran podido seguir indefinidamente, y además sirve para evitar la sensación de “fin”, impulsándonos a seguir viendo La flor. De hecho, el final del episodio 3 es abierto pero es convencional, y recuerda, por ejemplo, el de Butch Cassidy, de 1969.

En el episodio 2 es raro ver algunas de las convenciones del musical aplicadas a un dúo tipo Pimpinela. Los personajes empiezan a hablar, sentados cerca de un piano, y de pronto ponen las manos en el teclado y empiezan a acompañar sus parlamentos con algún valsecito sentimental, como si fuera un melodrama (en su sentido original, de drama actuado sobre un fondo musical). Por otro lado, la trama de misterio que se entrelaza con el musical es prácticamente una historia aparte, protagonizada por un personaje secundario del musical, pero que no se llega a casar con la otra ni en el estilo ni en la disposición de las causalidades. Otro elemento de extrañamiento es el gusto pueril –godardiano– por algunas citas, como el cartel de la Fritz-Lang-Straße, el espía belga llamado Casterman –la editorial de los libros de Tintín: por si alguien no lo agarró, se ven un par de ejemplares en una escena– o la referencia al Martín Fierro cerca del final del episodio 3. También hay elementos de reflexión: Spider hace un teatral y retórico comentario sobre la traición, y cuando termina la voz over comenta: “Se levantó orgulloso como si viniera de recitar un monólogo de Hamlet”.

Autoparodias

El estilo de Llinás tiene ciertas características generales dadas por la parquedad de los cortes y movimientos de cámara, su gusto por encuadres muy cercanos a las figuras (primerísimo primer plano) y cierta renuencia a cambiar el foco. Ese estilo, cuando se mantiene con rigor, propicia una atención en juegos gráficos interesantes (como cuando el rostro de una persona ocupa el lugar del encuadre que en el plano previo era el hueco dejado por otro rostro, o cuando una figura parece moverse sobre un fondo borroso impresionista). Y también contribuye a llamar la atención sobre ciertos detalles de la curiosa poética de la película, sus pequeños caprichos ilógicos: ¿por qué, de vez en cuando, aunque el centro de atención se desplaza de la figura cercana a otra más lejana, el foco no lo acompaña y distinguimos entonces lo que pasa en forma imperfecta, miope? ¿Por qué, a veces, el subnarrador omnisciente tiene brechas en su conocimiento o memoria (“Life o Paris Match”, “suizo o sueco”, “alguna colonia francesa en África”)? ¿Por qué se alternan dos voces subnarradoras, una masculina y otra femenina?

Sin privarse de cuidar algunos momentos sublimes y dejarlos fluir con la correspondiente reverencia, la película, en muchas otras ocasiones, corta la posible seriedad con chistes, y hay increíbles momentos de comedia: el auto asesino (tipo Christine) tiene un parlante tipo Bazooca que decora sus acciones siniestras con el bombo de su marchita bailable; la interrogadora colombiana no logra entenderse con el prisionero argentino debido a las diferencias dialectales. El episodio 4, especialmente, es en buena medida una tomadura de pelo a la película como un todo: un director torpemente autoritario está en constante conflicto con sus cuatro actrices-brujas que lo acribillan con preguntas que él no sabe responder y quizá con exigencias que él no puede atender. El isotipo de la estructura de la película está parodiado (con igual funcionalidad, pero menos belleza) como el de una araña u hormiga. La imaginación desatada del episodio involucra ocultismo, una rebelión de árboles, Casanova y un manicomio, entre otras cosas. Es el único episodio que remite, en forma explícita, a otros episodios de La flor.

Dentro del marco general del estilo más característico de Llinás, cada episodio tiene sus rasgos propios: los zooms y cámara en mano en el episodio 1; los flashbacks en blanco y negro y la música a lo Bernard Herrmann en el episodio 2; los intertítulos en mayúsculas amarillas, la música tipo Lalo Schifrin, las voces dobladas y la presencia de la voz over omnisciente en el episodio 3; la profundidad de foco y el mayor naturalismo en los diálogos del episodio 4; el blanco y negro silencioso del episodio 5; la ausencia de sonido diegético y la textura visual borrosa, superpuesta a una piel vacuna, en el último episodio (que es como un corto underground).

Siete largos

La flor tiene el metraje de siete largometrajes normales, pero no es una película estirada, al contrario: su densidad conceptual y poética equivale a la de decenas de películas ordinarias. Cada uno de los seis episodios merecería un análisis de la extensión que, por lo normal, asignamos a un largometraje. Aquí, aparte de esa descripción general, sólo me queda insistir en que es una experiencia intransferible y formidable. El que pueda, no se la pierda: en el peor de los casos tendrá para relatar la proeza. Señalo aquí algunos pasajes que anticipo que se me asentarán entre los más bellos momentos de cine que recuerdo haber visto: el paseo por París superpuesto a imágenes de cuadros de Manet, la serie de fotos en blanco y negro sobre la descripción de la carta del Ángel, el Olimpo de los locos, el extenso plano fijo de una mujer (¿bruja?) mirando a cámara, las acrobacias aéreas. Y los dos puntos culminantes: el que finaliza el primer tramo del tercer episodio (el subnarrador describe los pensamientos de Dreyfuss al anochecer); y el otro, sumamente emotivo, que curiosamente concluye el episodio más cómico (el cuarto), y que es esa especie de álbum de imágenes, que funciona como declaración de amor colectiva a las cuatro actrices luego de nueve años de trabajo creativo conjunto y convivencia, montado sobre una versión íntegra de una de las músicas más bellas que se hayan escrito (el Adagio del Concierto en sol de Ravel). Bruta flor.

La flor. Dirigida por Mariano Llinás. Con Valeria Correa, Laura Paredes, Pilar Gamboa, Elisa Carricajo. Argentina, 2018. Hoy y mañana en Cinemateca.

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