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Restos de Pax in lucem.

Foto: Alessandro Maradei

Torres García en su casa: lumbres y penumbras de una oscura utopía

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Una muestra tan excepcional como removedora en los 150 años del artista uruguayo.

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El 28 de julio se cumplieron 150 años del nacimiento de Joaquín Torres García (1874-1949), y Montevideo acoge desde entonces una serie de iniciativas que repasan la producción artística y teórica del maestro. Una de ellas es la muestra que se exhibe en el museo homónimo bajo la curaduría de Alejandro Díaz, Federico Méndez, Carlos Serra y Gustavo Serra. A esto se agrega una hermosa edición de Universalismo constructivo, que reúne las 150 lecciones publicadas por primera vez en 1944, el estreno de un documental sobre la obra perdida de Torres. Es esta una muy buena ocasión para ingresar a este peculiar universo e intentar una vez más –aun sin éxito– desatar sus nudos arcanos y sondear sus claves más profundas.

Las cosas y su figura son nada, apariencia. Su realidad es la idea, lo que será constante en ellas, su cifra, lo fijo, lo que no podrá perecer jamás [...] Yo llamaría a nuestro arte subrealismo, es decir, lo que está debajo o detrás de las cosas. Joaquín Torres García. Estructura, 1935.

La exposición del museo Torres García se adscribe al esquema espacial de su sede –proyectada por Alfredo Baldomir para la firma Broqua & Scholberg en 1927– y se ordena como una espiral ascendente que se inicia en el primer piso y culmina en lo alto. Esto permite idear un recorrido que atribuye a cada nivel un estadio singular en el derrotero del artista, lo que en principio resulta didáctico y cristalino, aunque, como veremos, induce cierto malentendido.

Con tal criterio, la vieja escalera de madera se detiene en cada caso ante un llano teórico-histórico específico, lo que se anuncia ya en su designación –clásico, moderno, universal–, en el contenido de la antesala y en el mapa biográfico que lo precede. El resultado es un trayecto vertical que conduce al visitante por el periplo vital, artístico y teórico de Torres García, en una apuesta eficaz pero algo engañosa en su mira clarificadora.

Decir esto no implica la crítica fácil de la opción curatorial, sino la asunción de un problema reiterado y quizá insoluble: el oscuro mundo torresgarciano parece burlar todo intento de apresarlo, porque el orden plástico que acepta omite o encubre sus propios meandros. De algún modo, el acceso a este núcleo recóndito es inviable desde la pura pintura y exige el detenido examen de sus escritos, una empresa que escapa a una exhibición de este tipo. A esto se suma el equívoco asociado a la segmentación del trayecto y la definición de sus partes: si se mira bien, el ideario de Torres es siempre atravesado por los atributos que aquí lucen separados, y la tríada que da nombre a la muestra –clásico, moderno, universal– debe entenderse, aun en su variable jerarquía o dosificación interna, como una unidad indivisa.

Pero ingresemos al museo por medio de la palabra y desde estas líneas, como forma de alentar a cada cual a visitarlo.

Tiempo inaugural

No hay, pues, ninguna duda de que nuestra escuela es absolutamente clásica. Lo cual, en nuestro tiempo, es cosa casi increíble. Joaquín Torres García. 12 de diciembre de 1948, La recuperación del objeto.

El primer estadio de la muestra evoca el tiempo vivido por Torres y su familia en Mon Repòs y exhibe la obra inaugural que entonces realiza, vinculada al noucentisme catalán y al influjo teórico de Eugenio d’Ors. Una etapa signada por el apego al legado grecolatino, la representación de la figura humana y el recurso visual a la alegoría, plena de connotaciones simbólicas y cargada de cierta pretensión atemporal o eterna. Una irradiación que proviene no sólo de los temas tratados, sino del modo en que se abordan: el cuerpo humano adopta aquí una imagen plana y hierática que elude todo accidente, y el orden plástico adopta siempre una composición clásica.

La breve antesala está dedicada, con muy buen tino, a la casa familiar y el clima de solitaria calma que emana, lo que asoma ya en la gran imagen que preside el espacio. Se reúnen allí fotografías y planos de la morada, proyectada por su propio dueño como “una isla” en medio del campo:1 una pieza aplomada y serena que resulta, con su aire de templo griego, un claro emblema de clasicismo. Todo ello se exhibe junto a la réplica a escala real de uno de los cuatro paneles que Torres realiza bajo el lucernario (1914), cuyo epígrafe, tomado de la Sátira IV de Juvenal –Vitam impendere vero, “vida por la verdad”–,2 trasunta ya el terco anhelo que marcará a fuego la vida del artista: el hallazgo de la verdad entendida como sustrato universal y perenne.

Este tono general se reitera y confirma en la sala principal, donde reinan el silencio, la contención y el gesto estilizado del cuerpo humano. Allí aparecen hermosas piezas como La filosofía y la musa (fresco sobre yute, circa 1911), la ilustración para la portada de Notes sobre Art (1913) y el calco (tinta sobre papel) de los dibujos que John Flaxman hiciera a partir de algunas cráteras griegas ilustradas con motivos histórico-mitológicos (circa 1904). A esto se suma el proyecto para la decoración de la iglesia de San Agustín (1905), cuyos bocetos se exponen junto a la maqueta del templo barcelonés y algunas fotografías de los lienzos destruidos por la guerra civil en 1936.

Los célebres frescos realizados en el Palau Sant Jordi se recrean también en este mismo ámbito: un fragmento de L’edat d’or de la humanidad (1914) evoca con sutileza el trabajo de Torres en la diputación –que se trunca por orden de las autoridades en 1918– y la potente imagen de Catalunya industrial (1917) anuncia, en este mismo orden clásico, el hechizo que pronto ejercerá en el pintor la ciudad pujante.

Entre Nueva York y París

¡Al fin irían a la enorme ciudad [pues debía ser Nueva York], nuestra ciudad que aún no han visto ni comprendido los americanos ni nadie! [...] Hay que ir al Norte, Barradas, y no hacia el Sur, pero sin casarse con nadie hay que ser internacional... Joaquín Torres García. Carta a Rafael Barradas, 29 de noviembre de 1919.

La atracción por lo urbano se impone y es, pues, crucial en el segundo tramo de este itinerario. Un lapso accidentado que se despliega entre el efímero amor por el ritmo febril de Nueva York, la búsqueda de sosiego en Fiesole y el contacto agridulce con la vanguardia en la capital francesa. Un nudo medular en este periplo, que instaura el lazo de amor y odio entre el pintor y la cruzada moderna y lo somete a un juego oscilante: “Por muchos años, este dilema me ha atormentado, y por esto, con frecuencia me he volcado de uno a otro lado”, confiesa poco antes de morir. “Pero esto debe terminar. Ese fantasma de lo moderno, que tanto me ha hecho vacilar, [...] al fin quiero liquidarlo para siempre”.3

La muestra recoge el talante agitado de este período con gran acierto. Las réplicas ampliadas de los arlequines, el pájaro y el caballito blanco con balancín –Go-Pony– anuncian desde el vestíbulo la serie que cruza la sala mayor: allí están los famosos juguetes de madera pintada que Torres fabrica desde 1918. Estas figuras graciosas y alegres instalan, junto al pequeño teatrito y los minúsculos actores de cartón (1922), el talante lúdico y vital de este espacio.

El conjunto es deslumbrante. Aquí asoman el trémulo aire neoyorquino y la vibración que evoca a Barradas, alguna calle de Barcelona, el hermoso fruto de la labor parisina. El trazo es casi siempre aéreo, libre, distendido. La ciudad brilla en las coloridas series de acuarelas y collages, pero asoma también en las leyendas –café, épicerie, tabac, theatre– que animan el trazo de los Dessins (1928).

París se muestra asimismo en la sobria belleza de algunas piezas que impactan: Rue avec maison et nuée blanche y Rue de l’épicerie (óleos sobre tela, ambos de 1928) imponen en esta suerte de agitación su delicada mesura. También lo hacen algunos dibujos tardíos (tinta sobre papel) que ocuparán las páginas de Universalismo constructivo (1943): la muestra los integra en este marco y en ello anuncia el ingreso inminente a otra etapa. Estos grafismos se cuelan discretos en medio de esto e inducen a vislumbrar otra cosa: algo nuevo pero atávico, un cielo que llega como revelación arcaica.

El desencanto por el pulso frenético de lo urbano y el arte asociado a ello –“un poco decadente o enfermizo”–4 provocan en el pintor el anhelo del Sur. El repudio a la razón instrumental, sin alma, que impera en el Norte –en línea con la crítica rodoniana– propicia el último giro de timón. O mejor, el acceso a un final que es puro principio: Torres regresa a su lugar interior y encuentra, por fin, el silencio que siempre ha buscado.

Norte en el Sur

En medio de todo, algo permanece, algo está quedo, indiferente a esos vaivenes. Vientos del este y del oeste, del norte y del sur, lo mismo da: eso está firme, y estará firme eternamente. Sobre eso no se ha hecho ningún molde ni ninguna moda. Ni lo permite su naturaleza. Manantial perenne, de la verdad abundantemente. Joaquín Torres García. Universalismo constructivo, lección 36.

El augurio se cumple y se despliega en los años siguientes: domina la obra constructiva que Torres produce desde 1929 y se afirma tras su regreso en 1934. Aquí se imponen la grilla y el signo, aquí el mundo se adscribe a un orden geométrico que lo incluye todo. El objeto persiste, pero no como circunstancia sino como figura de lo que es fijo y permanente. Todo es sometido a la regla, y el accidente se anula ante la fuerza estable del arquetipo: lo aparente remite a la idea y reclama en ella el acceso a la verdad, en una apuesta de eco platónico-pitagórico. Una utopía insistente que sólo encuentra su topos en la ciudad natal, adonde el pintor regresa hastiado de la vanguardia y empujado por su meta incumplida: en esa tierra virgen podrá eludir el grito moderno; sólo allí podrá, por fin, salvar al arte de su suicidio y alumbrar el arte universal y eterno. Un credo sin dios pero sujeto a la ley, una cruzada de resonancias cósmicas cuyo imperativo es ante todo ético.

Todo esto se anuncia –una vez más– en la pequeña sala que opera como umbral, donde el pez constructivo, el compás áureo y los muebles de colores primarios (aún de claro aire neoplástico) reciben al visitante junto a la enorme fotografía que registra a los miembros del taller en acto (circa 1946).

La sala de exhibición es aquí algo más pequeña, lo que crea un muy buen efecto de condensación y remate. Los cuadros constructivos se disponen con holgura en un entorno despojado y favorable. En esta serie se aprecian las obras en colores primarios que se han vuelto un sello de identidad en el mundo: Construcción con triángulo (óleo sobre tela, 1929) y Arte constructivo (óleo sobre cartón, 1943) ilustran esta misma saga en tiempos distintos. A ellos se suman las piezas que adoptan una paleta baja y admiten matices de tono e intensidad, como la impresionante tríada (óleos sobre tela) que ocupa la pared frontal: Estructura (1931), Constructivo en gris y negro (1932) y Constructif a double ligne (1932).

El conjunto incluye –ahora en mayor despliegue– otros dibujos que integran Universalismo constructivo (1943), el famoso mapa invertido de América (tinta sobre papel, 1943) y un alfabeto hecho de grafismos primitivos (circa 1938), así como algunas piezas cerámicas, un ejemplar de Cercle et Carré alusivo a la tradición constructiva de América (setiembre de 1938) y uno de Metafísica de la prehistoria indoamericana (1939), entre otras referencias al arte precolombino.

Este tramo final del derrotero abordado no debe entenderse como mera culminación, sino como el cierre que explica y contiene, de algún modo, la peripecia previa. Es la puesta en acto de un anhelo latente, el remate de una propuesta fraguada en el lento curso de los años. El retazo en el que parece anidar el núcleo más hondo de este ideario.

Después del fuego

Pero hay algo más. La muestra culmina en el piso siguiente y rinde homenaje a una sola pieza: Pax in Lucem (1944), que integra la serie de murales pintados en el pabellón Martineré del hospital Saint Bois y que fue destruida junto a otras tantas en el incendio que en 1978 asoló el Museo de Arte Moderno de Río de Janeiro.

Este cuarto nivel permanece en penumbras. En el espacio anterior, un video exhibe la recreación de la pieza realizada por Alejandro Díaz, Federico Méndez y Gustavo Serra en 2019. El resultado se expone en la sala mayor junto al escueto vestigio de la obra original –cuya ruina emociona–, lo que permite recobrarla como en un sueño y calibrar lo que el fuego apagó para siempre.

El pincel y la palabra

El repaso verbal de la muestra exhibida es, claro, un vano intento de mostrarla. Una pobre reseña incapaz de traer al papel la experiencia estética que allí se dispara, en medio de un atractivo juego que toma la retina, la razón y el alma por asalto. El conjunto que allí se muestra tiene el gran mérito de abatir las versiones planas e idealizadas de esta obra diversa, que a menudo ha sido evaluada y exportada de modo simplificado y epidérmico. Permite entonces apreciar los giros y oscilaciones que agitan este discurso visual, un curso accidentado que, sin embargo, sólo puede entenderse a pleno si se apela también al verbo.

Es por ello que importa cargarse de herramientas para apreciar en toda su oscuridad este universo deslumbrante. La obra que aquí abordamos nace del pincel y la palabra, y a menudo se somete por entero a ella; está presa de duras paradojas que quizá, no lo sé, sólo sean ficticias o aparentes.

Lo cierto es que Torres parece estar dividido por una polaridad que lo inquieta. Por obra de este péndulo tenaz oscila entre platonismo y sensualismo, y, como afirmará Juan Fló, ensaya apenas un “platonismo de pintor” o “anómalo” que no es del todo legítimo.5 O, según dicen otros autores, encuentra en Schopenhauer su propio acceso a la metafísica platónica.6 Tiene contacto directo con Rodó y abreva en su vena espiritualista sin resignar del todo la matriz positiva que lo marca.

A esta contradicción entre la apelación a la idea y el apego a las cosas del mundo se suman otras que, a su modo, la replican. Es el caso de la que hay entre la fascinación por el arte de vanguardia y el repudio a su condición ligera y volátil; la que opone la atracción por la audacia de lo moderno al anhelo de un orden cósmico imperecedero; o la que enfrenta su deleite por el frenesí de lo urbano al tremendo hastío que le provoca, en línea con el frustrado acceso a un arte verdadero.

Todo ello late bajo el relato visual que hoy apreciamos en el museo Torres García. Un universo fulgurante en el que –insisto– clasicismo, modernidad y universalismo deben leerse apenas como acentos en medio de una unidad compleja y quizá inefable.

Joaquín Torres García: clásico, moderno, universal. En el museo Torres García (Sarandí 683). Lunes a sábados de 10.00 a 18.00.


  1. Joaquín Torres García, El descubrimiento de sí mismo (1917). 

  2. Los otros frescos lucen leyendas tomadas de Cicerón, Virgilio y Horacio. 

  3. Joaquín Torres García, 1949. Citado por Gabriel Peluffo Linari en Torres García: un universo vanguardista

  4. Joaquín Torres García, New York (Montevideo: HUM, 2007), p. 129. 

  5. Juan Fló, Imaginarios prehispánicos en el arte uruguayo (2006). 

  6. William Rey Ashfield y Natalia Costa Rugnitz, “Belleza eidética. Lo clásico y lo moderno en el platonismo de Joaquín Torres García”, Atrio, 25 (2019). 

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