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Isabel Sarli en La tentación desnuda, película de 1966.

Foto: S/D autor

Poner el cuerpo: Isabel Sarli (1929-2019)

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Gran parte de los obituarios que dieron cuenta de la muerte de Isabel Sarli, acontecida el martes en una clínica porteña del barrio de San Isidro, se han quedado cortos a la hora de analizar el fenómeno en torno a ella como algo más grande que una actriz que mostraba las tetas cuando nadie lo hacía, y muchas veces, por más que sea imposible acercarse a la esencia de todo, al núcleo, terminan alejándose demasiado de ese centro y girando en torno a la construcción que otros, o ellos mismos, hicieron de ese fenómeno.

Es imposible separar lo que sucedió con Isabel Sarli y las películas que protagonizó bajo la dirección de su pareja, Armando Bo, del contexto en el que surgieron y de la tradición que continuaron. Desde la década de 1930, Buenos Aires había desarrollado una fuerte tradición del folletín y las narraciones populares en formatos como las revistas, los radioteatros y el cine. Enarbolada por el peronismo, fue perseguida por la Revolución Libertadora, en el intento de desperonizar el país. En ese contexto de repliegue de lo popular, en 1958 Isabel Sarli debutó en el cine con El trueno en las hojas, dirigida por Bo, y en donde se dio lo que muchos historiadores del cine llaman “el primer desnudo total del cine argentino”.

De ahí que las producciones del binomio Bo-Sarli serían, para las clases populares, mucho más que películas en las que se podían ver cuerpos desnudos, más allá de que esto también significaba un atractivo. Tanto el director como la actriz (después de unos años, también socia y productora) supieron capitalizar esto muy bien. En ambos ya había una fuerte pulsión con lo popular, las historias folletinescas, la lucha de clases, los personajes, creencias y mitos populares, incluso con el mundo del santoral popular e indígena que varias décadas más tarde los artistas argentinos tomarían en cuenta para el diálogo.

En esa eterna dicotomía de civilización y barbarie que parece haber atravesado la historia argentina desde La cautiva (Esteban Echeverría, 1837) hasta La fiesta del monstruo (H Bustos Domecq, 1947), el peronismo, Boedo y Florida, Jorge Luis Borges y Roberto Arlt, las películas de Bo y Sarli se posicionaron fuertemente. No sólo ignoraron que las clases dominantes y letradas los tildaran de vulgares y de mal gusto, sino que se apropiaron de todo lo que para el bando civilizado era vergonzante y lo llevaron al extremo. Esto los condujo a una desmesura creativa que no siempre tuvo buenos resultados, pero que revolucionó la forma de entender lo popular, empoderándolo, puso en la pantalla lo que la sociedad prefería ocultar (lesbianismo, drogas, incesto, explotación) y, cuando el martillo pegaba en el clavo, permitió momentos fundamentales de la historia del cine latinoamericano.

En esta cruzada, Sarli fue la figura fundamental: no ornamental al servicio de Bo, papel al que muchas veces se ha intentado reducirla, sino como pieza central. Desde el primer día, los adalides del buen gusto y las bellas artes se han dedicado a rebajar y menospreciar su valor. Principalmente han apuntado a su forma de actuar, que, al apreciarla sin prejuicios, se puede ver que no es más que el registro de la época, y que no siempre han recibido el mismo juicio los actores de las películas de Hugo del Carril, Leonardo Favio, Leopoldo Torre Nilsson (con quien, de hecho, actuó en Setenta veces siete, en 1962), Fernando Ayala o René Mugica. Incluso es posible apreciar que quizá Sarli sea de lo mejorcito en las películas en las que trabajó, al menos si se la compara con Víctor Bo, quien no tuvo, al menos en su participación en las películas de su padre, una performance medianamente correcta.

La marca personal

La tan cascoteada Sarli logró lo que no muchos artistas logran: un estilo propio. Alguien con mala intención podría decir que su estilo fue la ausencia de estilo, o un mal estilo, pero en realidad esta afirmación es, en el fondo, una injusticia. Sarli logró desarrollar una impronta que, mezclando ingenuidad, incomodidad, lascivia y cierta frialdad, permitió que en la pantalla sus personajes fueran tan complejos que oscilaran todo el tiempo entre la indefensión y la fortaleza. A los personajes que interpretaba les pasaban cosas espantosas, y no siempre daba la sensación de que estuvieran sufriendo del todo; lo mismo vale para cuando les sucedían cosas agradables, y se mostraban felices a medias. Sus personajes siempre tenían capas, siempre escondían un misterio. Jugando al borde de lo cursi, lo inverosímil y lo perverso, como actriz Sarli tenía una presencia desconcertante. No era fácil sacarles la ficha a sus personajes, y no necesariamente porque estuviesen mal construidos. Quien crea que esta complejidad es sencilla de lograr y que basta con actuar mal, no comprende lo que es la actuación o está cegado por el prejuicio que ella siempre generó.

Como si esto fuera poco, Sarli puso el cuerpo (con lo riesgoso y dañino que es para una mujer exponerse de esa manera hacia el afuera cosificador y patriarcal, pero también hacia adentro, ante el abuso que muchas veces significó su trabajo con Bo) para defender un cine que, más allá de que era acompañado por el público, fue muy poco digerible por el poder, las clases dominantes y hasta por las personas que supieron seguirlo película a película. Sexploitation, desnudos, fantasía, efectos especiales, sangre, lesbianismo, asesinato, se volvieron moneda común en películas posteriores a las primeras de Bo (las películas de Emilio Vieyra, incluso las primeras de Héctor Olivera), pero en su momento no fueron un trago fácil. La censura las persiguió, el poder las quiso correr, los legitimadores del arte las desvalorizaron y ningunearon, y, más allá del favor del público, esto también terminó desgastando a Sarli, quien luego de la muerte de Bo, a principios de los 80, y salvo esporádicas participaciones, dejó de actuar.

Tiempo después, la hegemonía cultural, como con otros contenidos que otrora fueron bastardeados, encontró la forma de revalorizarlos, principalmente porque personajes importantes del mainstream habían manifestado su admiración por sus películas. Eso si, la revalorización fue de lejos, con asquito. Mediante el consumo irónico, de volverlo de culto o reducirlo a expresiones kitsch, camp o bizarras. Todas esas operaciones se activaron a la hora de juzgar las películas de Isabel Sarli, quien murió como un ícono popular en su más amplio sentido, de esos que no necesitan la legitimación del poder para serlo, porque fue parte de la historia mientras ella misma la estaba construyendo.

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