Jorge Abbondanza es un referente en varios sentidos. Junto a su compañero Enrique Silveira se convirtió en cita obligada cuando se habla del arte plástico uruguayo de la segunda mitad del siglo XX, dejando un legado muy importante que está en el acervo del Museo Nacional de Artes Visuales. Como periodista cultural tuvo un destaque tan excepcional en la crítica teatral como en la cinematográfica, aunque podía moverse con gran solvencia en la apreciación de otros terrenos de la creatividad, que en varias oportunidades fue centro de fuertes y muy enriquecedoras polémicas. Cuando decidió no escribir más de teatro, varios creadores de primera línea (Jorge Curi, Luis Cerminara y Héctor Manuel Vidal, sobre todo) se acercaron intentando derribar una decisión que no cambiaría.
Todo eso, y mucho más, forma parte de la faceta más expuesta de Jorge. Pero hay otras historias poco conocidas, que muestran la coherencia del artista y del periodista y que conviene dejar asentadas ahora que acaba de fallecer a los 84 años de edad. Como hijo de la generación del 60, le tocó ejercer oficios y artes en una época convulsionada que parecía conducir a artistas e intelectuales hacia el compromiso social o, al menos, a no ser indiferentes. En el caso de Jorge, esa sensibilidad construida en diálogo con el contexto siempre se manifestó sin estridencias, permaneciendo en ese tono lúcido, alerta, reflexivo y por momentos hasta poético aun cuando los dictadores pretendieron apoderarse de nuestros destinos. Poco a poco, la página de espectáculos que dirigió en El País se convirtió en un lugar de visita obligada para quienes porfiadamente seguían alimentando los circuitos culturales que los golpistas lastimaban pero sin poder cerrarlos, quizá por la importancia que habían ganado. Si una película se prohibía, se la veía en función cerrada y se la comentaba con cualquier pretexto periodístico, aunque un colgado sobre el título de la nota advertía que se trataba de “el cine que no se ve”. Esta línea de atención llegó hasta extremos muy pocos periodísticos, como el de publicar listas de películas que no se estrenaban en Uruguay, una especie de baldosones de títulos y nombres muy poco recomendables (a priori) para los lectores de un diario.
El gran articulador de esa convergencia periodística cultural fue Jorge. Marcó una línea de trabajo que tuviera un mínimo de calificación, una mirada hacia lo que ocurría alrededor y, sobre todo, una ética que en muy pocas oportunidades debió explicitar. En aquel lugar convivieron desde colorados que habían participado en la redacción de la ley de educación de Julio María Sanguinetti ministro, a comunistas que pudieron mantener su anonimato político hasta que las circunstancias llevaron a tener que confesarle a él esa identidad partidaria para que no diera pasos en falso. No siempre fue una convivencia fácil. Admitía sin problemas una discusión en torno a una columna de opinión, pero también marcaba ciertos límites para evitar que los golpes no fueran dirigidos a heridas expuestas en sectores de la sociedad. Pude escucharlo cuando le dijo en voz baja a un compañero de página: “A los perseguidos no se los persigue”.
En contraposición, estimuló todo lo que significaba animación cultural en medio de la resistencia. Siempre estuvo atento a lo que hacían el Circular, La Gaviota, Mario Morgan, la Cinemateca, las galerías de arte, Banda Oriental, Nancy Bacelo, Washington Benavides, Los Que Iban Cantando, Eduardo Darnauchans, Cine Universitario, Foto Club, Manuel Espínola Gómez, Hilda López, Nelly Pacheco y tantos más. Convengamos: lo urgente no era dar cualquier noticia de último momento, sino advertir en tiempo y forma la importancia que tenían las propuestas que se hacían para después retomarlas pero a través de las miradas críticas de los cronistas. Se trataba de construir espacios de reflexión que operaran como tanques de oxígeno en un país asfixiado.
Él y Enrique Silveira ayudaron a amplificar esos espacios como ceramistas. Cuando en 1983 inauguraron la exposición La faz de la Tierra en la galería Karlen Gugelmeier provocaron admiración por lo creativo y por la audacia de la propuesta. En el catálogo de esa muestra Jorge expresó que como artistas querían ser “testigos y partícipes de su tiempo histórico, porque hay períodos en que las relaciones placenteras deben ser desplazadas por contactos más reflexivos y severos, períodos que exigen anteponer el desafío a la complacencia, ya que sólo lo inesperado sustituye a lo previsible, y es ahí cuando el público experimenta una sacudida que reaviva su capacidad de atención y facilita la transmisión de ideas”.
Aquella sensibilidad que apreciaba todos los matices de lo sutil adquiría proporciones iluminadoras cuando algo lo sacudía de una forma tan profunda que él agradecía con notas magistrales, ya sea ante una película de los Taviani o de Ermanno Olmi o ante la versión que Héctor Manuel Vidal hizo de Galileo. Iluminaba no sólo a los lectores sino también hacia la interna de la página y del diario. El reconocimiento a la capacidad extraordinaria para escribir y trabajar que tenía fue además lo que le dio la fuerza necesaria para resistir a las embestidas que muchas veces realizaron empresarios, pseudo políticos y jerarcas de pacotilla.
Los cauces de la nueva democracia se llevaron varias de aquellas urgencias al tiempo de abrir el sistema de comunicaciones. Jorge no cambió en lo sustancial su forma de ver las cosas y participar en ellas, reconociendo los cambios del entorno. Se fue retirando de a poco al paso impuesto por una maculopatía que le fue arruinando la vista. Pero su memoria y vivacidad permanecieron intactas. El año pasado provocó a los colegas de Voces afirmando que durante la dictadura en Uruguay no hubo ningún apagón cultural, y eso es verdad. Hubo perseguidos, torturados, desaparecidos, libertades recortadas. Pero también estuvieron instituciones y personas que como él supieron alentar un juego de inteligencia, sensibilidad, reconocimientos y complicidades, apoyados en una capacidad para asombrar y para superarse.