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Ilustración: Ramiro Alonso

El desencanto

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Ser adulto significaba haber claudicado, haber renunciado a algo esencial, no a un plan o a un proyecto, sino a una verdad que nos define.

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Decía el poeta español Leopoldo María Panero que en la infancia vivimos y después sobrevivimos. Lo dice a cámara, tranquilo y sin aspavientos, en una de las escenas de la linda y algo extraña película El desencanto, documental de 1976, de Jaime Chávarri, en el que se cuenta la historia de la familia Panero.

Primero vivimos y después sobrevivimos. Durante mucho tiempo renegué de la adultez. Ser adulto significaba haber claudicado, haber renunciado a algo esencial, no a un plan o un proyecto, sino a una verdad que nos define, ese tipo de verdad que no podemos dejar de lado sin traicionarnos a nosotros mismos.

Recuerdo ahora a una compañera de liceo diciéndome una tarde, tranquila y sin aspavientos, como Panero, que ella prefería ser adulta antes que niña, y que le parecía bárbaro estar entrando en esa etapa de la vida. Yo no supe qué decirle, porque pensaba exactamente al revés, pensaba que haber salido de la niñez era lo peor que me hubiera podido pasar, y que mi vida real y verdadera acababa de terminar.

No es que no quisiera ser adulta -supe después-, es que no sabía serlo, no había aprendido a serlo, me faltaban cosas esenciales para llegar a serlo. Sin embargo, yo creí durante mucho tiempo -de hecho, estaba segura- que el no haberme convertido en adulta había sido el resultado de una libre elección. Creía haber resuelto mi problema de “entrar a la adultez”, tomando la sensata decisión de “no entrar a la adultez”. Lo había decidido. Ese era, ese sería el núcleo de mi personalidad, lo que me distinguiría del resto, lo que me haría especial.

Ilusa de mí. Se trataba, en realidad, de una incapacidad. No podés ser adulta, decían las estrellas a lo lejos (y los pájaros, y los árboles, y hasta los niños que se acercaban a hablarme). Aunque quisieras, no podés, no podrías. Los libros que leía por aquella época me regocijaban de un modo especial porque me lo confirmaban, apoyaban mis oscuras teorías –los adultos eran personas hechas, es decir, deshechas-. Imaginen a un joven asomándose al mundo, imagínenlo sin lo necesario para entrar en la siguiente etapa de su vida, ¿qué caminos le quedan? Si no está lo suficientemente loco, sólo le queda la apatía, la depresión y la melancolía. ¿Para qué hacer algo?, ¿para qué hacerlo en un mundo condenado a la autodestrucción? El joven se da por vencido en el mismo momento en que debería empezar a hacerse cargo de su propia vida. Con suerte podrá ayudarlo un arte, un deporte, o entregar su tiempo a cualquier obsesión edificante.

El miedo y la incapacidad para proyectarse, para verse de algún modo en el futuro, lo empuja hacia el abismo. No debería sorprendernos que parte de los adolescentes y los jóvenes de nuestra sociedad tengan problemas de salud mental, se hagan adictos a algo o, en el peor de los casos, intenten -y logren- quitarse la vida. No debería sorprendernos tanto. Son muchos los factores en juego, es verdad. Pero si es cierto que no podemos responsabilizar por completo al mundo (la sociedad, el sistema), también es cierto que no podemos quitarle su responsabilidad por completo.

En mi caso, cuando veía a los adultos, pensaba que me había librado de una vida mediocre y falsa. Lo que no sabía era que esta forma de ver las cosas escondía de manera bastante eficaz el intenso dolor por mi incapacidad. Y esto lo supe también después. Sentía una profunda, una dolorosa nostalgia por los adultos. Recuerdo mirarlos, observarlos con mi lupa de niña primero, y de adolescente después. Recuerdo creer adivinar sus dramas escondidos, sospechar sus luchas, sus desdenes, sus sueños postergados (ah, los sueños postergados). Y recuerdo intuir también, mientras los miraba desde aquella extraña lejanía, que había allí algo completamente inalcanzable, algo que se me escapaba en ese momento, y que se me escaparía siempre.

Eso era lo que sentía entonces. Y a medida que fui creciendo, esa sensación fue tomando la forma de una certeza, y aquello que antes era sólo una probabilidad, se convertía en un hecho. Nunca sería adulta, mi nostalgia estaba justificada, siempre sería esa cosa intermedia, un proyecto que no se concretó, algo que era dejado allí, a mitad de camino, abandonado. Sólo me quedaba sobrevivir. Llevar adelante, como pudiese, la difícil tarea de estar viva.

Por eso, cuando Leopoldo María Panero se señala a sí mismo como un mero sobreviviente, y con él a toda la humanidad adulta, siento esa punzada que sobreviene siempre a toda imagen que uno interpreta -o interpretó en algún momento- como verdadera. Sólo viví realmente mientras fui niña, pienso, ratifico, y agradezco al poeta el darme su consentimiento. Me enorgullezco (ilusa de mí). Esa es mi filiación, pienso, mi círculo de hermandad, la de los que nunca entendieron cómo era que había que hacer, qué era lo que había que hacer, cuándo, dónde, por qué y para qué. Un proyecto que se interrumpió (necios, invisibles), nosotros, el recuerdo lejano, brumoso, de algo que nunca sucedió.

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