Nunca entendí la función de los ventiladores de techo. Más que brindar el sosiego de un viento nuevo y fresco, parece que simplemente reorganizaran y distribuyeran el calor, como el motor interno de un horno convector. Recostado y sin remera en la antigua poltrona de mi abuelo, la metáfora no podría ser más exacta: en un momento trato de incorporarme y mi piel se despega del tapizado como la de un pollo en una asadera. Pero el ventilador sigue ahí, insomne, e inmediatamente en el living de aquel rincón perdido de Pinares de Atlántida comienzan a resonar los ecos de “The End”, de los Doors.
Gran parte de mi presente está construida sobre los sedimentos de un montón de películas que vi. Para mí, aquel ventilador en verano es el capitán Willard delirando al comienzo de Apocalypse Now. Ese famoso aforismo pesadillesco del coronel Kurtz, cuando dice que vio un caracol avanzando sobre el filo de una hoja de afeitar, sirve tanto para la guerra como para el calor extremo.
El insomne descenso al corazón de las tinieblas de Apocalypse Now contiene momentos mucho más terribles, pero nunca llegué a sentir nada más opresivo que aquella escena inicial de un hombre solo en una habitación de hotel escuchando las aspas de un ventilador. Pienso qué es lo que me hace imaginar la temperatura de una habitación tanto más opresiva que la de una selva. Quizás el hecho de que en la habitación el calor es el intruso y en el vaho húmedo de la selva el intruso somos nosotros.
Desde 1995 nada, salvo el router discretamente colocado al lado de un teléfono de disco aún funcional, ha cambiado en el living de esta casa de balneario. En aquellos años, a la hora de la siesta, mis primos y yo nos turnábamos para poner las películas que alquilábamos en el único videoclub de Atlántida. Por aquel entonces el liquidámbar que plantamos en el frente todavía no había adquirido la frondosidad que tiene ahora, y de las dos a las seis de la tarde el sol daba de lleno en el ventanal, haciéndonos sentir como hormigas que se achicharran bajo el cristal de una lupa. Así, elegir qué mirar no sólo era un acto de placer, sino también de entereza y dignidad: levantarte durante tu propia película era un gesto de flaqueza que podía tener como consecuencia perder la credibilidad para el próximo alquiler.
Un detalle curioso de mi vida cinéfila es que mi padre no tenía criterio alguno en cuanto a los films que me permitía alquilar. Fue así que, entre algunos de los greatest hits de aquella época, una de mis películas de cabecera era Depredador, una de las más sudorosas que se hayan filmado en la historia. Uno casi puede imaginar a una división específica del equipo de filmación dedicada a gritar entre toma y toma: “¡Necesitamos más aceite para Arnold!”. En toda la película se respira un vapor hediondo, de cuerpos colgados pudriéndose en y por la selva, mientras aquel carnicero espacial sigue asesinando como a porristas de una película slasher a tipos que desayunan huevos revueltos y anabólicos. Sin embargo, había algo que iba más allá del simple escenario tropical: en su invisibilidad, esa fuerza asesina parecía ser una misma encarnación de la selva y su calor, una especie de condensación del aire que toma forma y destruye todo a su paso.
El calor en el cine puede alternar entre esas variantes: ser contexto, ser dispositivo, ser metáfora o ser personaje. Cuando pienso en contexto, pienso en un montón de películas africanas, como Touki Bouki, en la que vemos a los personajes caminar y correr sin desabotonarse la camisa, con lo que logran que nos venga sarampión de sólo mirarlos. Simplemente sabemos que hace calor porque lo vemos y lo imaginamos, pero el calor es algo que está dado y, como tal, borrado de la narración, tal como, según Borges, están borrados los camellos en el Corán. En otras películas, como La ventana indiscreta o 12 hombres en pugna, las altas temperaturas encarnan un elemento base o un obstáculo que pone en funcionamiento la trama. En La ventana indiscreta el verano extremo es una forma de lograr que todos los vecinos de ese megaset mandado construir por Hitchcock estén siempre a la vista y con las ventanas abiertas. En 12 hombres en pugna, por el contrario, el calor es un obstáculo que empuja a los miembros del jurado a deliberar lo más rápido posible, lo que vuelve más heroicos los esfuerzos de uno de ellos por complejizar el caso.
Los límites entre el dispositivo y la metáfora son vaporosos. Por ejemplo, en una película como Tarde de perros podríamos pensar a Sidney Lumet planteándose simplemente: “¿Qué pasa si a una película de rehenes le agregamos 20 grados centígrados?”; sin embargo, basta con ver los pequeños detalles para notar que el calor tiene un papel que va más allá de lo funcional: hay una dimensión metafórica que encapsula, condensa y hace gotear (en definitiva, que destila) algo propio de esa locura de Nueva York en una de sus décadas más violentas y dementes. Otra película que intentó captar ese efecto enloquecedor es Un día de furia, en la que el clima también corporiza la locura de una ciudad, pero en Los Ángeles hay algo, en su poca altura y su estilo apaisado, que no genera la misma sensación de encajonamiento que Nueva York.
Nueva York en el cine tiene esa extraña cualidad: parte de lo desesperante de sus heat waves tiene tanto que ver con el enclaustramiento de su disposición vertical como con la contradicción de la naturaleza entrando a patadas en la cuna de la sociedad moderna. Quizás en el cine neoyorkino el calor funciona tan bien como metáfora por su capacidad de horizontalizar y exponenciar las diferencias y los odios. La película más insigne de esta fórmula es Do the Right Thing (que tiene como antecedente lejano la australiana Heat Wave). La efectividad de la temperatura en la película de Spike Lee es su condición simultánea de contexto, dispositivo, metáfora y personaje. Todas las clases sociales de Brooklyn se funden como grasa de tocino en la misma plancha de hierro, pero así como lo social se iguala, se disparan las diferencias, hasta culminar en el desmantelamiento de la pizzería italiana que quiebra una especie de pacto entre dos colectividades que tienen más en común de lo que están dispuestas a admitir.
Si en Nueva York el clima incendiario sirve para cristalizar problemas del presente, en las películas ancladas en el sur la temperatura tiene un rol diferente, casi como la encarnación de algo más primal, mágico o pasado. Texas y sus películas de vaqueros sucios (pero ¡oh, cuánto más calurosos se sienten los spaghetti westerns filmados por italianos en los desiertos de España!) tienen su importante cuota de calor, pero específicamente Luisiana siempre estuvo rodeada por esos vapores fétidos que enloquecen a sus personajes. A veces, como en la sudorosa Angel Heart, las referencias giran alrededor de los miedos del hombre blanco al vudú o a las prácticas religiosas criollas, y otras, ese vaho fangoso es algo que pone a prueba los antiguos modos de la aristocracia sureña. Hay un extraño sadismo en ver a mujeres sudando en ajustados corsés. La santa patrona de este martirio podría ser Elizabeth Taylor: en El gato sobre el tejado de zinc caliente todo está húmedo o a punto de prenderse fuego, excepto la libido de su esposo (el secreto a voces es que el personaje interpretado por Paul Newman es gay, y es muy divertido ver lo mucho que se esfuerza el film en no decirlo abiertamente); en Suddenly, Last Summer Liz alterna entre una institución psiquiátrica y el jardín cenagoso de su tía (Katharine Hepburn), que, lejos de ser un predio natural y sempiterno, es más bien una densa jungla con plantas carnívoras que potencia esa noción de la clase alta como un sistema de castas cerrado en sí mismo, en el que la regeneración del dinero convive con la putrefacción moral.
Similar, aunque no igual, Florida tiene sus altas cuotas de calor y humedad, pero en la mayoría de los films aquello tiene un rol menos místico y más directamente asociado a la franca corrupción moral o a la corporización de un deseo que avanza espeso como la miel. Quizás la más paradigmática de todas estas sea Body Heat, en la que el calor húmedo es tan omnipresente (y tan inextricablemente asociado a la sensualidad) que se vuelve un personaje en sí mismo. En muchos sentidos, la película de Lawrence Kasdan es una especie de remake más tórrida y calurosa de Double Indemnity, así como Criaturas salvajes (otro festín de los fluidos) parece una reversión de Body Heat, como si bebieran de la misma agua empantanada.
Sin embargo, la película en la que más sentí que el calor encarnaba algo putrefacto no es norteamericana, sino brasileña. Amarelo Manga es una película coral unida por el peso visual de un color –el amarillo, en clara alusión a Brasil– como el verdadero color de lo podrido, en un universo en el que la fugaz frialdad de los cadáveres parece ofrecerse como salida necrófila a una existencia atravesada por el denso calor. Gran parte del cine de Brasil (sea filmado en el sertón, en la selva o en Río de Janeiro, desde Río, 40 grados a Boi Neon) está asociada al calor y a las estrategias dispuestas para sobrevivirlo (o sucumbir a él con estilo).
Poniéndonos internacionalistas, algo siempre bello en el cine asiático es que uno no necesita ver, sino tan sólo escuchar, para saber que es verano: cuando irrumpe el calor, en las películas el chirrido de las chicharras inunda todo como un gran ruido blanco. Las olas de calor han sido extensamente retratadas por directores como Yasujiro Ozu, Akira Kurosawa o Nagisa Oshima, pero pocas con la peculiaridad y el peso visual y metafórico de Hiroshi Teshigahara. Como caras opuestas de la misma moneda, La mujer de las dunas encarna la resequedad infinita en la historia de un hombre echado a un foso y obligado a realizar la actividad sisífica de juntar arena para una aldea, mientras que en Pitfall la humedad se adentra en absolutamente cada recoveco, entremezclando una historia de fantasmas con un registro de cine político. Las olas de calor del cine asiático siempre vienen asociadas a algo mucho más enloquecedor que en el resto de los países (pienso en la fascinación por las sandías como suplantación del agua –y del sexo– en La nube errante, del malayo-taiwanés Tsai Ming-liang), pero a su vez, casi en contraposición, los monzones o las tormentas arrecian y actúan como depuración de los pecados (Linda Linda Linda y Typhoon Club como el yin y el yang de películas estivales juveniles pasadas por agua).
Escribo todo esto mientras miro El día que la Tierra se incendió, una extraña mezcla entre drama slapstick periodístico y cine catástrofe en que unas detonaciones atómicas cambian el eje de la Tierra, sacándola de órbita y haciéndola dirigirse irremediablemente hacia el sol. Es extraño ver el film sin sentir un chucho profético recorriéndome la espalda.
Pienso en qué hubiéramos dicho mis primos y yo si la hubiésemos visto en 1995, una década antes de que el calentamiento global estuviese en boca de todos. Y pienso en esos primajes incestuosos, semidelirantes por la sofocación de las siestas salteñas en La ciénaga, de Lucrecia Martel. Pienso en su cine siempre caluroso y en la forma en que la directora nos ve a todos como parte de un mismo caldo en el que la contaminación reina, como una infección.
De la nada entra un frente fresco por el mosquitero. Pienso en el empapelado derritiéndose por el fuego en Barton Fink. Cae un rayo. Pienso en Harry Dean Stanton caminando en la inmensidad del desierto al comienzo de París, Texas. Pienso en su gorra roja como última barrera ante ese sol tremendo y se me llena el pecho de amor. Suena un trueno y empieza a diluviar sobre Atlántida.