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Foto: UNAM

Concentrado vanguardista: Clemente Padín (1939-2025)

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Esta semana falleció el poeta, perfórmer y agitador cultural.

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Hace muchos años, cuando estaba empezando a ahondar, en mis investigaciones, en la abundantísima y prismática producción de Clemente Padín, le pregunté a Julio Moses –mítico librero montevideano– por qué su nombre aparecía entre los de la redacción del número 0 de Los Huevos del Plata –la revista literaria más rupturista de los 60 uruguayos fundada en 1965 por el artista rochense–, y sobre todo por qué, enseguida, se había volatilizado. Me explicó que conociendo a Padín y los demás “hachepientos” (creo por compartir el liceo o algo así), los retó: quería demostrar que una publicación de ese tipo, por cuanto precaria y under, podía vender todo su tiraje. Aparentemente tenía razón: se agotaron los ejemplares y con ellos su misión, por lo que Moses abandonó el “grupo editor” para siempre.

A la vez, Moses me contó de la increíble determinación que tenía Padín, ya en ese germinal momento, para abrir una brecha en el establishment literario nacional e insertarse como figura dominante de su cara “alternativa”. Lo hizo, en efecto, sobre todo expandiendo, a partir de 1969, su rol (vale decir, no sólo poeta, sino artista, a 360 grados) y los límites de la literatura hacia mezclas atrevidas de palabras con otros elementos: hibridaciones visuales –la más notoria–, fonéticas, performáticas e incluso abstractas.

Padín tenía un fuerte espíritu polémico –sus editoriales de Los Huevos son probablemente lo más vitriólico de las letras uruguayas de la segunda mitad del siglo XX– y una curiosidad desproporcionadamente voraz, siempre atenta a lo que pasaba en el campo experimental y pronta para conjugarlo a su manera con ardorosos tonos políticos, que le costaron, en plena dictadura, casi dos años de cárcel y cinco de una suerte de libertad vigilada, que, al ser “dictatorial”, era, por supuesto, vigiladísima.

Fue con la segunda revista que fundó, Ovum 10, que dejó definitivamente la poesía “lineal” para aventurarse en el terreno de lo verbovisual, del mix de letras e imágenes que interpretará de maneras muy diversas: con un concretismo de corte casi “metamórfico” (las letras se desdibujan y deforman en elementos seudodecorativos), con el collage (sus series Enciclopedia de la historia de Latinoamérica y Ecología, republicadas hace un par de años por Microutopías, son tempranas revisiones de la contemporaneidad en claves anticolonial y ambientalista, respectivamente, creadas solamente con recortes de revistas y diarios), con el mail art –gigantesca red de intercambio global de piezas artísticas, a veces colaborativas, a través del correo– del que fue uno de los pioneros latinoamericanos, y un largo etcétera.

También dentro de la dimensión “performance”, pensada sobre todo como ocasión de hacer participar al público en el hecho artístico, en Uruguay fue segundo en los happenings respecto de Teresa Vila: en 1971 desarrolló La poesía debe ser hecha por todos, para lo que invitaba e incitaba a la gente reunida en el hall de la Universidad a participar con el fin de generar una poesía pública y colectiva. De ahí en adelante, el oriundo de Lascano nunca abandonó este medio, dividiéndolo entre intervenciones callejeras, de comunión con los “espectadores” (por ejemplo, Juan y María, de 1988, jóvenes que vagabundean con enorme letras por las calles de Montevideo para denunciar la creciente desocupación laboral) y trabajos sobre su propio cuerpo (emblemático Por el arte y por la paz, presentado en Berlín en 1984, donde el artista actuaba como víctima de técnicas de tortura aplicadas en los regímenes dictatoriales latinoamericanos).

Como todo artista, tiene piezas que se han vuelto muy notorias y que han sido repetidas y retomadas en varias ocasiones. En su caso, probablemente el escueto poema concreto “Pan Paz”, que explota la semejanza morfológica entre la N y la Z (una “n” dada vuelta), para crear una letra-bisagra que une inexorablemente el concepto de sosiego con el de alimentación o, por oposición, de hambre y guerra (vaya si resuena hoy esto, mientras miramos a lo lejos un genocidio perpetrado también a través de una hambruna programada).

Puede parecer un poema muy simple, y en cierta medida lo es, pero una de las características de Padín ha sido la de saberse mover con extrema soltura entre obras extremadamente esenciales, hechas con pocos elementos y muy directos, empleando a veces especie de eslóganes harto eficaces, sencillos de entender y recordar y piezas más sesudas y conceptuales, como su poesía “inobjetual”, que sustituía los versos por instrucciones de actos que el lector tenía que realizar, o el volumen Ángulos, “poemario” salido en Italia en 1972, compuesto sólo por líneas que cruzan las páginas del libro.

En efecto, “ecléctico” parece ser el adjetivo más apropiado para un infatigable explorador de nuevos terrenos, como las breves pero intensas temporadas dedicadas al videoarte (con otra pieza ecologista antes de que eso fuera común, como Aire de 1989) o al net-art. Con esa enorme mole de trabajo, acumulada en más de seis décadas, Padín fue generoso y colaboró entusiastamente con cientos de revistas y fanzines de todo el mundo, de las más prestigiosas (dos por todas: la francesa Doc(k)s y la italiana Geiger) a las más periféricas y amateurs, sin distinción.

También fue generoso con sus colaboradores. Desvío por un segundo a un plano personal: cuando en 2022 curé una pequeña retrospectiva suya en el museo García Uriburu de Maldonado, me brindó sin pestañear todos los datos y piezas que le pedí y muy rápidamente. Y fue generoso asimismo con el público en general: donó en 2010 la casi totalidad de su archivo (gigantesco, pese a haber sido eliminado físicamente durante la dictadura y pacientemente reconstruido y ampliado) a la Universidad de la República, de la que se había recibido en la carrera de Letras. Está ahora a disposición de todas y todos en dos sedes: el Archivo General de la Udelar, que impulsó la adquisición hacia 2010, y la Escuela Nacional de Bellas Artes.

Una antena

Como ya señalé una vez, más allá de su descollante actuación dentro del panorama uruguayo con sus propias obras (a lo largo de los 60 y parte de los 70 encarnó casi completamente la neovanguardia literaria del país), Padín fue también un agitador cultural irrefrenable muy sensible en captar y apropiarse de las nuevas tendencias. Copio aquí lo que escribí hace unos años, para aclarar la idea. Hablaba, en aquel entonces, del “Padín antena: siempre atento a lo que pasaba en la experimentación, no importa cuán lejos se dieran los fenómenos; fue el incansable descubridor y divulgador de tendencias, prácticas, experiencias otras, pronto a revisar, cuestionar y reescribir experiencias –encarando incluso abruptos cambios tecnológicos– en un estado de compromiso creativo permanente”.

Finalmente, volviendo al principio: Padín, cuya muerte se conoció esta semana, trascendió con sobras su propósito inicial de actuar enérgicamente en la escena nacional, en aquel momento copada por la seriedad de la generación del 45, a la que los “hachepientos” contraponían humor ácido e irreverencia. Sin embargo, su fama no es principalmente local (aunque obtuvo, en 2006, el premio Figari). Si uno mira la pura proyección internacional, creo que Padín llegó a ser, quizá con Luis Camnitzer, el artista uruguayo contemporáneo más conocido fuera de fronteras. Tal vez en circuitos no propiamente mainstream, pero que le profesaron, y continuarán profesándole, una suerte de culto. Merecido.

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