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El resplandor sobre Hiroshima: tres películas y media

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Mirada de neófito.

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Una joven que no logra casarse porque en su pueblo todos sospechan que ha quedado estéril por la radiación. Un anciano que quiere liquidar su fábrica y mudarse con su familia a Brasil para escapar de un tercer ataque nuclear. Una maestra que transforma un viaje de vacaciones en la búsqueda de sus antiguos alumnos, cinco años después de la catástrofe. El cine japonés no le dio la espalda al trauma de haber tenido 260.000 muertos –el 90% civiles– por las dos bombas atómicas que lanzó Estados Unidos, el 6 de agosto de 1945 sobre Hiroshima y tres días después sobre Nagasaki.

Aunque las consecuencias de esta última fueron abordadas en Rapsodia en agosto (1991), de Akira Kurosawa, las tres películas japonesas más conocidas sobre el tema se concentran en Hiroshima.

Lluvia negra (1989), de Shohei Imamura, disponible en la plataforma Qubit, es uno de los mejores trabajos de un director que ganó dos veces la Palma de Oro del Festival de Cannes. Filmada en blanco y negro, comienza con esas escenas de naturaleza características de Imamura. Luego de un dantesco peregrinar por la Hiroshima recién devastada, la obra se concentra en la vida cotidiana de los afectados por “el resplandor”. Es entonces que Imamura apela al equilibrio entre sensiblería y profundidad que ya había mostrado en La balada de Narayama (1983). Mientras eso ocurre, el pequeño pueblo al que se han mudado varios sobrevivientes parece empezar a aburrirse de esos molestos recién llegados.

En un momento posterior sitúa su historia Kurosawa. Sus personajes ya definitivamente no quieren hablar del pasado. Por eso el temor del protagonista de Crónica de un ser vivo (1955) es visto como un signo de senilidad. El señor Nakayima (un afectado Toshiro Mifune, a quien se le dan mejor los papeles de duro samurái) quiere dejar Japón hacia un Brasil que es visto como una tierra prometida de paz. El motivo es el miedo a la bomba y un último intento de salvar su vida familiar. Kurosawa aprovecha ese disparador para ahondar en el vínculo entre generaciones que luego afinará en Ran (1985).

En cuanto a Los niños de Hiroshima (1952), de Kaneto Shindo, aunque fue la más temprana conviene verla al final del tríptico. Así podrá apreciarse mejor su veta neorrealista. Si se la piensa en la perspectiva de la filmografía de su autor, sus personajes llenos de buenas intenciones contrastan con la oscura y bizarra Onibaba (1964), donde las víctimas de la violencia, en ese caso medieval, cambiarán la solidaridad por el asesinato.

Las tres presentan una versión japonesa del crimen nuclear en masa. Están definitivamente lejos del esteticismo occidental de Hiroshima mon amour (1959), en donde Alain Resnais y Marguerite Duras habían abordado la lenta fugacidad de lo provisorio. En las tres miradas japonesas no hay proceso sino impacto. Como si un monstruo se levantara del mar para golpearlos, como pasa en Godzilla (1954), de Ishiro Honda, y sus varias secuelas. Un lagarto reactivado por la radiación es otra forma de intentar contar lo indecible.

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