Con modales y astucia, Mocchi le explica al recién llegado que ahora mismo no puede darle la información que necesita, pero que su amiga, con todo gusto, podrá brindársela sin problema mientras él se dispone a charlar con la diaria. El turista parece no escucharlo del todo y continúa algo perdido: “Noté que manejás. ¿Dónde me convendría estacionar?”. Mocchi le responde: “Te conviene del lado donde está el edificio, es la zona más fácil”; lo despide y arrancamos. “Mi compa siempre me dice que estoy en diez proyectos a la vez”, dice, y reconoce que a July no le falta verdad. “Puedo estar limpiando la cocina, haciendo una canción y una mesa con una sierra circular, todo a la vez. Soy ese tipo de personas”.
“Esta es mi casa, la hice yo”, cuenta con orgullo sobre su hogar, construido de madera y compensado, en Punta Rubia, muy cerca de la playa. Tiene una puerta de color blanco, una escalera hacia un altillo, y una generosa entrada de tablones al sol.
Mocchi parece haber encontrado su lugar en el mundo, luego de varias vidas y muchísimos viajes. Después de su historia en México, con cárcel incluida, de los titulares en portales extranjeros con su nombre junto al de Paul McCartney, y de la banda de seguidores que encontró en los lugares más escondidos de Argentina, le pasaron otro montón de cosas: Actuó en el Solís, llegó a su disco número cuatro y le puso 1990 –el año de su nacimiento– cambió sus lentes y espantó fantasmas alrededor de sus canciones, entre otras.
En tu canción “Hora puente” decís: “A veces canto yo, a veces el camino”. Nunca te quedaste demasiado tiempo en un lugar.
Creo que las canciones tienen que estar empapadas de ese movimiento. En mi caso, a veces lo hice por necesidad. También porque soy una persona muy ansiosa, no puedo parar, y eso inevitablemente afecta la obra. Tengo canciones que parece que no están terminadas, y la verdad es que no están terminadas, pero las muestro igual. Siempre estoy haciendo muchas cosas y no puedo evitar distraerme.
Alguien ansioso podría quedarse dando vueltas en el mismo barrio, pero vos viajaste pila.
Me empezaron a gustar los viajes a partir de la experiencia de viajar. Antes de empezar a hacer música no sabía lo que era y no pensaba en eso, pero cuando arranqué, con cada lugar al que llegaba piraba en colores. Eso se transformó en una energía medio adictiva: llegás a un pueblo hermoso donde hay gente que nunca viste y que canta tus canciones –cosa que nunca me imaginé– y sentís el efecto de una falopa del ego. Hay que reconocerlo. Te cierra por todos lados el plan; pensás: “Quiero hacer esto toda la vida”.
La velocidad del paisaje, tu primer disco, va a cumplir diez años en 2023. ¿Lo ves muy lejano?
Sí. Lo veo muy lejano porque cuando edité ese disco hacía mucho tiempo que esas canciones existían. Me decís diez años y digo: “¡Qué loco que sean sólo diez años!”. En todo ese tiempo, hasta ahora, cambió un montón mi forma de componer, mi voz, y también cambió quién soy, en muchos aspectos, no sólo por mi transformación de género, sino por todo lo que he crecido y transitado. En algunas cosas siento que evolucioné, mientras que en otras, seguro que involucioné. De todas formas, es un disco que me sigue representando y lo seguirá haciendo, pero es una foto de aquel momento.
Hay tres temáticas, que podrían ser una sola, que siempre vuelven en cada uno de tus discos: el tiempo, el olvido y la memoria. ¿Es parte de tu poética? ¿También es una obsesión personal?
Me obsesiono mucho con las cosas, y es posible que esas tres sean parte de mis obsesiones. Creo que tienen que ver con cosas que me duelen. Esa debe ser la razón.
En tus canciones también hacés referencia a la sensación de haber vivido la vida de otros.
Y creo que algo de eso es lo que más me gusta hacer. Más que cantar, más que escribir, más que todo, me gusta poder conectar. Mi trastorno de ansiedad también me genera un exceso de empatía. Fui aprendiendo a lidiar con eso, porque te encontrás la empatía en lugares en los que no te imaginás. Al principio, cuando veía a alguien llorando por una canción mía en un concierto, podía pasar por lugares muy de mierda, desde sentir arrogancia hasta subestimar los sentimientos o mis propias canciones. Hasta que llegué al lugar en donde estoy ahora, que es el que me gusta y el que me hace bien. Pienso: “Yo hago canciones que podría haber escrito cualquiera”. Por eso a la gente le pasan esas cosas, porque no estoy cantando nada rebuscado o que nadie haya dicho. Ahí creo que encontré la receta de la empatía. Hago canciones para mí y las muestro porque sé que el resto es como yo.
Yo sé que el espacio del show, con mi público, es un lugar seguro. Si cantara otra cosa, capaz que tendría que estar cuidándome. La relación que tengo con la gente que me sigue es increíble. En Montevideo tenemos un grupo de Whatsapp, por ejemplo. Una vuelta estábamos con un amigo y le digo: “Michi, después del Solís, siento que estoy cayendo en un bajón, necesito estar más en contacto con la gente”, y me dijo: “Invitalos a todos, deciles que vengan para acá”. Mandé la invitación al grupo y al otro día había ocho autos en la puerta de casa y los que vinieron se quedaron a dormir.
¿Cuántos integrantes tiene ese grupo?
185, creo.
La primera vez que hablamos, en 2014, me habías contado que cuando empezaste a hacer shows te costaba mucho enfrentar al público. Cuando te vi en el Solís pensé: “¿Cómo habrá hecho?”.
Zarpado. Hace poco que lo puedo hacer. Todo es hace poco. Cuando tocábamos con Fede de los Santos [guitarrista y periodista de la diaria, fallecido en 2016] en el grupo La Precaria Sociedad, él me decía: “Bo, no puede ser que toques una hora y media mirando al baterista, ¿qué onda?”. Yo cantaba y miraba para atrás; es más, decíamos que nuestras canciones eran de otras personas. No quería que nadie supiera que eran mías. Cuando me preguntaban respondía: “Son de un pibe. Pedro, se llama”.
Con el tiempo te das cuenta de que la gente no te está mirando a vos, que va a tu show para emocionarse, para mirar hacia adentro o a encontrarse con el de al lado, o para ver si la mamá llora. Los que van a ver a Lali Espósito seguro están buscando un lugar para bailar y pasarla bien. Quienes tenemos algo para decir –y nuestro único objetivo es decir y no entretener– nos encontramos con otro tipo de público.
Cuando vos mirás y conectás con el otro, te convertís en parte de eso que le está pasando a la gente. Por eso, cuando toco siempre me bajo del escenario, porque yo también fui a ese lugar para encontrarme con la gente. De repente me detengo un segundo y pienso: “¡Qué carajo, mirá lo que logramos juntos!”.
¿Seguís componiendo como si te fueras a morir al otro día?
Hace poco volví a hacer ese ejercicio con una canción que compuse. Me dije: “Capaz que estoy bastante bien y ya no me funciona”. Se llama “Hoy perdí”, todavía no la mostré ni nada. Es larguísima y está bastante linkeada con la posibilidad de morir.
¿Qué otras formas de componer encontraste?
Últimamente estoy escribiendo primero la letra y flasheando la música después. Es algo nuevo para mí. La primera canción que hice así es “La música es distinta”, que está en el último disco que edité [1990]. La escribí en el celular mientras esperaba para hacer un trámite en el banco.
Estaba pendiente de que no pasara mi número, escribía, y de repente vino el de seguridad y me pidió que no usara el teléfono y yo tipo: “La puta madre, no quiero perder esta data”. Después de esa vinieron varias que arrancaron con la escritura.
También comencé a pedir ayuda. Siento que no tengo tantos recursos musicales nuevos. Paso tocando y entonces no aprendo música. Por ahí le pregunto a Papina [De Palma] o a otros amigues: “Che, ¿qué se te ocurre acá?”. Por ahí lo que va en un momento de la canción es un Do mayor, y quizás vos ni pensaste en ese acorde, en tu estructura compositiva no estaba esa posibilidad. También hice varias letras que musicalizó [la artista argentina] Maca Mona Mu. Con ella compusimos “1990”, la canción que da nombre al disco. La hicimos en siete minutos. Ella tocando el piano y yo escribiendo, con el lápiz arriba del piano, la sacamos enseguida.
¿Cómo es tu relación con el tango? Tu música tiene algo de ese género.
Mi abuela escuchaba muchos tangos y boleros. Creo que viene por ahí. La primera canción que canté en mi vida, en mi primer show, fue la versión de Adriana Varela de “Milongón del Guruyú” [composición de Roberto Darvin]. Tenía ocho años y la canté subida a un cajón de birra. De ahí viene toda la impronta tanguera. También de escuchar mucha radio, de grabar canciones y repetir lo que aprendía. Muchas veces me quedaba en Radio Clarín.
¿“Sabrás” la escribiste pensando en alguien en particular?
Sí, la hice pensando en alguien. Tal vez ni se lo imagina. Después del show de Paul McCartney [en 2014 fue su telonero en el estadio Centenario] me agarró una especie de fobia a la prensa y al negocio de la música en general, porque se dijeron un montón de cosas de mí, pero muy pocas sobre mi música. En ese momento escribí en mi cuenta de Facebook: “Donde quieran voy y toco”. Tenía muy presente algo que me había dicho un baterista en Nueva York. Era algo así como: “El día que yo no toco es un día perdido. Por eso voy por 20 dólares o por 2.000”. Me propuse hacer lo mismo. Había renunciado a mi trabajo estable, y de repente recibo un mensaje de una loca de Córdoba que me invitaba a ir para allá y arranqué.
Esa vez, antes del show, un periodista local me hizo una nota. Llevaba vendidas dos entradas. Yo ya venía muy enojada con todos ustedes. En los primeros 15 minutos de lo único que habló fue de Paul McCartney, entonces le dije: “Flaco, vos sos un gil. Hace dos días que estoy sin dormir, vine manejando de Uruguay para llegar hasta acá. ¿Escuchaste mis canciones, al menos?” La nota generó gran revuelo y el show se llenó.
La gente que estaba escuchando la radio quería saber quién era la persona que había mandado a cagar al tipo este, que, además, todo el mundo pensaba que era un gil. En ese show conocí a Agustina, que me felicitó por lo que había hecho y me invitó a volver a Córdoba. Yo le dije que sí, pero que no quería que me pasara algo así de vuelta. Entonces, me organizó un concierto en su casa. Fuimos con mi banda; económica y amorosamente nos fue mejor. Ese fue el detonante de un montón de shows y de una gira que todavía no terminó, que hago en las casas de gente de mi público cada vez que cuadra. Son más los lugares que recorrí yendo a tocar en casas que en salas convencionales.
Así conocí casi toda Argentina y se generó una red donde el poder popular es tan grande que, a esta altura, muchos artistas y productores tenemos la suerte de poder decir: “Che, mirá que Fulanito va a andar por allá”. Somos unos cuantos los que viajamos, tocamos y nos cruzamos todo el tiempo en ese circuito no convencional.
¿Cuándo y cómo dejaste de usar tu nombre, Luciana? ¿Fue una decisión?
Sí, claramente fue una decisión. En realidad, yo jamás fui Luciana. En ningún ámbito de la vida. Nunca nadie me dijo Luciana. Esa es la verdad. El problema fue que cuando me puse a hacer un disco me dijeron: “¿Cómo se llama el proyecto?”. Y la única posibilidad conocida, dentro de lo que me habían dicho que era la identidad, era el nombre de mi documento. Después me quise morir, porque nunca me identifiqué con ese nombre.
Si voy caminando por la calle y alguien grita Luciana, yo no me doy vuelta. Sé que esa persona sólo conoce mi primer disco, no me conoce a mí, y ya sé que no es alguien de mi entorno.
Ni mi mamá me decía Luciana. Siempre fui Mocchi, o Pitu, Enana, Enano, o cualquier otra cosa. Ahora, por un tema de construcción de mi propia identidad, no se trata sólo de que nunca me dijeron Luciana, sino de que tampoco quiero que me digan así, porque es un nombre con el que no me identifico, además de que hoy existe un montón de activismo que me permite darme cuenta de otras cosas que tampoco me identifican.
¿Qué otra cosa te obsesiona ahora?
Estoy cada vez más obsesionado con cambiar el mundo. La música es una herramienta muy poderosa, pero el objetivo es otro: que la gente se encuentre, que se quiera, que la que se odia se lo diga en la cara. Cuando sabés que hay un grupo de gente al que le pasan las mismas cosas que a vos, te sentís menos solo. A veces me escribe alguien y me dice: “Che, me enteré en qué andás, a mí está pasando algo parecido”. Y bueno, vamos a juntarnos. Creo que ese es el camino.
Mocchi se presenta hoy a las 21.00 en el Teatro de Verano de La Paloma, Rocha (Parque Andresito). Entradas a $ 870 en Redtickets.