Este es un año de centenarios. En el cine, Federico Fellini. En el realismo sucio, Charles Bukowski. En la promoción del 45, Mario Benedetti y Manuel Claps. En la poesía y la traducción shakespeariana, Idea Vilariño. No es raro, entonces, que hoy se recuerde otro segmento de 100 años. Uno que atraviesa toda la cultura nacional: el 21 de setiembre de 1920 nacía, como un desprendimiento leninista de la roca madre del socialismo vernáculo, el Partido Comunista del Uruguay (PCU).
Si se traza una línea transversal que comience en la letra A de Enrique Amorim (mediocre narrador y espléndido dandi), el alfabeto se queda corto para ensamblar a los creadores rojos, orgánicos o casi.
La B se reserva para la poesía, con Fernando Beramendi, ex combatiente del Frente Sur en la revolución nicaragüense, y con Washington Benavides, renacentista de Tacuarembó que supo tañir al mismo tiempo, como gustaba decir, la guitarra de Gabino y el arpa del rey David.
En la C está Camerata Punta del Este, en tanto que el teatro toma la D con Atahualpa Del Cioppo y llega hasta la F de Luis Fourcade y la G de El Galpón, con las hermanas Adela y Myriam Gleyjer.
La E tiene que tener, sin nadie más, al narrador Francisco Espínola, que al momento de afiliarse, ya venerado anciano, prendió aquella frase en las carteleras partidarias: “Hay que hacer por los hombres algo más que amarlos”.
Siguen así el plástico Anhelo Hernández, el poeta Saúl Ibargoyen, el maestro Jesualdo, la musicóloga Néffer Kröger, la artista visual Hilda López, el cineasta Ferruccio Musitelli o el pintor Dumas Oroño y su hija poeta Tatiana.
Ser artista y no ser revolucionario era, después de la Segunda Guerra Mundial, una contradicción casi biológica. Y de los creadores que se sumaron a las filas de la contrahegemonía gramsciana, muchos lo hicieron desde el PCU. Ese instrumento que podía tener la virtud de ser firme como el acero pero que, por eso mismo, muchas veces carecía de la ductilidad necesaria que la creación artística exige. No en vano la invasión soviética de 1968 contra la Primavera de Praga golpea duramente en el “seccional cultura”.
Llegó la dictadura de 1973 y el momento de poner en práctica ese párrafo final de la “letanía del carné”, nacida de la bienvenida que Rodney Arismendi le dio al poeta español Marcos Ana. Esa que empezaba diciendo “no somos una secta ni un grupo escogido de conspiradores” y que terminaba con un “amamos el oscuro heroísmo del trabajo revolucionario de todos los días y no tememos, por eso, el otro trabajo, cuando toca, de vencer la tortura, las balas o la muerte”. Y vaya si se puso en práctica.
Los 80 trajeron vates heterodoxos, como los poetas Luis Pereira, Elder y Marisa Silva, o la plástica Nelbia Romero.
El final del abecedario vuelve a encontrar al teatro con Stella Texeira o con Ruben Yáñez, aguileño protagonista de Artigas, general del pueblo.
En la última línea, mirando con gesto torvo este incompleto listado, está Alfredo Zitarrosa preguntando por Eduardo Darnauchans y por Moisés Lasca. Respondiéndose que ambos, ya que sólo hay materia, están siempre ahí, “donde están temblando las canciones”.