Cuando finalmente prime algún tipo de justicia en el universo de la circulación del material impreso y el editor Jorge Herralde, en vida, tenga su propia estatua, seremos muchos los que peregrinaremos hasta el sitio de marras y, postrados ante el pedestal que lo eleva, señoriales sus ojos bajo la frialdad del mármol e imperturbable a las rúbricas de las sempiternas palomas, dejaremos allí nuestras esquelas, tributándole agradecimiento. Yo le daré las gracias por la Biblioteca Nabokov, que fue publicando con los años la mayor parte de la obra del Maestro (quizás le pregunte, en un gesto de atrevimiento casi infantil, por qué nunca editó Barra siniestra (1947), la segunda novela escrita en inglés por el ruso, obligándonos a leerla en la tosca versión de Plaza & Janés o en el saldado ejemplar de RBA) y elogiaré sus ediciones de Perec, de Calasso, de Carver, de Pitol y de Magris y la monumental Biblioteca de la Memoria, cuyos hermosos tomos verdes contienen la vida de tantos grandes artistas. Por último, mi esquela a Herralde incluirá un párrafo dedicado a la publicación que su editorial ha realizado de los libros de Charles Bukowski, cuyo centenario, en un mundo colapsado por el virus de la covid-19 y atrofiado por el virus de lo políticamente correcto, se celebró el domingo.
Durante años, Herralde y su equipo aguantaron los cascotazos de lectores molestos por las traducciones de Bukowski, exigiéndoles otras soluciones ante la ristra de coloquialismos ibéricos brotados en la traslación (“follar”, “coño”, “polla”, “majareta”, “cutre”, “pipiolo” y un largo etcétera), como si el traductor de turno, al enfrentarse a una particularísima prosa, no fuera libre de poner en práctica determinadas resoluciones y desplegar las consabidas traiciones para, en cambio, satisfacer a un lector único y genérico, incontaminado por las variantes propias del idioma. Tamaña discusión bizantina, desparramada en artículos, ponencias, foros, blogs y en las omnipresentes redes sociales, no altera el contacto con la obra del autor de Cartero (1971), Factótum (1975), Mujeres (1978) y Hollywood (1989), por nombrar sus novelas más canónicas, protagonizadas las cuatro por su alter ego Henry Chinaski, que continúa, impertérrita, sumando lectores.
La clave del universo bukowskiano, que horada a su paso cualquier intento de encasillarlo y reducirlo a un puñado de torpes esquematismos, es el pesimismo que crece como un yuyo en sus libros, imposible de ser pisoteado por el traductor más ramplón. Esa clave, que a veces adopta un humor sardónico y otras el más descarnado patetismo, es exhibida a pleno en el poema “La suerte no era una dama”, donde el hombre de mediana edad intenta sin éxito ligar con una mujer en un bar y que sobre el final, en una traducción de la que desconozco la autoría, dice: “Recordaba el patio de la escuela / otra vez, / el recreo, / me elegían último para el partido de fútbol, / el mismo sol brillando sobre mí / y sobre ellos, / pero ahora era de noche y / casi toda la gente del mundo / estaba con alguien, / un cigarrillo colgaba de mis labios / y escuchaba el ruido / del motor”. Esa sensación implacable de no haber salido nunca del patio escolar, de seguir sintiéndose el último orejón del tarro, aquel al que nadie llama porque ni siquiera es registrado, constituye el visor pesimista con que Bukowski vio el mundo, con el que vivió sus pocos triunfos y sus numerosos fracasos y con el que, en definitiva, escribió sus libros.
Aún recuerdo la conmoción que sentí, veintipico de años atrás, cuando leyendo Erecciones, eyaculaciones, exhibiciones (1972) me topé con el cuento “Los Cristos estúpidos”, en el que a través de su protagonista Dan Skorski, un escritor de mala muerte que se gana la vida manufacturando objetos de plástico hasta que lo convoca una editorial de Nueva York que lo despide la misma tarde de su llegada para, desde allí, volar a San Diego a probar fortuna en la pista de carreras de Caliente, pero al llegar decide, en cambio, cruzar a Tijuana y perderse en México, Bukowski le da como dentro de un gorro (“le da por culo” en la variante ibérica) a la estabilidad laboral, el compromiso empresarial, la importancia de las aseguradoras, el poderío estadounidense como nación y la belleza femenina como un valor en sí mismo. En medio de tamaña arrastrada por el lodazal de la condición humana, Skorski, borracho perdido, se duerme en el banco de una plaza hasta que despierta y “lo primero que advirtió fue el sol. eso era bueno. luego advirtió las gafas sobre su cabeza. colgaban de una oreja. y uno de los cristales estaba salido de la montura, colgaba sujeto solo por una punta. cuando alzó la mano y lo tocó, el roce hizo que se desprendiera y cayera. cayó el cristal, después de estar colgando toda la noche, cayó en el cemento y se rompió”. La literatura de Bukowski no es el cristal ni la montura ni el concreto cemento, sino el roce que propicia la caída y el consabido quiebre.
Algunas de estas chorradas, supongo, pondré en la esquela que dejaré frente a la estatua de don Jorge.