Aprovecho el fin de semana largo para visitar el extremo oriental del país. Cruzo la frontera hacia Copán ruinas, en Honduras, sitio que asombró a Aldous Huxley en 1934. En Beyond the Mexique Bay, su diario de viajes, pasa los días lamentando haber escogido una región tan primitiva y salvaje como Mesoamérica. Uno de los pocos motivos de interés lo encuentra en Copán, donde dedica varias páginas a la obsesión de los mayas por la medición del tiempo y a los motivos que los hicieron abandonar la ciudad antes de la llegada de los españoles, que no encontraron aquí ningún rastro de presencia humana. Lanza hipótesis sobre el hambre, la fiebre amarilla y la malaria, y termina sospechando que el mal clima, entre sequías e inundaciones, fue la causa definitiva.
Llueve sin parar, es mal día para salir de paseo. A nadie le gusta mojarse, menos estando lejos de casa y con muchos kilómetros por delante. Capa impermeable, gorra, pantalón de nylon y botas de cuero resultan insuficientes cuando la lluvia se mete entre los dedos hasta arrugar las yemas. De noche vuelvo al hotel, me doy una ducha tibia, me envuelvo en una toalla limpia y duermo en una cama confortable con doble frazada, bajo un techo de cemento. Pienso en el medio millón de personas afectadas en el país, que han pasado estos días descalzos, con el agua hasta la cintura dentro de sus chozas de lámina o adobe, huyendo en botes hacia los centros de refugio, igual que millones de damnificados entre Venezuela y el sur de México, incluyendo a Colombia, Centroamérica y las islas del Caribe.
Ciclón, tormenta tropical, depresión tropical o huracán: categorías definidas para los meteorólogos, confusas para la gente común e intercambiables en el Congreso, que busca declarar Estado de Calamidad Pública para liberar los candados de compras de emergencia y ordenarse gastos libres a seis meses de las elecciones generales. En la pandemia, un decreto similar permitió hacer compras sobrevaloradas a empresas cercanas a los políticos por dos mil millones de dólares.
De vuelta en el lado guatemalteco de la frontera, se cancela por mal clima el bus de Chiquimula hacia la capital, y pierdo la conexión hacia Quetzaltenango. Hay desbordamiento del río Motagua por el exceso de lluvia y los residuos materiales acumulados. La cercanía de noviembre, último mes de la temporada lluviosa, obliga a encomendarse a San Judas Tadeo, patrón de las causas imposibles. Basta recordar el paso destructor de Mitch, en noviembre del 98, o de Eta e Iota en 2020, ambos de menor intensidad que Julia, presente por estos días.
Veinticuatro horas tarde logro hacer conexión en la capital. Abordo antes del amanecer, atento a las actualizaciones del Comité Nacional para la Reducción de Desastres. En ruta, la radio va perdiéndose y voy saltando entre estaciones, todas con un guion repetido: suelos cargados, derrumbes en carretera, zanjas sobre el asfalto, hundimientos, ríos crecidos, puentes destruidos, inundaciones y deslizamientos; kilómetros de filas, horas de espera en todas las avenidas y autopistas del país; rocas, grietas, aludes, bultos de lodo, ramas, troncos y árboles caídos. Los pilotos, tanto del transporte pesado como de autos individuales, cruzan los dedos para que la montaña no se desplome en el momento que van pasando.
Duermo por ratos y despierto cuando el bus se detiene en la aldea Chupol, departamento del Quiché. Los cuatro carriles de la ruta están obstruidos. Anoche fueron necesarias ocho horas de pala y camiones para liberar uno y permitir el paso. Bajo del bus, busco un árbol oculto que me sirva de baño, compro golosinas para el almuerzo y me acomodo sobre una piedra para sentarme a pasar el día.
Una familia sale de entre los árboles y camina entre los vehículos, él con dos costales vacíos, lazos, una sierra y un machete en la cintura, y ella con un niño en cada mano y con otro más pequeño sobre la espalda, envuelto en su rebozo. Los padres bordean los montículos de lodo que ocupan el asfalto mientras los niños se desprenden de la madre para saltar de uno a otro.
La radio se pierde entre los cerros y tampoco hay señal para el teléfono. Me muevo y recibo un mensaje actualizando cifras nacionales: mil quinientas casas inundadas, trescientos cincuenta y nueve incidentes, ciento cuarenta escuelas afectadas, cincuenta y dos carreteras interrumpidas, dos soldados muertos en tareas de rescate, trece personas fallecidas y cuatro más desaparecidas, esto hasta la medianoche de ayer. Faltan los datos de hoy.
Es mediodía, ha dejado de llover y el sol empieza a salir, aumentando el riesgo de grietas en el suelo húmedo. La tierra se afloja y cruje. Se abre el paso para los camiones repletos de ripio y pedazos de montaña. La familia camina de vuelta a su aldea, con los costales llenos de madera y con una tarea de leña amarrada, colgando de un mecapal sobre la espalda de papá. Mamá sujeta con ambos brazos otra tarea de leña, el bebé sigue sobre su espalda, y los niños juegan espadas con palos delgados. Todos van felices porque tendrán cómo hacer fuego por un par de semanas.