El teatro “ha adquirido, en los últimos años, en el Río de la Plata, una importancia extraordinaria. Casi se podría afirmar que no existe capital europea que pueda parangonarse al lujo que se dan anualmente Buenos Aires y Montevideo, congregando en sus escenarios a las mayores celebridades del arte. Estos últimos diez años, han desfilado por delante de nuestros públicos Sarah Bernhardt, la Patti, la Duse, la Tessero, la Theodorini, la Gabbi, la Pantaleoni, la Ferni, la Stahl, la Scalchi Lolli, la Borghimamo, la Dalty, la Judic, la Zelo Duran, la Giagnoni, la Pia Marchi, la Pezzana, la Tubau”, dice en 1892 un exaltadísimo Samuel Blixen. Por aquí ha pasado “todo lo que ha descollado, todo lo que se ha destacado en cualquier género, ya serio, ya cómico, ya dramático, ya lírico, ya grande, ya pequeño, ya sublime, ya sencillamente bufo”, agrega.
Blixen, que entonces tenía 25 años, escribe sobre la década que lo precedió; oblicuamente, sobre esa adolescencia repleta de inputs. Y si nunca pierde la distancia crítica ni deja pasar que “han venido a estos países, en mucha parte por nuestro dinero, en alguna (aunque muy pequeña) por nuestros aplausos”, no puede sino regocijarse con la idea de que “hemos oído a Mascagni antes que Viena; a Wagner antes que París”, porque “para algo somos naciones cosmopolitas ¡qué diablos!”.
La cita no es nostálgica. De Blixen interesa no el antepasado almidonado y su lista de vips, sino el muchacho que construye, para quien lo lee, ese privilegiado estado de cosas que nos regala un oxímoron perfecto: nuestra condición de centralísima periferia. Un cosmopolitismo (si todavía nos es dado usar la palabra, pensarnos como “ciudadanos del mundo” sin la mueca sardónica del superado o del resistente neocolonial) que continuó, en los años 30, con la presencia de Concepción Olona y Béatrice Bretty; en los 50, de María Guerrero, Ruggero Ruggeri, Ivonne Scheffer y Vittorio Gassman; en los 80, de Norma Aleandro, Aderbal Junior, Denise Stoklos e Iben Nagel Rasmussen. El espacio obliga a cortes carniceros, pero valgan estos cuatro tiempos como muestra de la llegada decidida de artistas y compañías extranjeras y –aquí quería llegar– de las empecinadas generaciones de empresarios y organizaciones privadas que hicieron posible cierta mundanidad y que formaron, informalmente, a otras tantas generaciones de artistas del campo en dramaturgia, actuación, dirección, técnica, incluso públicos y crítica.
La quebrada, el corte
Lo que viene pasando desde 2009, cuando se organizó el primer Festival Internacional de Artes Escénicas (Fidae), y llega hasta hoy es un cambio de paradigma: la marca de un Estado que planea, de forma orgánica, cómo instalar entre el público del país lo forastero; cómo, en este momento de globalidad virtual, colocar en el sistema algo de globalidad analógica.
La acción de nuestro Estado en el campo espectacular no es nueva, por cierto. Como investiga Inés de Torres en su libro exquisito El Estado y las musas. Políticas culturales en el Uruguay del Centenario, desde las primeras décadas del siglo XX, el batllismo (o, directamente, José Batlle y Ordóñez) pensó el fomento de las artes escénicas como parte de ese país moderno que quería. Y lo implementó a través de proyectos concretos, algunos más exitosos o efímeros que otros: la compra de una sala propia, la formación de una escuela de teatro (en 1911, la Escuela Experimental de Arte Dramático, dirigida por Jacinta Pezzana) y, paralelamente, de un sistema de becas para que los alumnos de esa escuela pudieran dedicarse full time al teatro, incluso de instituciones multimedia (en 1928, la Casa del Arte, que comprendía acciones teatrales y artes plásticas, iniciativa de Rodríguez Fabregat que dirigieron Ángel Curotto y Mario César Lenzi). Venía de lejos el impulso, antes de los hitos municipales de 1937 (adquisición, por la Intendencia Municipal de Montevideo, del teatro Solís), de 1947 (fundación de la Comedia Nacional) y de 1949 (creación de la Escuela Municipal de Arte Dramático, hoy Escuela Multidisciplinaria de Arte Dramático Margarita Xirgu).
El Fidae es parte de esa genealogía virtuosa, más allá de los resultados de cada edición. Mientras las acciones públicas del pasado necesitaban robustecer lo nacional, en un mercado copado por la oferta privada foránea, hoy el campo de acción es (debe ser) múltiple: a través del implemento de políticas culturales que fomenten la producción nacional y, además, tiendan redes hacia afuera. El rol del Fidae es una de las formas de fomentar esa apertura. Y hacerlo no sólo con relación al menú extranjero de cada edición o de la plataforma que permite a nuestros artistas salir al mercado, sino hacia adentro, en todo el mapa.
Las estrategias han cambiado: cada edición (re)piensa, como debe ser, las maneras de exorcizar la centralidad capitalina. En 2009, pese a que todo sucedió en Montevideo, se probó un “Desembarco interior” que sumó a los elencos de afuera, otros del resto del país, una rara iniciativa de muestra nacional, dentro de la internacional. Felizmente, las ediciones postreras apostaron al desembarco en el resto del país, con iniciativas que visitaron desde un puñado de departamentos hasta el territorio entero, en 2019. Un logro que, lamentablemente, no se sostuvo. Muestra de una inestable descentralización son los últimos festivales, el de 2024 con seis departamentos además de la capital, pero poquísimas obras para cada uno, y esta edición con tres, incluida Montevideo, aunque la oferta numéricamente sea más suculenta. Los derechos se ganan y se pierden fácilmente.
En días de discusiones aguerridas sobre el presupuesto 2025-2029 (porque entrar en las otras, de orden internacional, y demandar un posicionamiento neto de Uruguay con relación al genocidio palestino sería salirme del guion, pero al menos en este paréntesis quiero hacerlo), es difícil no ver en la construcción de las políticas públicas para la cultura el alcance de los esfuerzos y de las cautelas, y cuánto los unos y las otras se derraman directamente sobre el territorio, marcando privilegiados y relegados.