Es uno de los pocos casos en que fallece un artista hombre y se lo recuerda, principalmente, por haber sido “la pareja” de una artista mujer: imposible hablar de Ulay, fallecido el lunes, sin mencionar a la performer más notoria del mundo, Marina Abramović, con quien, durante más de una década, el artista alemán creó una serie de obras ya mitificadas, cumbres del accionismo de los años 70 y 80. Abramović, por cierto, no llegó con él al ápice de su trayectoria, ya que cuando se encontraron en 1975, la serbia tenía en su haber performances extraordinarias (Ritmo 0, de 1974, es sin duda la más osada e importante de la década) y sucesivamente siguió impactando a las audiencias mundiales por lo extremo de su obra, hasta volverse una art star. Sin embargo, la serie de acciones –puntualmente registradas en videos y fotografías– que compusieron juntos nombrándolas Trabajos de relación conforman una magnífica aunque despiadada representación, y puesta en tensión, de la idea de relacionamiento humano y, por ende, de pareja y de géneros. Una serie de puntiagudos apuntes sobre luces y sombras de privacidad y colectivismo, dependencia e independencia.
La historia ha sido repetida en estos días: Frank Uwe Laysiepen, Ulay, harto de su entorno burgués alemán, viajó a Ámsterdam en 1969 para afiliarse al movimiento Provo, una de las primeras comunidades hippies, y allí empezó a experimentar con la fotografía: contratado por Polaroid, tuvo acceso ilimitado a sus cámaras y películas, y se concentró sobre todo en el autorretrato –incluida la serie Fotomuerte, donde las imágenes de sí mismo desaparecían al encender las luces de la galería–, pero con un twist de género: maquillándose como mujer en algunas, o mitad “hombre” y mitad “mujer” en otras (así también vivió un tiempo), empezó su buceo en el tema identitario, que no abandonaría más, con procaz y precoz fijación en lo biográfico.
De hecho, Ulay y Abramović construyen su relación peripatética –vale decir, viviendo como nómades en una camioneta a lo largo de Europa– como parte visible de su obra, que se coagula de vez en cuando en performances, pero que está permanentemente pensada como pública. Las acciones se basan en un uso mecánico y “gastador” del cuerpo (a menudo desnudo) en lazos violentos e insensatamente reiterados: los dos se dan cachetadas in crescendo, se nutren de una respiración “mutua” durante largos minutos, se gritan violentamente en la cara, se chocan cada vez que se encuentran (o, por el contrario, chocan contra una pared móvil cada vez que se alejan; ¿será esa performance que Paolo Sorrentino tenía en mente cuando le tomó el pelo a la serbia, un poco burdamente, en La gran belleza?), comprometen brillantemente al espectador: en una de sus piezas más famosas, Imponderabilia (1977), el visitador es obligado a rozar sus cuerpos sin ropa para acceder a la sala, teniendo que elegir a quién de los dos mirar a la cara mientras refriega su cuerpo contra los de ellos.
Pero el apogeo de este cruce espinoso e inextricable entre arte y vida, o, más bien, entre arte y exposición de la vida, se da en 1988, cuando sus caminos se separan: por supuesto, por medio de una performance épica; adjetivo con el que los dos califican la acción, singularizando un género que es, por excelencia, colectivo. Se trata de La gran muralla: concebida a principios de los 80, tomará un final opuesto a lo previsto. En efecto, los dos salieron de los extremos de la Gran Muralla china no para encontrarse en el medio y casarse, luego de tres meses y 2.500 kilómetros de caminatas solitarias, sino para separarse: en el ínterin –los ocho años que demoraron en obtener el permiso para cruzar el monumento en su entereza– la pareja se había disgregado por razones sentimentales (por ejemplo, las traiciones de Ulay) y profesionales (intereses diferentes en cuanto al manejo de sus personas públicas y al tipo de performances) ampliamente explicadas en entrevistas. Así, la obra, documentada en una película, es la celebración amarga pero con ribetes románticos de un final.
Mientras Abramović siguió ganando popularidad exponencialmente (por ejemplo, con su intervención sobre la guerra de los Balcanes en la Bienal de Venecia de 1997 y, definitivamente, con la retrospectiva del MoMA de 2010, El artista está presente, en la que se produjo un inesperado reencuentro con Ulay, luego de 20 años) la carrera del alemán fue menos ruidosa y estuvo confinada sobre todo al campo de la fotografía. Si en los 90 presentó varias piezas que polemizaban no ya con la construcción del ego y su imagen, sino con la imagen colectiva de los pueblos (la Unión Europea con sus contradicciones), en la década sucesiva su mayor foco de atención fue el agua como medio indispensable de vida: su Catálogo mundial del agua es un complejo proyecto que tomó varias formas, incluso un repositorio concreto de aguas y de sonidos de agua, que lo alejó ulteriormente de sus búsquedas sobre cuestiones de identidad. Sin embargo, a partir de 2011, cuando le fue diagnosticado un tumor linfático, volvió a la autoexploración, produciendo el documental Proyecto cáncer, caleidoscópico autorretrato del presente y el pasado enmarcado en el proceso terapéutico que termina con una, a la postre sólo aparente, recesión de la enfermedad. Su última performance, Opositor invisible (2016), es un hipnótico “ballet” de su cuerpo tumbado, castigado por el mal, sobre un espejo que va raspando con las uñas en una especie de lucha entre su fisicidad y tal vez su narcisismo. Pero es un narcisismo siempre indagatorio, nunca complaciente.
Es arduo concluir la nota sin volver a su ex pareja: con un timing perfecto, luego de empezar una disputa sobre derechos de autor por algunas performances de la dupla, que Ulay ganó en 2015, minando otra vez la relación, hace tres años los dos se reencontraron públicamente apaciguándose y, de alguna manera, regalando a sus fans un cierre redondo a una relación compleja que ha donado al performance art algunas de sus expresiones más deslumbrantes.