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Jan Skácel.

Foto: Sin dato de autor

Jan Skácel, poeta centenario

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Recuerdo de un autor que condensó su siglo.

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El poeta está de frente a la línea con dientes del horizonte. Ve el cielo azulísimo por detrás de las montañas. Escribe, en su pensamiento, “es el lugar más hermoso del mundo”. Son los años cuarenta. Aún no ha publicado ninguno de sus libros de poesía. Tiene poco más de veinte años. Está ahí porque habla ruso (idioma que lo volvía sospechoso), está ahí porque es poeta (o quizá todavía nadie lo supiese), está ahí porque es hijo de comunistas (los nazis lo han condenado a trabajos forzados en Austria). Pronto todo eso se unirá en un hilo de sentido.

El poeta está al borde de un río, en Asia. Ve un pájaro. Escribe, en checo, para describir al pájaro: “Tan parecido a nuestro martín pescador”. Son los años sesenta. Acaba de publicar La hora entre el perro y el lobo (Hodina mezi psem a vlkem, 1962), uno de sus mejores libros. Tiene algo más de cuarenta años. Está ahí porque habla francés (fue como traductor de una delegación), está ahí porque es poeta (la delegación era una delegación de escritores checos), está ahí porque es algo parecido a un comunista, aunque ya hace algunos años que le consideran demasiado herético para ser mucho más que un incómodo “compañero de ruta” (el país de Asia es Vietnam). Pronto todo eso formará un hilo diferente de sentido.

El poeta está en la puerta de un cine. Ve a los espectadores que se acercan con sus entradas y recuerda que, hace un tiempo, él fue el boletero de ese mismo cine. Escribe, al llegar a su casa, que se siente “atrapado por la boca, como un pez, al espinel nocturno”. Son los años setenta. Tiene prohibido publicar. Está ahí porque le han impedido poner por escrito su propia lengua (sólo edita en copias mecanografiadas llamadas samizdat), está ahí porque es poeta (vuelto un oficio peligroso), está ahí porque quizá siga siendo eso que su padre, maestro de escuela de los años treinta, entendía por ser comunista (y por eso el hijo se opuso a la invasión de los tanques del Pacto de Varsovia). Pronto todo eso dejará de tener sentido.

El poeta es Jan Skácel, quizá la voz mayor de la poesía checa. En todo caso una de sus tres voces más intensas, junto con la de František Halas y Vladimir Holan, la “diarquía de las tinieblas”. La de Skácel es una voz enraizada y a la vez aérea. Refleja ese terruño campesino que es la aldea de Vnorovy u Strážnice, donde nació en 1922. Pero también esa pequeña metrópoli que es Brno, donde completó sus estudios. Una voz que llevará, para hacerla más suya, hasta Praga, donde pronto se volverá una figura clave de las artes, tanto de la poesía como del periodismo y el teatro. La enmarca en su cara de viejo profesor, o de actor de cine, o de obrero metalúrgico. Todas esas caras tiene en las fotos que se conservan de su paso por el siglo. La sumatoria es el rostro de alguien que se ha ido convirtiendo, de a poco, en una leyenda. Dos poemarios fundamentales de la lírica checa bastarían para justificarlo: Tristecina (Smutenka, 1965) y Escobillas (Metličky, 1968).

El poeta (con estas dos palabras debe comenzar cada párrafo -menos el último- cuando se trata de una mirada sobre un poeta centenario) murió el 7 de noviembre de 1989, días antes de la Revolución de Terciopelo, que marcó el fin de la Checoslovaquia comunista que le había silenciado por diez años. Recién había podido volver a publicar en 1981, y aun en ese caso con censura previa, por lo que en esos últimos años se dedicará sobre todo al teatro, buscando el oxígeno en la cercanía con los otros.

Una selección de su poesía apareció en español (La más larga de las noches, Ácrono Editores, 2002) gracias a una conspiración uruguaya. Una conspiración de poetas. La traductora fue Teresa Amy, quien trabajó por cinco años con la obra y el idioma, desde Montevideo primero y desde Praga después, en colaboración con Alfredo Infanzón, compartiendo versiones con Roberto Appratto y Marosa Di Giorgio, recibiendo ánimos de Circe Maia, auxiliada con un juego de diccionarios que le regaló Luis Bravo, con un puente tendido hacia una editorial mexicana por Eduardo Milán, y con ejemplares que llegaron desde México en las valijas de Rafael Courtoisie (por citar sólo algunos ejemplos de los muchos poetas conspiradores).

Unos años después otro poeta, Gustavo Wojciechowski (Maca), editará las memorias de esa traducción escritas por la propia Amy (Un huésped en casa, Yaugurú, 2013). Francisco Álvez Francese escribirá, en la diaria, que se trató del “libro del año” de ese año. Rara elección incluso para una lista que no sea una lista de best sellers. No una novela, no una biografía, no un ensayo, el “libro del año” fue la crónica de cómo se llega a traducir a un autor checo desde la lejana Montevideo, teniendo que aprender, primero, el idioma de ese poeta. Un poeta que el 7 de febrero hubiera cumplido cien años y que durante su paso por el mundo supo, entre palabra y silencio, “empuñar la angustia como un picaporte / y entrar”.

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