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Mariano Llinás en el Festival Internacional de Cine de Viena, el 5 de noviembre de 2018. Foto: Starpix, Apa-Picturedesk, AFP

Mariano Llinás: “El cine es bailar sobre arquitectura”

9 minutos de lectura
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El director habla sobre Clorindo Testa, su documental actualmente en cartel, y sobre una filmografía construida con recursos literarios y contra el “cine nacional” argentino.

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Mariano Llinás es posiblemente una de las figuras más revolucionarias que ha tenido el cine rioplatense en los últimos 30 años. Cuando el “nuevo cine argentino” había llegado a una suerte de canonización con Historias extraordinarias (2008), el director pateó el tablero al introducir un cine donde lo literario pasaba de fondo a figura y que asentó a la productora El Pampero como una nueva usina capaz de construir su propia idiosincrasia y universo. Luego de la gigantesca La flor (2018), Llinás empezó a incurrir en películas más pequeñas y personales –pero no por ello menos complejas– entre las que se incluye Clorindo Testa, actualmente en cartelera en Cinemateca.

Además de un documental sobre el arquitecto brutalista Clorindo Testa, esta película es un documental sobre tu padre, pero más que nada es una película sobre el pudor de un director a la hora de colocarse en pantalla y hablar sobre algo personal.

Lo que me planteo cuando aparezco en las películas, sobre todo en estas últimas tan personales, es cómo hacer para decir la verdad en una película donde está uno mismo, y es tan difícil... Cuando estás hablando de vos mismo hay algo de la verdad que puede ser demasiado peligroso o puede darse vuelta. Yo siempre sentí que hay algo dando vuelta para resolver esto, que es la ficción y la comedia, que no son exactamente lo mismo, pero en estos casos van juntas. Creo que hay una especie de idea de pensarse a uno mismo como si fuese un comediante y eso dota todo de ficción. Es una forma de llegar a cierto decoro, cierta prudencia, que es una forma de no tomarse excesivamente en serio, que es lo que pasa con directores que hacen obras muy autobiográficas.

El lugar en que te colocás en Clorindo Testa me hizo acordar a Nanni Moretti.

Es verdad. Me parece que es una buena referencia. Caí en la cuenta de eso cuando estaba haciendo la película. Efectivamente, Nanni se ha ocupado de construir un personaje en torno de sí mismo a partir del cual puede hacer cualquier cosa. Desde luego, le costó mucho. Al final de una serie de películas pudo construir esa especie de yo en el que está perpetuamente protestando, un poco a lo Woody Allen. Si hubiese empezado haciendo eso con la primera película me da la impresión de que todo el mundo lo hubiese tomado como un poco ridículo, más allá de que lo hizo temprano con Palombella Rossa, pero hay un momento en el que la gente va a ver las películas de Nanni Moretti porque va a pasar eso.

Alguien que bordea el cringe, pero a quien también sentí muy cercano, sobre todo en esa construcción de la temática histórica a partir de un asunto personal que lo interrumpe constantemente, es Ross McElwee, especialmente en Sherman’s March (1985).

Te soy totalmente sincero: vi esa película muy de a poco y por partes. Como que espié esa película. ¿Viste cuando decidís alejarte de algo porque suponés que puede parecerse a algo que vos querés hacer? Si lo ves te puede cagar la vida: ya está hecho eso que querías hacer. Yo vi algunas cosas pero no lo tengo muy presente, justamente por ese miedo. Todavía necesito ese no-conocimiento. Vos pensá que yo –esto se nota en las películas– soy una persona que tiene muchos gustos muy particulares y es muy difícil hacer películas que combinen historia argentina, las cuestiones del arte y varias cosas más. Es muy difícil acercarse a eso y no hacer documentales clásicos. Yo voy diseñando algunos mecanismos para poder acercarme a los temas que me interesan, pero de una manera cinematográfica. A partir de ahí fui inventando una suerte de personaje que me cansa un poco, pero que todavía necesito. Es muy sutil el balance entre que el público diga “uh, más de lo mismo” y que le guste. Bueno, Nanni Moretti lo logró, uno disfruta de sus películas cuanto más está él. Tengo 49 pirulos y ya con las últimas películas que hice voy a andar rondando las diez películas, que no está mal para estos tiempos, considerando que La flor me llevó diez años. Yo aspiro a hacer más. Llegando a las 20 películas uno entra a tener algo que se puede llamar “una obra”. Uno tiene que pensar cómo va diseñando eso, y yo estoy en ese momento en que tengo que analizar cómo voy a seguir haciendo películas, no desde un lugar solamente de la guita, sino también desde un lugar conceptual, cómo hacer que una película tenga relación con otra.

También pasa que cierto marco cinematográfico se va volviendo llinasista. No es necesariamente que te imiten, pero empiezan a aparecer en algunas obras ciertas resonancias que se combinan con la sensibilidad y recursos de otros autores, un archipiélago Llinás en común.

Ese fenómeno no lo había percibido. Mencioname alguno de esos llinasistas, porque los voy a invitar a comer unos fideos.

Bueno, naturalmente se nota en las películas de El Pampero, pero ahí sería medio evidente ya que sos parte de eso. Pero, por ejemplo, veo un gran ida y vuelta con las películas de Miguel Gomes.

Ah bueno, eso lo podrías poner en la tapa: “Miguel Gomes, llinasista”, porque sin duda él piensa que yo soy un gomista. Yo creo que esa polémica habría que tomarla en serio y el Río de la Plata debería bancarme a mí. Ahora dicen que Miguel Gomes va a ganar la Palma de Oro. Ahí nos va a aventajar a los llinasistas, porque yo nunca la voy a ganar. Pero ahí hay que pelear juntos a ambas bandas, porque los portugueses nos comen, como en la época de la Cisplatina. Los portugueses no perdonan.

Bueno, pero pensando por fuera, también está la reciente Los delincuentes.

¡Ahí está, ahí salió la sangre de carancho! No, Los delincuentes es de un gran amigo nuestro, Rodrigo Moreno. Vos fijate que con Moreno empecé dando clases hace 25 años, un poco más. Dábamos clases juntos con [Rafael] Filipelli e integrábamos una revista de cine, y yo diría más bien que él fue el que influyó sobre mí. En ese sentido de las cosas, yo me formé un poco con su figura, que era bastante mayor, más experimentado. En esa época, cuatro años de diferencia son importantes, pesan. Me da la impresión de que estamos todos trabajando juntos, de una coexistencia de un sector en donde dialogan unas películas con otras. Lo mismo con lo de Gomes. Yo lo digo un poco en broma, pero a mí se me ocurrió La flor cuando vi Aquel querido mes de agosto (2008). Y tuvo que ver porque conocí personalmente a Gomes también. La forma en que a uno se le ocurren las ideas es muy transversal y muy entreverada.

En estas taxonomías irregulares siempre sentí que en una tradición argentina que dialogaba o se rebelaba frente al teatro con vos adquiere importancia un cine que está mucho más asentado en la literatura.

Lo tomo como un cumplido, porque me da la impresión de que si algo caracteriza a El Pampero es esa falta de enemistad o de miedo o de prevención con la literatura. Me parece que si algo caracteriza la forma en que venimos trabajando es no tener pudor o no tener problemas con ir a la literatura además del cine para ir a buscar recursos o ideas. Los franceses de los 60 lo hicieron por primera vez con el cine. Nunca alguien había ido a buscar cosas en las películas viejas. Hasta la nouvelle vague más bien todos trataban de alejarse de las películas viejas, el cine era un arte muy obsesionado con su propio avance. Los cahieristas involucraban eso de “vamos a ver películas y vamos a tratar de reproducir mecanismos que existían en ese cine viejo”. Yo pienso exactamente eso pero con los libros. Para hacer las películas tomo ideas literarias. “Esto tiene que funcionar como un diario, esto tiene que funcionar como un relato paralelo, esto tiene que funcionar poéticamente”. Me nutro mucho de los géneros literarios para eso.

Todas tus películas y las de El Pampero son, además de metacinematográficas, de metaproducción. Me acuerdo, por ejemplo, de El escarabajo de oro (Alejo Moguillansky, Fia-Stina Sandlund, 2014), en la que en esa especie de búsqueda del tesoro hay todo un subtexto de cómo funcionan las fundaciones y los tipos de sujeción coloniales que existen entre Europa y Latinoamérica a partir de los fondos.

Pero claro, siempre fue así. A mí me da la impresión de que así como hay tantas películas que se abocan al padre faltan películas que se ocupen de eso. El único que hace comedias con eso es Godard, que está sistemáticamente poniendo el asunto del dinero. Cuando me dicen “ustedes muestran el dispositivo cinematográfico”, lo que pasa es que es muy lindo de mostrar, yo no sé si es interesante para el público, pero a mí me parece muy lindo mostrar cómo funciona una película. Vos ves todas las películas de Netflix y parece como si se hubieran hecho solas. Bueno, a mí me gusta ver el cine como una serie de procedimientos que forman parte de la cosa, como cuando uno ve un cuadro y ve los trazos, las pinceladas, las decisiones.

Cuando empezaste a armar tu carrera, ¿cuáles eran tus películas próceres y frente a cuáles querías reaccionar?

Siempre tuve un faro que fue Invasión. Cuando conocí a Hugo Santiago se fue convirtiendo en una especie de segundo padre, porque justo ahí mi padre empezaba a quedar medio descangallado. Se fue convirtiendo en una segunda figura completamente central para mí en esos diez años que lo traté. Ahí empecé a ver las otras películas de Hugo y eso fue una influencia decisiva. Haber hecho estas películas chiquitas que hice después de La flor es como ir tratando de parecerme a ciertas cosas de Hugo. Después había ciertas cosas que me gustaban, como las de Leonardo Favio, sobre todo las películas gauchescas, como Juan Moreira. Después está Filipelli, que es más una influencia desde el punto de vista de pensar. Cada vez que hice una película fue la mirada decisiva. Si a él algo no le gustaba, yo me quedaba pensando.

Con respecto al cine al que reaccionaba, era ese que se llama el “cine nacional”. Desde ya, me molestaba el nombre, como si tuviese que responder a una nación. Vos fijate que mis películas tratan de cosas sobre Argentina. Uno podría pensar que mi última película no puede ser más cliché de lo argentino. Hay ombúes, ranchos, el pericón nacional, todos los ítems de la nacionalidad, pero de todas maneras esa idea de que las películas tengan que ser una suerte de blasón oficial, o de iconografía, o formar parte de determinado discurso, no me gusta. Hace poco participé en una película de la cual estoy bastante orgulloso, pero que es con todas las letras cine nacional: Argentina, 1985 es cine nacional, es la idea de una película que es asumida por los espectadores como una especie de cosa que habla de la idiosincrasia y que tiene que ver con cierta manera de ser… Toda mi vida quise reaccionar frente a eso. Entonces, cuando hice la película con Mitre, acepté; dije “bueno, en este caso vamos a hacer una película de cine nacional”, y la hicimos.

Igualmente, siguiendo con el chiste de los llinasistas, hay un pasaje específico de Argentina, 1985 que nos hace pensar “ah, este es el momento Llinás”: el reporte narrado de lo que sucede en la confitería.

Bueno, eso pasa porque ahí aparece un relato enmarcado, pero no es que yo trabajo para un director y me pide que haga un llinasismo como un guitarrista invitado hace un solo. Ahí soy una persona que trabaja y un tipo que conoce su oficio, nada más. No están mis gustos necesariamente.

En Historias extraordinarias traías un personaje arquitecto que realizaba obras brutales en medio de la nada, Salamone. ¿Hay algún punto de comunicación con la figura real, pero también mítica, de Clorindo Testa?

Me da la impresión de que el parecido es que son dos arquitectos y el cine se relaciona con la arquitectura porque la arquitectura es buena para el cine. El cine es un arte que puede filmar edificios, es algo que puede acercarse a los edificios como si fuesen personajes, y no hay muchas artes que hagan eso, ¿no? No hay muchas disciplinas narrativas. En teatro no se puede dar mucho eso.

Me hace acordar a esa frase de Frank Zappa que decía que escribir sobre música es como bailar sobre arquitectura.

Bueno, King Kong es un bailarín que baila sobre arquitectura. El cine es bailar sobre arquitectura. Elie Faure, uno de los mejores historiadores del arte, escribió un gran libro, La función del cine, que dice que el lugar del cine es recuperar el lugar de la danza, y lo que tiene el cine es que los bailarines no son solamente humanos, sino que pone a bailar al mundo. Cuando vos ves el plano de la Torre Eiffel al comienzo de Los cuatrocientos golpes, la Torre Eiffel está bailando. Con Clorindo Testa no sólo se muestran edificios de Clorindo Testa. El hotel Calfcurá de Santa Rosa de La Pampa, con ese indio gigante, era algo que yo tenía ganas de filmar hace rato. Un edificio es un poco como un personaje, un actor que se levanta y se da contra el cielo. Alrededor de Salamone como personaje había una idea cinematográfica central que era la de hacer sus edificios en medio de la nada. Vos tenés el paisaje pampeano, que es un largo horizonte, y en el medio se recorta una línea vertical. Eso es fabuloso. Por otro lado, para mí las construcciones de Clorindo son como si fuesen ruinas de civilizaciones primitivas, algo que me parece bastante conmovedor.

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