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Eterno resplandor de una mente sin olvido

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Mirada de neófito.

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El dolor es un vicio anticuado. Una sociedad evolucionada lo trata quirúrgicamente: traza un mapa del cerebro y con el puntero del mouse va borrando las zonas que se quieren olvidar. Ese intento de “cura” es lo que desarrolla el guionista Charlie Kaufman en Eterno resplandor de una mente sin recuerdos (2004), que dirigió el francés Michel Gondry. Considerada por casi todas las “listas” una de las mejores películas de los años 2000, acaba de salir de su limbo gracias a la grilla de Netflix.

Como ya había pasado en ¿Quieres ser John Malkovich? (1999) y en El ladrón de orquídeas (2002), Kaufman logra que lo excesivo parezca natural. Porque lo es. Si no hay nada lineal en el olvido y la memoria (ni en el dolor), ¿por qué iba a ser lineal una película que aborde esos temas? Entonces, en un procedimiento opuesto al de la “cura”, genera situaciones que se grabarán en el mapa de recuerdos del espectador. ¿O acaso alguien, después de verla, puede asegurar que antes de esta película había visto, realmente visto, el color naranja? ¿O no son legión quienes agradecen a la magia del subtitulado en español neutro la palabra “sudadera”? Dentro está una actriz como Kate Winslet que, a esa altura de su carrera, ya lo ha entendido todo.

La tormenta perfecta está en el choque entre esa sudadera naranja y la fragilidad que construye un protagonista masculino como Jim Carrey, que aquí contiene su naturaleza de bufón para demostrar que The Truman Show (1998) y Man on the Moon (1999) no fueron casualidades. En la ficción ese choque no deja solamente olvido, sino también un paisaje roto. Son los escombros de la violencia que el intento del olvido ejerce sobre quien quiere olvidar. Y nada más roto que una playa en invierno o la noche de un lago congelado. Si el Alzheimer es la muerte natural de la memoria, el intento de la película de Kaufman es su autoeliminación asistida.

Podría haber sido una pequeña joya independiente, pero, de algún modo, el autor logró que esta deriva amarga y naíf se volviera “una de las mejores historias de amor jamás filmadas”. Algo así como una Lo que el viento se llevó parada en el filo donde el siglo XX se termina de desangrar del todo para que aparezca, reflejado en ese charco de plasma y celuloide, el umbral del amor “modelo siglo XXI”. Tal vez pudo hacerlo porque no cayó en la tentación de que sus piezas casi perfectas (el guion alucinado, el naranja de Winslet, la fragilidad de Carrey, la playa en invierno) se hundieran en el exceso de lo simbólico.

Pese a todo, Kaufman nos muestra buena parte del “marco teórico” utilizado. Lo hace por medio de un personaje secundario: la recepcionista de la clínica que borra los recuerdos. La interpreta Kirsten Dunst y se llama Mary Svevo. Su apellido remite al escritor triestino Italo Svevo, autor de ese gran libro sobre el dolor, los recuerdos y el olvido que es La conciencia de Zeno (1923). El dolor, nos dice Kaufman a través del personaje de Dunst, es un vicio anticuado. El olvido, no. El olvido es ilusión.

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