En 1984 Jim Jarmusch pudo concretar su primer largo profesional, Extraños en el paraíso, gracias a que Wim Wenders lo apadrinó, regalándole varias latas de negativo en blanco y negro sobrantes de su película El estado de las cosas (1982). La afinidad de Jarmusch con el Wenders de aquella época era evidente, entre otras cosas, en la afición de ambos por el japonés Yasujiro Ozu, homenajeado en una escena de Extraños en el paraíso. Wenders pronto homenajearía a Ozu y a la ciudad de Tokio en su histórico documental Tokyo-ga (1985), que incluía una sentida entrevista con el actor preferido del japonés, Chishu Ryu.
Desde que Wenders descubrió un gusto por extensos diálogos melodramáticos en la escena-clímax de Paris, Texas (1984) sus ficciones tendieron rápidamente a resbalarse hacia cierta cursilería de afán “poético”, al inicio celebrado por muchos (Alas del deseo, 1987), pero pronto ignorado por casi todo el mundo. Su carrera se mantuvo en pie gracias a sus documentales, mientras que casi nadie recuerda sus ficciones recientes.
Es interesante que la clave para este, su nuevo largo de ficción, ampliamente reconocido como una nueva obra maestra, esté en una película de Jarmusch, Paterson (2016), de la que toma buena parte del tono y de la forma: el cotidiano de un trabajador (chofer de ómnibus en Jarmusch, limpiador de baños en Wenders) que encuentra encanto en pequeñas cosas de la vida que están al alcance de cualquiera, y que la película nos transmite con desapegada fascinación.
Ozu también está presente en Días perfectos: la película se ubica en Tokio y el personaje principal se llama Hirayama, al igual que los protagonistas (todos interpretados por Chishu Ryu) de al menos tres películas del director nipón, incluídas la más famosa (Cuentos de Tokio, 1953) y su última, Una tarde de otoño (1962). Al igual que los Hirayama de Ozu, el de Wenders vive en una casa japonesa de corte semitradicional, con tatami, escalera y pasillos apretados.
Pequeños polos dramáticos
Hirayama es un sesentón solitario y taciturno. Se levanta todos los días de madrugada, riega sus plantitas y toma su camioneta para recorrer los baños que debe mantener limpios, todos ubicados en parques o plazas. A la hora del almuerzo, se sienta en un parque a comer la vianda y disfrutar del aire libre. Su turno termina a media tarde, y entonces hace el recorrido en bicicleta para bañarse en un local público, y luego cena en un pequeño bar en una estación de subte. Lee un poco en el colchón antes de dormir, y al día siguiente sigue la misma rutina. Los fines de semana hace paseos más largos en bicicleta y frecuenta una librería donde puede comprar libros usados a 100 yenes (unos 25 pesos). La película sigue esa rutina durante un par de semanas.
Hay dos grandes clases de atractivos en la película. Una está en la rutina misma y la manera en que, a través de ella, nos muestra a Hirayama. Pese a que limpiar letrinas suele ser encarado como una tarea denigrante, con la que, típicamente, los sargentos severos castigan a los reclutas traviesos en las películas de marines, Hirayama asume su rol con diligencia. No sólo se empeña en dejarlos impecables y parece tener armados esquemas e instrumentos para lograrlo, sino que también asume el protocolo de que lo suyo tiene que ser un trabajo invisible, que no intervenga con la intimidad de los usuarios: en cuanto entra alguno que necesita usar el baño, recoge rápidamente sus cosas y espera afuera, de espaldas. Parece tomar ese protocolo como un respeto básico, no como una humillación servil.
En los trayectos en camioneta, Hirayama escucha canciones (siempre grandes clásicos rockeros de los años 60 y 70: de The Animals, The Velvet Underground, Otis Redding, Patti Smith, The Rolling Stones, The Kinks, Van Morrison y Nina Simone). Es curioso ver esos temas que hablan de Nueva Orleans o de Frisco Bay aplicados a imágenes de Tokio. Hay también una única canción japonesa, la preciosa “Aoi sakana”, de Sachiko Kanenobu, una compositora más o menos de la generación de los antedichos y fuertemente influida por el folk-rock de 1970. En una ocasión en que le toca llevar en su camioneta a su asistente Takashi, a Hirayama lo incomoda que el muchacho hable tanto y no ponga la atención debida en las canciones.
En los almuerzos al aire libre, muchas veces coincide con una muchacha tímida, a la que saluda también tímidamente. En uno de los baños, Hirayama descubre un papel con una primera jugada de tatetí, y a partir de ahí cada día contribuye con su propia jugada, llevando adelante ese ínfimo contacto con un usuario cuyo rostro no verá nunca. El bar donde cena es atendido por un hombre extrovertido, que dice que “a los equipos deportivos y a las religiones hay que respetarlas”.
Vemos unos paisajes de Tokio preciosos, que van de esos viaductos en varios pisos rodeados de rascacielos hasta los amplios espacios alrededor del río Sumida y barrios más humildes de construcciones bajas. Durante las noches, Hirayama sueña (unos breves montajes en un blanco y negro espléndido, que en la ficha técnica están aludidos como instalaciones fotográficas y fueron realizados por Donata Wenders, esposa del director).
Aparte de esos elementos cotidianos, hay excepciones que, en esta película sin una línea anecdótica central, funcionan como pequeños polos dramáticos. Un niño se perdió (pronto se reencuentra con su madre). El tonto de Takashi se enamoró de una muchacha preciosa pero la sensibilidad de ella —mucho más afín a la de Hirayama— no deja vislumbrar un gran futuro en ese vínculo. La mujer que atiende un bar acepta cantar en el karaoke local una versión japonesa de “House of the Rising Sun”. La sobrina de Hirayama cae sin aviso a pasar unos días en su casa, escapada de la madre, hermana de Hirayama. Una charla casual con un hombre que se dice enfermo terminal de cáncer termina con un animado juego de tipo infantil en que uno intenta pisar la sombra del otro.
Ninguna de esas minihistorias se prolonga o se resuelve. No sabremos, y no parece importar, cómo fue que Hirayama, cuya hermana es obviamente opulenta, terminó como limpiador de baños, si supo estar casado, o qué. No hay un pasado, como sí había en Paris, Texas, en que descubrimos que el protagonista se convirtió en vagabundo luego del colapso de su matrimonio. Hirayama es como es porque es como es.
Anti Amélie
Hasta hace poco estaba de moda en el cine europeo un esquema de personajes solitarios como Hirayama, que de pronto se encontraban unos con otros y pasaban a disfrutar de la alegría y consuelo de la compañía y la amistad. El prototipo de este esquema fue Amélie, de Jean-Pierre Jeunet (2001). Esta película de Wenders es casi lo opuesto. Es una muestra conmovedora de cómo una persona sensible y despojada de pretensiones y vanidades puede disfrutar de los muchos atractivos sencillos que brinda la vida y llevarla desde esa quieta satisfacción, sin rechazar pero también sin requerir con ansiedad la legitimación de la presencia de un otro.
Por supuesto, estos atractivos están descriptos desde la sensibilidad de un veterano como Wenders: las canciones de su generación (escuchadas en casete), los libros de papel, la fotografía en fílmico, escritores como Patricia Highsmith, William Faulkner y Aya Koda, recorridos en auto y bicicleta –es decir, totalmente por fuera del mundo digital–.
Hay algo muy zen en esa actitud, quizá incluso más zen que el propio Ozu, cuyos personajes parecían vivir en función de los vínculos familiares y de las instituciones sociales, mientras que Hirayama es como esos monjes que “se retiraron del mundo”, sólo que lo hace en el mundo.
Los espectadores impacientes que se levantan de sus asientos en cuanto empiezan los créditos se perderán un detalle precioso. Al final tenemos una imagen en blanco y negro de la sombra de hojas agitándose, con la misma textura visual de las instalaciones/sueños, y el letrero: “Komorebi es la palabra japonesa que designa el resplandor de luces y sombras que crean las hojas al mecerse con el viento. Sólo existe una vez, en ese momento”. Los objetos de contemplación de esta película son menos sutiles que esas trepidaciones de sombras, pero la postura estética y vital es la misma: apreciar esos pequeños gestos, las distintas configuraciones de las mismas rutinas y de sus muchas excepciones irrepetibles.
Así como algunas películas experimentales minimalistas nos forzaban nuevas maneras de ver que repercutían en nuestra manera de mirar el mundo, películas como esta hacen lo mismo en forma menos demandante de paciencia y concentración, pero quizá igualmente eficaz: uno sale de Días perfectos mirando distinto al entorno, a las personas, a los árboles, a los baños.
Banal y sublime
El título de la película deriva de “Perfect day”, de Lou Reed, que también escuchamos en uno de los paseos. Es un título que implica toda una actitud, que hace pensar en John Cage cuando le preguntaron si no había demasiado sufrimiento en el mundo y él contestó que no, que había “la cantidad justa”. Es una actitud de aceptación y de disposición abierta a la belleza del mundo, incluso la belleza de los elementos de sufrimiento que se adivinan y que son imposibles de eliminar. Y es la actitud también de contribuir al mundo desempeñando bien sus tareas, regalando al entorno baños limpios, pero también prestando libros, saludando con cortesía, ayudando cuando puede a alguien cercano que lo necesita. La librera parece participar de la misma disposición en su negocio humilde de libritos usados, y siempre tiene algún breve comentario –obritas maestras de concisión y recomendación– sobre la elección del comprador. Es una filosofía pasible de una crítica política, ya que entraña conformismo (estate contento con el lugar que te toca en el mundo), pero también tiene una virtud política importante, porque implica disolver las jerarquías: Hirayama, el limpiador de baños, no es una persona sumisa, ya que existe por fuera del paradigma que funciona con base en la sumisión.
La fotografía del alemán Franz Lustig es muy bonita, insistiendo en unos manchones de colores tipo neón en los paisajes nocturnos, que hacen pensar en las películas de Douglas Sirk y las primeras obras de los hermanos Coen. Algunos de los recorridos por avenidas muy transitadas parecen un tributo a la famosa escena rodada en Tokio de Solaris (1971), de Andrey Tarkovsky.
Los orígenes de esta película no podían ser más banales. Wenders fue contratado por el gobierno de Tokio para hacer una película promocionando el Tokyo Toilet Project, por el cual 16 baños públicos ubicados en plazas de la municipalidad de Shibuya fueron especialmente rediseñados por otros tantos arquitectos-artistas. Tenía el presupuesto para un muy buen cortometraje documental, pero usando el ingenio (y supongo que algún insumo adicional) logró rodar esta ficción en tan sólo 17 días, apenas un poco más que la cantidad de jornadas contenidas en la historia. En la realidad, como en la ficción, lo banal se convirtió en sublime.
Días perfectos (Perfect Days), dirigida por Wim Wenders. 123 minutos. Japón / Alemania, 2023. Estrena mañana en salas de cine.