Casi todas las afirmaciones y opiniones de Alfred Hitchcock acerca de su trabajo en cine se encuentran en el libro de François Truffaut que recoge las conversaciones que ambos llevaron adelante en Hollywood a lo largo de varios días de agosto de 1955.
En el capítulo que aborda Extraños en un tren, la conversación dice:
Hitchcock: Volvemos a la filosofía del “run for cover”. Strangers on a Train no es un film que me propusieran, sino una novela que yo elegí. Era un buen material para mí.
Truffaut: La he leído, es una buena novela, pero probablemente muy difícil de adaptar.
Hitchcock: En efecto, y esto nos lleva a plantear otra cuestión: nunca he trabajado bien cuando he colaborado con un escritor especializado como yo en el misterio, el thriller o el suspense.
Truffaut: En este caso, Raymond Chandler.
La habilidad de Hitchcock para escabullirse es notable. Truffaut plantea el centro del asunto: la dificultad del texto de Patricia Highsmith a la hora de su trasposición al cine; Hitchcock elude el problema y trae a colación a Chandler, uno de los autores del guion y famoso alborotador de los departamentos de guiones de Hollywood. En toda la conversación el director no deja escapar del cerco de sus dientes, ni una sola vez, el nombre de la autora del libro, en una clásica y desagradable acción de ninguneo. La novela Extraños en un tren es ahijada de Crimen y castigo, por cuyo autor, Fiódor Dostoyevski, Highsmith tenía un aprecio especial: en ambos el peso íntimo de la culpa termina condenando al protagonista. La autora no calificó a su libro, cuando lo presentó a una editorial, como perteneciente al género policial, aunque tampoco se negó a que los editores así lo hicieran. Tenía 28 años y quería empezar de una vez su carrera profesional en la escritura.
La historia cuenta que Guy Haines, un arquitecto en el comienzo prometedor de su carrera profesional, en un viaje en tren para encontrarse con su esposa para tratar de obtener el divorcio, se cruza con un heredero caprichoso y alcohólico, Charles Bruno, que le propone intercambiar asesinatos: él mataría a la esposa de Guy, y Guy mataría al padre de Charles. Como no se conocían antes de cruzarse azarosamente en el tren, la Policía no podría relacionarlos con los crímenes. Guy no quiere saber nada del asunto, pero Bruno, de todas maneras, mata a su esposa. Luego de grandes tormentos morales, perseguido constantemente por Bruno y en un estado de desequilibrio emocional insostenible, Guy mata al padre de Bruno, lo cual, lejos de terminar el vínculo con el otro, sólo redobla el acoso y ahonda la culpa. Finalmente, Guy confiesa todo.
Hitchcock tomó del libro sólo la premisa: el intercambio de asesinatos. Fiel a su idea del cine como mero dispositivo de captura de la atención, decidió cambiar el ambiente social del protagonista, suprimir el asesinato del padre de Bruno e invertir el final de la historia. Extraños en un tren es, como la enorme mayoría de las películas de Hitchcock, entretenida, organizada en torno a una idea clara y potente y notablemente superficial. Tiene, además, los problemas técnicos usuales en el director, siempre muy arriesgado en el uso de los medios disponibles en su tiempo. La torpe escena final con la calesita acelerada es visualmente tan inaceptable como las caídas en Vértigo y La ventana indiscreta, los planos fijos de Tippi Hedren mirando cómo avanza el fuego en la estación de servicio en Los pájaros, el descontrol de tiempo en el choque del avión con el camión tanque en Intriga internacional o los paisajes en miniatura de La dama desaparece, por nombrar apenas algunas de sus aventuras con efectos especiales.
La dificultad de adaptación a la que se refería Truffaut está en la profundidad del examen de personajes que hace Patricia. La novela, escrita en tercera persona, oscila entre los puntos de vista de Guy, el protagonista, y Bruno, su antagonista. Asume un estilo indirecto libre para dar cuenta de los pensamientos de Guy, pero no entra en la mente de Bruno, aunque describe, en ocasiones, sus emociones. Este diseño narrativo le permite a la autora hundirse en los recuerdos, los planes y los remordimientos de Guy, y al mismo tiempo impide al lector empatizar con el psicópata.
La dupla Guy-Bruno puede representar el punto de vista de Highsmith con respecto a la homosexualidad en aquella etapa de su vida. Si bien sus experiencias eróticas habían sido mayoritariamente homosexuales, tenía la idea —dominante en aquellos años— de que la suya era una conducta patológica, y de hecho había hecho consultas con una psiquiatra para intentar un tratamiento. El libro construye el vínculo entre Guy (que quizá representa la tendencia heterosexual de Highsmith) y Bruno (su lado homosexual) como polaridades del bien y el mal. Bruno es un psicópata alcohólico que está enamorado de Guy. Guy, por otra parte, teme estar enamorado de Bruno y lo carcome la culpa. Cuando Highsmith se enteró de que el libro se publicaría, salió a festejar con quien en ese momento era su novio, Marc Brandel (que le sugirió el título de la novela), y pusieron fecha para casarse.
La idea de Highsmith de intercambiar crímenes permite poner a prueba la hipótesis de que dentro de cada persona hay un núcleo de malignidad que saldrá a luz si se dan las circunstancias adecuadas. Para Hitchcock todo se reduce a poner en juego una nueva versión del “crimen perfecto”. En el libro, Guy se hunde en un infierno de culpa; en la película, Guy es un perfecto hombrecito lleno de buenas cualidades, injustamente caído en las redes de un psicópata; pero como buen muñeco de Hollywood, gracias a su presencia de ánimo, sus nobles sentimientos y su bella familia, logra vencer al Mal.
El libro se publicó en 1950, el año en que el senador Joseph McCarthy lanzaba su caza de brujas. Highsmith había estado afiliada al Partido Comunista de Estados Unidos, y además era lesbiana, dos pecados (la homosexualidad, además, era un delito) que podrían acarrearle problemas muy serios. En el libro, el suspenso es una representación de la angustia, que en el caso de Highsmith no tenía que ver con la culpa, sino más bien con su falta de culpa por ser quien era en un ambiente social infectado por incontables culpabilidades. Con el libro aún en la imprenta se fue a Europa a intentar escapar del ambiente sofocante de Estados Unidos y abandonó para siempre la idea de “curar” su homosexualidad. De hecho, en ese momento estaba terminando El precio de la sal, su segunda novela, una historia de amor entre mujeres que se publicó con seudónimo y que mucho después se volvería a publicar, esta vez con el título de Carol y su propio nombre como autora.
Angustias y desvíos
La película está construida en torno a una sucesión de secuencias de suspenso. Por ejemplo, en un montaje en paralelo entre las escenas de un partido de tenis de Guy y la ida de Bruno al lugar del crimen a plantar una prueba incriminatoria, este pierde la prueba —un encendedor que pertenece a Guy y que cae en una boca de alcantarilla— y se demora interminablemente en la banalidad de alcanzarlo con las puntas de los dedos. Hitchcock a pleno: situaciones creadas con la única finalidad de mantener interesado al espectador. La angustia, en el film, reside en la eventualidad de que los relojes tengan cuerda suficiente, en que los atascos del tránsito puedan demorar a un taxi o en los caprichosos puntos de un partido de tenis. La angustia del libro muerde al lector en lo más íntimo de su identidad. La angustia de la película es un recurso; la del libro es su sentido.
Sobre la secuencia final, Truffaut, valientemente, dice: “Me molesta un poco la secuencia final en la calesita desbocada y, al mismo tiempo, comprendo que necesitaba una escena de paroxismo”.
Nuevamente Hitchcock hace una de sus fintas para evitar referirse al feo efecto especial que combina trasparencias con aceleración de la velocidad, que convierte a la multitud en marionetas enloquecidas. Introduce, con su característico aikido retórico, algo que no tiene nada que ver cuando explica que el viejo que se arrastra por abajo de la calesita “arriesgó de verdad su vida”, y que si hubiera muerto cuando se filmó la toma, él nunca se lo habría perdonado. Cuando uno lee esto, el riesgo real de la filmación ocupa el lugar que se habría necesitado para explicar la torpeza de la secuencia. La maestría de Hitch: manipular la atención del espectador de sus películas y del lector de sus reportajes.
Esta estrategia de desvío de la atención es su procedimiento favorito para hacer avanzar la narración. Si algo hay que reconocerle a Hitchcock es su domesticación de lo inverosímil, que termina por aceptarse porque el espectador está muy solicitado por situaciones urgentes. En el final de la película no se le presta atención al disparate de que un policía dispare su arma contra la multitud en la calesita, con la finalidad de detener a un presunto delincuente, porque el tiro mata a un inocente que cae sobre una palanca que provoca la aceleración del motor de la calesita. ¿Pero desde cuándo las calesitas tienen acelerador? ¡No hay tiempo para pensar! ¡La calesita se acelera, los niños corren peligro, el asesino puede matar al héroe! Etcétera.
La habilidad manipuladora de Hitchcock era muy grande, y la mayor parte de las secuencias de sus películas están muy bien resueltas. Extraños en un tren tiene secuencias memorables, detalles de puesta en escena elegantes y precisos, y soluciones dramáticas de gran arte cinematográfico. Es una lástima que esas muestras de maestría estén al servicio de la banalidad y lo políticamente correcto.