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Los lápices de Marcelo Cohen

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Sobre la muerte del traductor argentino.

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Una recorrida por los estantes de la biblioteca, ese espacio caprichoso construido por la suma de años de lecturas, trabajos, búsquedas y acumulaciones, propicia la separación de algunos volúmenes –Lady Susan, de Jane Austen; Libro de maravillas, de Nathaniel Hawthorne; El Crack-Up, de F Scott Fitzgerald; Los desafortunados, de BS Johnson; Historias inverosímiles, en general, de Alasdair Gray; La exhibición de atrocidades, de JG Ballard; La ley del silencio, de Budd Schulberg; Una chica en invierno, de Philip Larkin; La noche, de Al Alvarez; La máquina blanda, de William S Burroughs; Adagia, de Wallace Stevens– con los que se podría fundar una nueva biblioteca. El factor común: todos fueron traducidos al español por Marcelo Cohen.

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Al terminar cada jornada de trabajo, antes de cerrar el original, Marcelo Cohen trazaba una marca con forma de zeta sobre el párrafo en el que detenía la traducción. Empleaba para ello, sistemáticamente, fuera cual fuera el libro sobre el que trabajara e independientemente del momento del día, la estación en curso y el nivel de cansancio acumulado, un lápiz de escribir Staedtler en su clásica presentación negra y amarilla. Con los años, el sistema de marca vuelto rutina se convirtió en una suerte de obsesión, al punto de que no dudaba en robar los lápices Staedtler que ocasionalmente encontraba en escritorios y gavetas en casas de amigos, bibliotecas de colegas u oficinas de editores. La rutina devenida obsesión vía neurosis le dio paso, además de a una importante acumulación de lápices, a una superstición: el día que se acabaran los lápices Staedtler sobre su mesa de trabajo se habría acabado la traducción. No la traducción de una obra en curso, sino la traducción.

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En uno de los ensayos del libro Música prosaica (cuatro piezas sobre traducción), Marcelo Cohen relata la experiencia de John Cage al entrar en una cámara anecoica. Cuando el músico por fin esperaba no escuchar absolutamente nada, oyó dos sonidos: uno bajo, que identificó como el del pulso de su sangre, y otro agudo, el de su sistema nervioso. “El silencio suele ser un hervidero de sonidos que la música disimula; lo mismo hace el lenguaje”, escribió Cohen. Nadie más seguro para afirmar lo anterior que alguien que tradujo una importante cantidad de libros de varias lenguas, aislándose en la cámara anecoica del idioma para captar el sonido propio del lenguaje. En el arranque de su icónico ensayo “Nuevas batallas por la propiedad de la lengua” expresó que “a veces pienso que, quizá más aún que escribir, traducir provoca en uno dulces o ácidas y siempre interesantes perplejidades sobre el lenguaje, el entendimiento y la política, el exilio como condición existencial generalizada y las verdades y falacias de la identidad”.

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En “Persecución. Pormenores de la mañana de un traductor”, Marcelo Cohen describió el caos de su mesa de trabajo, campo de batalla inmediato en la permanente confrontación con los idiomas: “En mi altillo idílico, el papelerío vario, libros de todo género y postura, mamotretos de referencia, dossiers, recortes de prensa, facturas, libretas, es el retrato de un desarreglo mental que el oficio sabe instrumentar para sus fines. Lenguas, gramática, hermenéutica, ejecución, orden de los componentes, argumentación, sucesiones y sincronías, tonos, trayectos, criaturas, culturas, técnicas, lugares: la traducción me ha pautado la vida en una suerte de nomadismo sedentario”.

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Marcelo Cohen inclinado sobre un diccionario de ornitología mientras traduce un pasaje de The Peregrine, de JA Baker. Silbones, mosquiteros, agujas, arrendajos, avefrías, cárabos, camachuelos y un centenar de especies de aves más cruzan el aire de Chelmsford, condado de Essex, Inglaterra, para ser apresados por el traductor en el altillo de su casa en el barrio de Belgrano, ciudad de Buenos Aires, Argentina. Al final de la tarde, luego de trazar con medio lápiz Staedtler una marca en forma de zeta al inicio de un párrafo, Marcelo Cohen descubre a un hornero en el alféizar, a poco menos de un metro de su mesa de trabajo.

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Marcelo Cohen en plena traducción de la novela de Chris Kraus: “Uno siempre está en medio de una frase; y entre lo que ya escribió, y es pasado, y el descubrimiento que vislumbra cerca del punto está el momento de pugna con las palabras en un umbral: esa duda inexorable es la fatiga del oficio, pero también la dádiva”.

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Ahora que Marcelo Cohen ha muerto, los lápices Staedtler que acumuló con los años se fusionarán con las paredes de algún portalápices, juntarán polvo en una gaveta o se dispersarán por ahí, liberados de marcar nuevas zetas al inicio de párrafos de traducciones en marcha. Lamentablemente, ya no habrá nuevas traducciones firmadas por Marcelo Cohen, pero todos los libros que durante décadas vertió a nuestro idioma continuarán desestabilizando el orden de las bibliotecas, amplificando el maravilloso (e inquietante) hervidero de sonidos del lenguaje.

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