Ya lo dijo David Foster Wallace: “Toda historia de amor es una historia de fantasmas”. Entre la muerte, el duelo, el desengaño y el olvido existen fantasmas de lo que fue y de lo que no fue, y específicamente estos últimos son los que más se quedan entre los vivos. La imposibilidad de realización los deja atrapados en un limbo, imposibles de ser disipados o enterrados, y hace (al menos por un tiempo –un tiempo que puede durar años, quizás toda una vida–) que uno ande esquivándolos o buscándolos como con un contador Geiger, esperando ese cjjjjj que marca la presencia de algún recuerdo o imagen radiactiva.
El cine se ha nutrido de esto, y una gran porción de sus más bellas y dolorosas historias románticas se ha dado alrededor de relaciones en las que apenas se atisba un beso, a veces ni siquiera eso: películas tan variadas como Con ánimo de amar (o cualquiera de toda la filmografía de Wong Kar Wai), Brief Encounter (David Lean, 1945), Casablanca (Michael Curtiz, 1942), La edad de la inocencia (Martin Scorsese, 1991), Ankur (Shyam Benegal, 1974), Retrato de una mujer en llamas (Celine Sciamma, 2019), La reconquista (Jonás Trueba, 2016), Carol (Todd Haynes, 2015), Her (Spike Jonze, 2013), Right Now, Wrong Then (Hong Sang Soo, 2015), Roman Holiday (William Wyler, 1953), Comrades, Almost a Love Story (Peter Chan, 1996) y una lista interminable.
El valor emocional y lacrimógeno de la película es directamente proporcional a la lejanía estoica de la curva asintótica que se traza entre los dos protagonistas: hay films en los que por más renuncia que haya, si ya hubo un beso de por medio (pongamos el ejemplo de Secreto en la montaña o Los puentes de Madison), se pierde un poco del punch trágico, aunque encuentra su manera de abrirse por otros caminos. Aun así, hay películas que, más allá de la concreción temporal del amor, contienen un elemento trágico que concentra algo que extiende su efecto de cola (pienso, por ejemplo, en el final devastador de Los amantes del círculo polar, de Julio Medem).
Lo que generan películas así es un extraño efecto en el que de alguna manera querés creer que cuando apagás el reproductor (o te vas de la sala de cine) la película sigue girando, repitiéndose de forma circular; una repetición engañosa en la que en una de esas, si uno la vuelve a ver, la cosa cambia, algo nuevo hace contrapeso, la rueda sale de su eje y aquella pareja logra reencontrarse.
Cada década tiene su Brief Encounter y si la de los 2010 fue tomada (sin posibilidad de disputa) por Retrato de una mujer en llamas, sería un poco temprano –aunque no tanto– para decir que Vidas pasadas es la gran candidata a ser la película de amor imposible de esta nueva década.
La historia es simple pero tiene unas peculiaridades que le dan cierta originalidad dentro de ese subgénero: es, por un lado, un film clásico de personajes que se pierden y reencuentran por exilios económicos y distancias geográficas: Nora (Greta Lee) a sus 12 años se ve forzada a abandonar su Seúl natal para probar suerte con su familia en Canadá; Hae Sung (Teo Yoo), su amor de la infancia, permanece en su país para continuar con todos los dictámenes del mejor vivir coreano, mientras que Nora persigue su carrera de escritora. Se vuelven a encontrar a los 24 años por redes sociales, mantienen un vínculo intenso de chats y conversaciones por Skype y la cosa se vuelve tan intensa que Nora, ante la imposibilidad de verse en mucho tiempo, decide dejar en suspenso el vínculo. El presente de la película ocurre diez años después, cuando por fin Hae Sung decide viajar a Nueva York para reencontrarla (ella ya con una carrera sólida dentro del teatro y con un norteamericano como esposo).
Una innovación narrativa
Aunque todo el mundo por razones catárticas concentra su interés en esta última parte, encuentro a la instancia intermedia, más virtual del vínculo, como la parte cinematográficamente más envolvente. Varios directores de fotografía han dicho que lo más difícil de filmar es una conversación. Por estas mismas razones, destilar la emocionalidad esencial de una charla de Skype duplica los inconvenientes, ya que no podés hacer jugar a ambos intérpretes en un mismo plano. Es, de manera forzosa, el encuentro entre dos planos, y un espacio físico vacío entre medio.
Es ahí, más que en los escenarios bucólicos de la zona de Mountak, o en el desmontaje urbano de Nueva York, donde se encuentran los mayores hallazgos de la directora Celine Song: logra captar la cadencia propia del discurso amoroso en los lags de audio, los congelamientos de imagen, la pixelación por problemas de buffer, el noise ocre y los súbitos oscurecimientos de pantalla por problemas de autocontraste de la cámara de la computadora.
Todo esto se convierte en un sutil friso de la estética del amor moderno a distancia (algo que con la pandemia –que brilla por su ausencia en el film– se terminó de consolidar como una marca de nuestros tiempos). Se encuentran ahí pausas que no se sabe si se deben a un problema de conexión o al congelamiento de una revelación, y los juegos de planos y contraplanos que se darían en cualquier película como reflejo de la escasa imaginación visual de su director se elevan a un lugar diferente.
Song logra así una especie de acercamiento a una tecnología reciente como si fuese un elemento arqueológico puro. Algo que tiene tanto del retrato de la alienación urbana de Tokyo.Sora (Hiroshi Ishikawa, 2002) como del friso de la destrucción y reconstrucción de China y sus vínculos en las películas de Jia Zhangke (pienso en Still Life, pero también en Ash is the Purest White y Mountains May Depart).
Pero después está, obviamente, el reencuentro en sí (en este caso, si son lectores/espectadores que odian los spoilers, les vendría bien terminar la lectura acá).
Travelling final
El drama social que se presenta en Vidas pasadas es el de lo que queda de vos cuando te vas a otro país. La cola del lagarto que se pierde en la huida pero nunca se regenera. Podés tratar de reencontrarte, podés hacer como un cangrejo ermitaño que usa un trozo de plástico hallado en el fondo marino para suplir su caparazón, pero siempre habrá algo radicalmente perdido, que sólo atisba a aparecer en los sueños, como el lenguaje que Nora emplea exclusivamente cuando duerme.
Cuando reconecta con Hae Sung, Nora lo encuentra demasiado coreano, cosa que la hace sentir demasiado poco coreana y a la vez un poco más coreana. Es una frase medio resbaladiza dicha entre cepilladas de dientes, pero capta a la perfección esa sensación de extrañeza con el reencuentro con las propias raíces.
Sin embargo la verdadera originalidad que se da en el film es en el face off final, tan bien implantado en el inicio cuando los vemos de lejos a ella, a su amor lejano y a su actual esposo como comentados por alguien que, al igual que nosotros, no tiene idea de quiénes son. Nora y Hae Sung hablan en coreano y su pareja escucha. Él va a clases para aprender el idioma de su esposa, pero nunca sabemos cuánto entiende de lo que están conversando; sólo por los gestos sabemos que entiende lo suficiente.
Con la escena del travelling final del film (tampoco es cuestión de dar tantos detalles) llega el momento catártico, pero acá la película revela la peculiaridad que la diferencia del resto de su género: uno podría sumirse en el dolor de la postergación y la renuncia, pero lo verdaderamente enternecedor, lo que te demuele por dentro es la dignidad de quien espera, del esposo dispuesto a entregar a su pareja a una borrasca de sensaciones sabiendo que no queda otra que sentarse en el pórtico/orilla de la casa y tratar de recoger los restos del naufragio. Un giro así, en el que, tal como dice el esposo, lo que en una narrativa común sería visto como el obstáculo hacia el amor, se vuelve la fuente más verdadera de otro tipo de amor, suprarromántico, se siente como algo nuevo, algo distinto. O quizás es que uno cambió, quién sabe.
Vidas pasadas (Past Lives). 105 minutos. En salas.