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Charlie Watts con la banda The ABC and D of Boogie Woogie, 13 de enero de 2010, en Herisau, Suiza.

Foto: Ennio Leanza, EFE

Píntalo de negro

8 minutos de lectura
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Charlie Watts (1941-2021)

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Leído por Andrés Alba.
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Un caballero inglés, el de perfil bajo, el más serio, el más “sano”, el más tímido y el menos bullero, el religioso del jazz, el que estaba casado desde 1964 con la misma mujer, el que una vez le pegó una buena piña al que cantaba para advertirle quién mandaba, el entusiasta de los caballos y del diseño gráfico, el que agarraba las baquetas medio raro, el de los dedos largos, el canoso de atrás, el motor de la banda más grande del mundo.

Todo eso era Charlie Watts, pero es nada al lado de lo que lo volvió legendario: una forma de tocar, un sonido, un qué pero sobre todo un cómo. No era sólo el baterista que los Rolling Stones se merecían, sino el que necesitaban. Porque el rock and roll siempre fue, antes que nada, ritmo, y para eso está la batería, para crearlo, para darle vida. Los Stones vieron –escucharon– que Watts era bueno, muy bueno, excelente; por eso, a pocos meses de formarse oficialmente, le dieron cabida en el grupo, y en mayo de 1963, cuando grabaron su primer simple, una versión de “Come On”, de Chuck Berry, ya estaba sentado ante la batería. Y ahí se mantuvo hasta el final, que fue el martes, cuando la banda comunicó en las redes sociales que el baterista había fallecido en un hospital de Londres, a los 80 años, rodeado de su familia.

Quizá resulte difícil discernir su aporte, porque durante casi seis décadas fue parte indisoluble de la Santísima Trinidad que impulsaba esa monstruosidad rockera, junto con Mick Jagger y Keith Richards, y por algo son los únicos que tocaron en cada uno de los discos de estudio de la banda. Pero estos dos no serían lo que son sin aquel, porque les dio el aire para que se movieran a sus anchas. The Rolling Stones, con un baterista hiperactivo y virtuosito, de esos que tratan su instrumento como si fuera solista y se la pasan llenando espacios, metiendo 500 rulos y solos, para romper vaya a saber qué récord olímpico, sería un grupo mecánico, aburrido y triste.

Charlie Robert Watts nació el 2 de junio de 1941 en Neasden, al noroeste de Londres, cuando todavía resonaban las bombas que había tirado la Luftwaffe, por eso vivió su infancia en Wembley –no en el estadio sino en el barrio–, en una casa prefabricada de esas que impulsó el primer ministro Winston Churchill. En la pubertad ya se empezó a colgar con el jazz, en especial con Charlie Parker y Duke Ellington, y la cara de ellos estaba en los primeros discos que compró. Estudió y trabajó como diseñador gráfico en una empresa de publicidad, pero su sueño era tocar jazz. Integró algunos grupitos del género; por eso, cuando el experimentado Alexis Korner, pope del blues británico, se lo recomendó a los Stones, Watts se lo tomó como un trabajo más.

Charlie Watts con el grupo Rolling Stones, 16 de febrero de 2016, en el estadio Centenario de Montevideo.

Foto: Pablo Porciúncula, AFP

Cimientos y swing

La batería es el instrumento más delator del rock, sobre todo en vivo, porque ante el más mínimo error queda en evidencia y deja a los demás músicos haciendo malabares entre compases. Es, además, el instrumento más difícil de editar en la mezcla de un disco en vivo, porque está lleno de micrófonos y el sonido de ambiente se suele colar por todos lados.

Pero en los 56 años que estuvo Charlie Watts arriba del escenario con los Stones –desde febrero de 1963 hasta el último toque, que fue el 30 de agosto de 2019–, no existe registro de pifias dignas de destacar, como sí hay de los demás integrantes del grupo –hasta Jagger, que es un gimnasta obsesivo de la interpretación, tiene de las suyas, como adelantarse a un estribillo o cantar una letra que no es–. Esto seguro lo pudieron comprobar las 50.000 acaloradas personas que los vieron en el Estadio Centenario en febrero de 2016.

Watts no sólo siempre fue un reloj musical, sino que además era el que ayudaba a mantener el barco a flote, incólume ante los manotazos legendarios de la guitarra de Richards –en el recital en Montevideo tuvo varios de esos, que a su vez tapaba Ronnie Wood con sus seis cuerdas–. Y esto es clave en una banda como los Stones, en la que la guitarra guía el ritmo mucho más que el bajo –sobre todo en vivo–. En himnos como “Honky Tonk Women”, “Jumpin’ Jack Flash” o “Start Me Up”, el puntapié inicial lo dan los acordes de Keith. Así las cosas, el guitarrista no se ha cansado de decir que si había algo que le daba seguridad musical cuando salía al escenario, era tener a su viejo amigo Charlie atrás del todo.

Es un cliché porque es verdad: Watts tocó siempre lo que la canción le pidió, ni más ni menos, con el golpe certero, exacto, compás tras compás, pero a su vez con una pizca de mugre que da como resultado esa cosa suelta que no se puede resumir con otra palabra que no sea swing y que alcanza su punto más sudoroso en “Tumbling Dice” o “Brown Sugar”, por eso la mayoría de la música de los Stones se puede bailar –como el rock & roll primigenio–. Los cimientos levantados por el obrero del ritmo, el compañero Charlie Watts, son el escenario ideal para que Jagger despliegue su lascivia infinita y Richards, su ingeniería de riffs.

Además, Watts era dueño de un detalle técnico acentuado con los años, que pone nerviosos a la mayoría de los bateristas de librito bajo el brazo y les hace sonar las alarmas de su trastorno obsesivo compulsivo: cuando golpeaba el redoblante, no le pegaba al charleston (para muestra: https://youtu.be/S3FUA0Hj7fI). Es una gragea sonora que hacía naturalmente y se percibe más viéndolo tocar que al escucharlo, pero ese hueco en el patrón queda tintineando en la cabeza, crea incertidumbre, incomodidad y peligro.

Mick Jagger y Charlie Watts, en Adelaide, Australia, el 23 de octubre de 2014.

Foto: Ben Macmahon, EFE

Los rulos y el redoblante

El perfil bajo para tocar y para la vida también se trasladaba a su set de batería. Nada de muchos bombos: puro toms y más platillos. Watts anduvo casi toda su carrera con su vieja y querida batería Gretsch –una marca común en el jazz, que supo usar Jimmy Cobb, batero de Miles Davis, por ejemplo–. A tal punto, que es parte de la mitología Stone que décadas después del famoso toque en Hyde Park para casi 500.000 personas, en julio de 1969, en el que homenajearon al malogrado Brian Jones –guitarrista y fundador del grupo–, dentro de los cuerpos del instrumento todavía quedaban papelitos de aquel evento.

Un bombo, tom de piso, un solo tom arriba, el redoblante (al que los españoles gustan llamar la caja), el charleston (hi hat), algunos platillos por aquí y por allá, y dale que es tarde y hay que tocar. Se podía dar el lujo de tener una batería austera porque su esencia radicaba en su toque, aun cuando le pegaba como en la vieja escuela, con la baqueta agarrada de costado, como si le diera cosita, pero siempre contundente. Su sello está en el sonido del redoblante, en estudio, en vivo o en la esquina. Es de una textura seca pero vibrante, que se reconoce al escuchar medio compás, y fue sonando cada vez más contundente, fuera lo que fuere que tocaran los Stones.

Se nota en una obra maestra del apocalipsis como “Gimme Shelter”, es pornográfico en la batería disco de “Miss You” y en todo el álbum Some Girls (1978), como en la baladosa “Beast of Burden” (otra obra maestra, pero de la vida). Y hasta a una canción popera y con estribillo radiable –incluso anodino para el canon Stone–, como “Anybody Seen My Baby?”, don Carlos la impregna con su contundente sequedad.

Watts también era –bah, sigue siendo, para algo están los discos– los rulos, a veces muy cortitos, para dar entrada a una canción o a un estribillo, algo que también fue desplegando cada vez más con los años. Era una señal: “La canción la arranco yo”. Por ejemplo, escúchese cómo empiezan “Good Times”, “Under My Thumb”, “Hang Fire”, “Mixed Emotions”, “You Got Me Rocking”, “Flip the Switch”, pero sobre todo “Love Is Strong”, probablemente la cumbre de su sonido –mas no de su estilo: a esa llegó ya a fines de los 60 y en toda la década del 70–.

El talento y el estilo ya estaban desde el arranque. Una de las baterías más contundentes de los Stones –y, por ende, del rock todo– es la de “Get Off of My Cloud”, aquel simple de 1965 que es la quintaesencia de la banda: el riff obsesivo y áspero de Richards, la melodía agresiva y urgente de Jagger, la letra en plan no-me-molestes, el bajo grueso y bombardero, pero sobre todo la batería; ¡ay, la batería!, con ese rulo de metralleta de tiros cortos en la introducción y entre los versos, múltiples cachetadas que te levantan de cualquier resaca para zambullirte en el estribillo arrasador. Pero si hay una muestra de la austeridad de la artillería de Watts, es la de “Street Fighting Man”, donde tocó con una batería de juguete, pero con la misma contundencia y certeza de siempre.

El arpegio solitario, amenazante y misterioso del sitar de Brian Jones, para dar paso al galope denso y abrumador de la batería, a puro redoblante y tom, que suena como un corazón bombeando a más de 120 latidos por minuto, y a la frecuencia del ejercicio en los corazones sanos, pero también la de la ansiedad en los oscuros, en los que ven una puerta roja y la quieren pintar de negro. “Paint It Black”, damas y caballeros.

Pero Watts también es el minimalismo negro de “You Gotta Move”, la samba diabólica de “Sympathy For The Devil” (la del disco Love You Live, la mejor versión en vivo), el rockabilly nervioso de “Rip This Joint”, el arrastre cansino de “Ventilator Blues”, la muy discotequera “Dance (Pt. 1)”, el punk de “Respectable”, las neurosis de tempo de cualquier versión de “Midnight Rambler” –donde siempre hay un “tuya y mía” con Richards– y un largo y bien tocado etcétera.

The Rolling Stones, el 7 de mayo de 2002, en Van Cortland Park, Nueva York.

Foto: Stan Honda, AFP

La muerte, ¿y después?

Los Stones tenían varios planes cuando el corazón de Charlie Watts dejó de latir. Para empezar, el tan esperado disco de estudio con material original –el último fue A Bigger Bang, del lejano 2005–, que supuestamente ya está enteramente grabado y es esperable –deseable– que sea el canto de cisne de la banda y un homenaje a la altura de su baterista.

Pero en el cortísimo plazo debían encarar –por enésima vez– una gira por Estados Unidos, continuación de la No Filter Tour, de 13 fechas, entre setiembre y noviembre, con todas las entradas vendidas. Ya estaba pactado que Steve Jordan –finísimo baterista, técnicamente impecable, compinche de Richards en su carrera solista– suplantara a Watts; pero una cosa es tomar las baquetas por unos días, sabiendo que el verdadero baterista de la banda está por volver, y algo bien distinto es hacerlo cuando ya es dolorosamente obvio que no regresará.

¿Se hará la gira? ¿Será como homenaje a Charlie? ¿Qué pasará por la cabeza de Richards cuando en medio de un recital, entre riffs, busque la sonrisa cómplice del baterista que estuvo casi 60 –sesenta– años ahí atrás, como un blandengue, un soldado del rock, a veces resoplando para tomar impulso entre rulos, y no la encuentre? La mayoría de los civiles, en condiciones de vida normales, no trabaja durante 60 años y menos para 50.000 personas diferentes cada noche. Nadie se lo puede imaginar, sólo Jagger y Richards, y capaz que ni ellos.

Esta es la parte final del obituario, en la que suele escribirse sobre la influencia que dejó en cientos de bateristas, que se demuestra con los mensajes de varios colegas que lo saludaron y hablaron maravillas de él como músico, como persona y todo eso. Aunque habría que referirse a otro legado, más allá del golpe seco, majestuoso y swinguero, pero no da el espacio y nunca dará. Porque el martes no murió Charlie Watts, sino algo más: nada menos que The Rolling Stones.

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