El patio del Capurro tiene suspendido el fútbol 5 nocturno. Arranca enero de 2024 y la cantina del club dispensa chorizos y bebidas hasta un rato después del ensayo. Concentrados como jugadores de fútbol, los murguistas de Nos Obligan a Salir, rodeados de una telaraña amarilla, reciben el aplauso de los vecinos luego de una pasada de su actuación completa.
Todavía sin trajes, maquillaje ni primer premio, algunos fuman, otros miran el celular y repasan la letra. Cuando forman de vuelta, Alejandro Balbis, de jogging, se hace invisible en una punta del estelar plantel.
Lejos de la actuación, la intensidad en la que se vio reflejado de chico se traduce en una especie de inquietud, o apuro, que le resuelve las respuestas con precisión. En las historias de sus mejores canciones, como “El gran pez”, “Tarareando” y “José sabía”, alguien encuentra la serenidad de las cosas que caen con inevitable aplomo.
Enloqueció con Beethoven, que salía del tocadiscos de su casa, y ni bien salió de su barrio descubrió la murga. Subido al tablado, también defendió a Doña Bastarda, Asaltantes con Patente, Contrafarsa, A Contramano, Falta y Resto, Los Pierrots, Saltimbanquis y El Firulete. Además de cantante y guitarrista, se hizo productor musical y docente de murga.
Como solista lleva grabados tres discos de estudio y ahora mismo trabaja en el sucesor de Sin maquillaje (Montevideo Music Group. 2019). Antes de su próxima actuación en el Auditorio Nacional del Sodre el jueves 1º de agosto, Alejandro Balbis conversó con la diaria.
¿Tres imágenes de este carnaval que pasó?
La primera es Carolina Cosse y [María Inés] Obaldía. Magistral imagen, increíble, y las cuatro juntas, ¿no? Las reales y las de ficción [interpretadas por Jimena Vázquez y Jimena Márquez en la murga Nos Obligan a Salir]. Después, mis compañeros de la cuerda de segundos, todos con 25 años menos que yo. Por lo general somos cinco, y esta vez alcanzó con cuatro, con los hermanos Melgarejo ahí. Esa sería más una imagen sonora, ¿no? Y la tercera, mi hijo de ocho años dormido en mi regazo en el bondi de la murga, después de haber hecho seis tablados.
Hicieron un montón de tablados.
Sí, como 140.
¿Cómo viviste la vuelta a esa rutina?
Bien. Me asustaba un poco, porque hay edades para todo, pero estoy conforme con el rendimiento físico, digamos. La exigencia de los espectáculos de hoy no es la misma que cuando empecé. Ahora hay que saltar, agacharse, cantar, esto y lo otro.
La famosa puesta en escena.
Sí, que en el caso de Nos Obligan a Salir funcionó como un reloj suizo.
¿Disfrutás de esa parte del asunto?
Sí, una vez que el cuerpo entra en rutina lo disfruto, pero al principio lo sufro.
Tenés un disco nuevo y en tu show del Sodre vas a adelantar algo de ese material. ¿Ya está pronto?
Todavía no. Ahora estamos en plena producción.
¿Y de qué hablan estas nuevas canciones?
El disco va a tener tres etapas y tres entregas de cuatro canciones. Recién estamos en la primera, que definí como una etapa contemplativa. Es como que alguien relata una historia. Una de las canciones se llama “Yacaré Bar”. Es un hombre acodado al mostrador que ve una escena y la describe. Tan sencillo como eso.
En la segunda etapa las canciones tienen otra impronta, más metafísica, si se quiere, más poética, menos concreta. Está impregnada por una canción que escribió Raúl Castro y que se llama “Luces de guitarra”. El tercer bloque de canciones está vinculado al carnaval.
Se ha dicho que el disco va a tener mucho folclore, que es un disco de milongas.
Sí, es un disco de milongas entrelazado con otras cosas. Como que el corazón es de milongas, pero los demás órganos van por otro lado.
¿Qué te llevó hasta ahí, a esa sonoridad?
¡La niñez! Eso es volver a la primera música que escuché en la vida. En casa se escuchaba a Zitarrosa, Edmundo Rivero. Ese formato de guitarra milonguera siempre fue una cosa muy emocionante para mí. Es volver a la fuente, a lo primero. Es antes del carnaval, incluso. Antes de que conociera siquiera la murga.
Yo pensé que podía tener que ver con tu vida en el campo, luego de vivir muchos años en Buenos Aires.
Y también, sí. Porque fueron canciones todas compuestas y escritas ahí, en ese lugar.
¿Cómo es el lugar donde vivís ahora?
Es un campo muy cerca de la costa de Punta Ballena, con 23 hectáreas, 25 caballos, unos cuantos perros, gatos, niños, una piscina gigante. Ahí alquilo.
Supongo que la decisión de irte para ahí venía de la mano de un cambio de aire o de rutina.
Sí, una cosa llevó a la otra. Con mi familia lo que sabíamos era que no queríamos vivir más en una ciudad, pero, a la vez, fue medio casual, porque lo primero que encontramos fue la escuela para los pibes. En esa escuela en la que inscribimos a nuestros hijos mi mujer encontró trabajó como maestra, y a partir de ahí salimos a buscar casa por la zona. Fui como diez veces a Punta Ballena a buscar una casa hasta que encontré el lugar donde estamos ahora.
¿Cómo te adaptaste a la vida de campo?
Al instante. A mi mujer capaz que le costó un poquito más, pero ya estamos cómodos y no queremos volver a la ciudad. La ciudad para ir a trabajar, ver los amigos, ir a ver espectáculos, pero para vivir dejame la casita en el campo.
Voy a saltar a otra época: ¿cómo fuiste a parar a la murga El Firulete?
A través de Gonzalo Moreira. Yo iba todos los domingos, pero todos los domingos, al teatro Circular a ver Canciones Para No Dormir la Siesta. Sin falta. Estaba ahí antes de que abrieran la puerta y me iba cuando cerraban la puerta. ¿Sabés cómo los tenía, no? Pobres, los enloquecí, los volví locos a todos.
Era un pendejo de una intensidad impresionante. Un día a Gonzalo lo llaman de un barrio donde estaba empezando a ensayar una murga de niños, para que le diera una mano. Y así fue. El tipo debe de haber pensado: “Este es el lugar ideal para sacarnos de encima al intenso”. Me dijo y arranqué, y no fui nunca más al teatro Circular porque me agarró la murga, me abdujo, y me quedé ahí durante 30 años.
Según cuenta la historia, para ese entonces vos habías descubierto lo que era una murga una vez que pasaste con tu padre por el club Montevideo. No sé si está bien la cronología.
Eso debe de haber sido un año antes. No más de eso. Mi viejo era arquitecto y trabajaba unas horas en una obra, después en otra. Entonces habíamos estado todo el día dando vueltas en el auto, paramos en el club Montevideo para tomar una cocacola y ahí estaba ensayando La Milonga Nacional. No sabés lo que era ese coro, me mató.
Aparte, es increíble, porque no mucho tiempo después, con un montón de los muchachos que estaban ensayando ahí, salí en carnaval: el Abrojo Cadenas, el Negro Butaca, Abrojito Campana, un montón de murguistas que conocí después. Muchos ya no están en este mundo, ¿no? El Dalton Rosas Riolfo, también.
Esa intensidad que decís que tenías jugó a tu favor, ¿no?
En algún sentido sí, porque de algún modo ganás por insistencia. Mis padres, cuando les hablaba de que quería salir en carnaval, me decían que estaba loco. Ellos no sabían lo que era una murga, nunca habían visto una. Qué mundo loco, ¿no? Qué mundo disociado que era. Vivir en Uruguay sin haber visto una murga es raro que suceda hoy. Por más que no te guste, en algún momento escuchabas. Vivían a ocho cuadras de un tablado y nunca se preguntaron qué era lo que sucedía ahí dentro. Entonces, claro, al principio para ellos era: “¡Cómo te vas a juntar con esa manga de borrachos!”. Por insistencia les fui ganando y después estaban en primera fila todos los días. Viste cómo son los padres. Querían que estudiara y me dejara de carnaval. No fui más a estudiar. No terminé ni tercero de liceo. Ya estaba de gira de acá para allá, cualquier otra cosa que no fuera la murga me parecía una pérdida de tiempo.
Estudiaste guitarra con Jorge Lazaroff. ¿Cómo era él?
Un ser maravilloso, absolutamente de luz, una mente privilegiada y unos huevos de acero, con un compromiso con todo. A la vez, era un laboratorio de música. Yo era muy chiquito cuando iba a sus clases. Todo el legado que me dejó fue sin darme cuenta casi. Eso lo descubrí con los años.
Las clases eran en la casa de él, en la calle Cipriano Payán, al costado del club Bohemios. De repente, un día tocábamos la guitarra, otro día cantábamos, otro día había una lira, un pianito. Es decir, no es que me enseñaba, me hacía descubrir cosas. El aprendizaje del descubrimiento es muy distinto del aprendizaje de la enseñanza. No era: “Escribí esto”. Cuando el descubrimiento es tuyo, el aprendizaje es para toda la vida.
Jorge era un tipo muy especial y amoroso, mis viejos lo adoraban.
Terminaste escribiendo canciones. ¿A quién más incluirías entre tus maestros?
A Raúl Castro. Siempre lo tuve como referente. Otro es Carlos Modernell, una bestia. Se acomodaba en el mostrador con el cuaderno y era: “Ah, ¿no te gusta esto que escribí? Vamos con otro. ¿Esto te gusta?”. Pocas veces vi lo que él hacía. Y después los grandes: Atahualpa Yupanqui, Zitarrosa.
¿Qué te pasa a vos ahora cuando murguistas más jóvenes te manifiestan su admiración por tu trabajo?
Eso tiene un costado muy agradable, que es el reconocimiento. Hay gente que te dice que te vio hacer esto, aquello o tal espectáculo; eso te da satisfacción, pero a la vez sigue siendo un compromiso de seguir haciendo las cosas bien.
Quería preguntarte por una canción tuya que tiene unos pocos años, “Tarareando”. ¿Cómo se te ocurrió?
Eso es de cuando yo vengo de trabajar, por lo general, tarde. Un día volvía a casa ya casi amaneciendo y me cruzo con los que están recién levantados. Y en ese cruce está la canción. Ahí, en ese instante, con el tipo tarareando su canción, yéndose a laburar.
¿El mejor coro de murga que integraste?
Los Saltimbanquis, tal vez, del 95. ¿Sabés lo que era eso? Te caminaban por arriba. Es un sonido que no está más. Porque hay un montón de muchachos que ya no están en este mundo, y los que están ya no salen. Viste que ahora el carnaval es una cosa más de jóvenes. Antes eran unos viejos gordos frente al micrófono. Ahora la exigencia de los espectáculos hace que generaciones vayan quedando afuera.
Cuando llegaste a Los Saltimbanquis ya tenías toda una carrera hecha en el carnaval, pero siempre me llamó la atención el cambio. Venías de otro tipo de murga, como Falta y Resto. ¿Quién te llevó a Los Saltimbanquis? ¿Quién te llamó?
Arregló Edén Iturrioz, que es mi socio en carnaval desde hace 45 años. Somos como hermanos. Nos casamos con dos hermanas. O sea, nuestros hijos son primos. Entonces nuestra relación pasó a otro plano.
De familia.
Claro. Y a la vez salimos juntos en carnaval. Quiero decir, yo acá y él acá al lado, ¿viste? Y en la misma cuerda cantando lo mismo. Haciendo un sonido juntos que fue muy característico, y muy buscado en cierto momento. La cuerda de segundos de Los Saltimbanquis era: Rudy Alvarado y el Negro Angelelli arriba, Edén y yo abajo. ¿Sabés lo que eran los tigres de nuestro lado? El Canario Villalba, el Sapo Laforia, tremendos cantores.
Una murga con una mística muy especial y fama de pesada. ¿Cómo era?
La más pesada, sin ninguna duda.
Ese año empataron en el primer premio.
¿Y con quién? Los Arlequines, la murga de su hermano [Eddie Espert; Enrique Espert era el director de esos Saltimbanquis].
Otro coro en el que participaste y que puede calificar bien es el de Asaltantes con Patente de 2007.
También. A la misma altura. Y aparte, arreglado por Pitufo Lombardo. Esa murga logró una profundidad musical que nadie ha tenido hasta ahora. Pitufo es el mejor director y arreglador de murga. Ese año la murga era una piña atrás de la otra.
Vos sos fan de Camarón de la Isla.
¡Sí! Un día llego a la casa de Edén y lo veo liquidado. Me dice: “Hoy se murió el Camarón”. Yo no sabía quién era. Y ahí puso Soy gitano. Debo haber llegado a las cuatro de la tarde, y estuve hasta las diez de la noche escuchando Soy gitano, sin parar. Los próximos dos años seguí escuchando Camarón y aprendiendo del manejo de su voz, la colocación, el manejo del aire. Es muy mágico Camarón, y después, caminando por Andalucía, lo ves por todos lados.
¿Cómo surgió la sociedad con Sebastián Teysera?
Nos conocimos en el barrio. Yo en ese momento vivía cerca de 21 de Setiembre y Ellauri y él vivía en 21 pasando Sarmiento, en el apartamento de los viejos. Él estaba arrancando con la música, La Vela era la bandita del barrio, pero donde nos conocimos bien y formamos relación fue en el estudio La Cárcel, que tenía Gustavo Doorman. Ellos estaban grabando Deskarado, el primer disco, y yo estaba produciendo Cien años de murga, de Falta y Resto. Ahí nos cruzamos, les hice el arreglo y les grabé “Las polillas” con tres o cuatro de la Falta. A partir de ahí nunca paramos de hacer cosas.
¿De dónde sale la poesía de tus canciones?
De la necesidad. Yo siempre me asociaba con otros para hacer canciones y que otro las escribieran. Después, en algún momento, no había otro: “Hágalo usted, m’hijo”. Y empecé. En el 98, con una alumna con la que después salí, escribí mi primera canción, dedicada a mi hijo Bruno, que tenía un año y pico. Se llama “El capitán”. Nunca fue grabada en un disco, pero esa fue la primera. Ahí me di cuenta de que podía componer y lo seguí haciendo.
¿Cuál es la canción que escribiste que te da más orgullo?
Me gusta mucho “Lo que espero de ti” por cómo surgió. Algo me iluminó y me hizo tomar nota de una conversación que tenían Edén y su mujer. Había unos vinitos, unos cuantos vinitos, era tarde en la noche y se veía a los niños durmiendo, ¿viste? La puerta del cuarto estaba entreabierta y estaban mi hijo Bruno y Facundo y Gerónimo. Ahora son todos hombres grandes, divinas personas. En ese instante pensé: “Algo bien estamos haciendo, ¿no? En la conversación empezaron a surgir cosas y yo empecé a anotar, más o menos, en tiempo real, lo que ellos iban diciendo. Después, con eso cambié un poquito, no mucho, capaz que la sintaxis de alguna frase, algún artículo, para ajustar el silabeo a la música, y escribí la canción.
¿Qué vas a hacer el próximo carnaval?
Salir de gira. En carnaval no voy a salir.
¿Cómo te imaginás con 80 años?
Ojalá que vivo. Con eso me alcanzaría. Y descansando allá afuera, tranquilo en mi reposera.
Alejandro Balbis. Jueves 1º de agosto a las 21.00 en el Auditorio Nacional del Sodre (Andes esquina Mercedes). Entradas desde $ 700 a $ 3.200 por Tickantel.