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La película Naufragios: angustias, encuentros y superaciones en la costa rochense

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Ambiente e historia en tensión.

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Ambientar una película en un balneario fuera de temporada es, a esta altura, un cliché del cine rioplatense. Tiene motivaciones fuertes: las playas medio desoladas de la región se prestan a generar un clima que funciona como expresión lírica de algunos estados del espíritu (soledad, aislamiento, libertad, desprotección); suscita identificaciones entre espectadores que vivieron varias de sus grandes experiencias emotivas en escapadas a ese tipo de escenarios; y, sobre todo, es un ámbito que simplifica aspectos de la producción cuando no se dispone de muchos recursos económicos.

La directora argentina Vanina Spataro capta, quizá en forma más precisa que la mayoría de sus pares uruguayos, el clima ventoso, despoblado y fresco de las playas rochenses cuando están casi vacías de gente, genera algunos planos interesantes en que riman el paisaje fotográfico con su versión pintada en los óleos que hace uno de sus personajes, y construye un bonito motivo visual con la caseta del guardavidas.

Con respecto a lo anecdótico, Maite llega desde Buenos Aires a la playa del Desplayado (cerca de La Pedrera), para ocupar durante un tiempo indeterminado la casita de una pariente. Por su expresión constantemente angustiada, bordeando la antipatía, no cuesta adivinar, y pronto se confirma, que sufrió una desilusión. En cuanto llega, pese a sus ansias de quedar a solas con ella misma, traba contacto con las pocas personas que viven allí todo el año. Es curioso, porque, con dos excepciones, van a ser los únicos seres humanos que veremos en toda la película: un hombre maduro que se pasa todo el día en la playa pintando marinas y pescando; una médica extrovertida y empeñada en “extroverter” a los demás; una mujer que trabaja limpiando casas y cuida de su marido gravemente enfermo (que queda como un personaje fuera de campo); el guardavidas que también vino de Buenos Aires pero se quedó a vivir.

Tras la tranquilidad de esas vidas sin estrés, con mucha libertad y tiempo libre, constatamos que cada uno de ellos trae heridas del pasado, y ninguno parece muy realizado que digamos. Conforman una casi familia: acuden unos a otros por cualquier dificultad, tienen a quien hacer sus confesiones, reciben y dan consejos, se hacen compañía. Pese a la hosquedad inicial, Maite rápidamente se integra al grupo. Esa contención mutua no llega a borrar los conflictos, y podemos asumir que los naufragios del título son metafóricos, referidos a las vidas de cada uno de esos personajes. Pero tenemos también los restos de un naufragio literal, cuando Dami encuentra la boya de un barco que se hundió hace medio siglo. Luego tenemos otro naufragio aparente, cuando encuentran en la playa a un hombre vestido de marino y con amnesia. Y la ambientación de casi toda la película en esa playa, con un núcleo limitado de personas, tiene su parecido con la de náufragos en una isla.

Hay historias que buscan una película, y si tienen suerte, la encuentran. Más complicado es el caso de esta, que es como una película en busca de una historia. Hubiera podido no buscarla, y entonces sería algo menos clásico, que se conformaría con el pasar del tiempo naturalista, o con juegos formales, o con la poética de la yuxtaposición de momentos. Pero en este caso, está como en una incómoda mitad de camino: se nota el esfuerzo por generar puntos dramáticos y, al final, resolverlos, pero al mismo tiempo parece haber cierto pudor en armar propiamente un melodrama coherente, o en terminar de asumir la estructura obviamente teatral del planteo (seis personajes en un espacio delimitado, y las escenas alternando distintas combinaciones entre ellos, en diálogos casi siempre dos a dos, con unos pocos ensambles).

Entonces Lola, que no parece tener mucha suerte con su vida sexual, deposita sus expectativas en el seudo-marino alcohólico, merquero y violento, pero luego, sin más consecuencia, él desaparece del panorama. Adriana dice llorando que ya no quiere acostarse con Esteban, y a él esto no parece importarle demasiado. Dami obviamente piensa en acostarse con Maite, porque es la única chica veinteañera a kilómetros a la redonda, y además es linda, pero ella no le da pelota. Luego sí le da pelota, y luego ya no le da. Todo eso está vertido en unas escenas planteadas en forma un poco indecisa, con diálogos que parecen improvisados (si no los improvisaron los actores, lo hicieron los guionistas). Un ejemplo:

—Tomá. Te traje esto.
—¿Qué trajiste?
—No sé, para ver si [el marino] se acuerda de algo.
—¡Ah, pero vos te creés que la gente se cura la amnesia en un segundo...
—No sé, ni idea.
—Ah. Bueno.
(Breve espera.)
—¿Tas bien vos?
—Sí. Gracias.
—De nada. Cualquier cosa me llamás...

Frente a eso, la música (que es bastante linda en lo puramente musical) queda como un intento de enfatizar cosas que alevosamente no están, y parece la explicitación de algo que ni siquiera está, con sus climas de ternura, de joda medio bufa o de “acá se dio una epifanía”. El desenlace mismo es un poco forzado, porque parece resolver la película con un componente tipo “liberación” y “rumbo al futuro” (al menos para tres de los personajes) que no deriva en forma plausible de las experiencias mostradas en la película.

Me quedó la impresión de una película un poco prematura, que hubiera merecido una elaboración mayor del guion e incluso de aspectos de la realización (uno se pregunta, por ejemplo, si el plano final con la boya tiene el efecto que parece haber pretendido tener).

Naufragios, dirigida por Vanina Spataro. Con Sofía Palomino, Alfonso Tort, Maiamar Abrodos. Argentina / Uruguay, 2024. En Cinemateca, Sala B, Torre de los Profesionales, Movie Montevideo.

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