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Arturo de la Cruz Feliciani (archivo, mayo de 2022)

Foto: Alessandro Maradei

El último pícaro: murió Cacho de la Cruz

3 minutos de lectura
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Estrella de la TV uruguaya, tenía 88 años.

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En la tarde del viernes se conoció la noticia de la muerte de Arturo de la Cruz. Tenía 88 años. Nacido en Buenos Aires, Argentina, un 8 de mayo de 1937, había llegado a Uruguay con 20 años y una inquietud que era parte de su forma de ser: desvergonzado y seguro de sí mismo. De sus primeras andanzas orientales, los mayores testigos fueron sus compañeros en los Hot Blowers, como Bachicha Lencina y Ruben Rada, al que una vez disfrazó de hombre salvaje de un circo para cruzar un peaje chileno con dudosas credenciales.

Las locuras televisivas de Cacho no tuvieron casualidades. Él mismo, todavía anónimo, fue a golpear las puertas de Canal 12 y no demoró en volverse dueño de casa. Durante décadas, con El show del mediodía, El castillo de la suerte, Cacho Bochinche y los programas de Chichita, estableció usos y costumbres de la sociedad uruguaya de manera natural y amigable.

Los electrodomésticos y los chanchos que regalaba en El castillo..., con su gran socio Alejandro Trotta, eran la medida perfecta de las aspiraciones y los pequeños lujos de la extendida clase media. Los retos de Ultratón, el robot aleccionador de Cacho Bochinche, un manual de comportamiento algo rígido pero acorde a la época de reminiscencias castrenses, que funcionaba a la perfección para premiar y castigar.

Por sobre todos sus personajes, los de la paródica Telecachadas y los que promocionaba en figuritas, refrescos y detergentes, saltaba la figura de Cacho, un pícaro con sensibilidad popular, olfato, calle e intuición, que había encontrado la forma de explayarse como incorrecto humorista y circular por cotidianidad local, como el agua de la canilla o el humo de los choripanes del estadio.

Su talento también estaba sostenido por una gran formación musical a la que le había dedicado buena parte de su adolescencia, a su vez dedicada a tempranas experiencias laborales, que le aportaron un talante mercantil y el conocimiento del mundo adulto. “‘Cuando hay hambre, no hay pan duro’, dicen, ¿no? Yo elegí esta profesión desde muy chiquito. A los 14, 15 años, ya trabajaba haciendo monólogos de humor. Sin ninguna instrucción de teatro, cine, nada. El monólogo para mí era pararse en un escenario y conversar con la gente. Lo mío no era un chiste esperando la risa para contar otro y otro. Yo integraba al público al espectáculo; por ejemplo, [le preguntaba] ‘¿a usted le pasó esto?’. Y ahí empezaba a jugar con la gente. Ese ejercicio fue el que me ayudó para lo que luego hice en la tele”, le contaba a la diaria, en el invierno de 2017, ya retirado.

Cacho fue Krusty el Payaso mucho antes de la ocurrencia de Matt Groening. Se había ganado ese lugar de impunidad total desde el que solía bromear sobre su alcoholismo o el de sus compañeros, como el payaso Pelusita. La excusa podía ser una mamadera llena de whisky o una torta de cumpleaños especialmente condimentada.

Antes de internet, supo adueñarse con astucia de grandes éxitos que hizo suyos, como “La canción del auto nuevo”, de Pipo Pescador, y con los que vendió miles de discos y casetes. O, directamente, para él no había razones suficientes como para no probar con versiones uruguayas de sucesos mundiales, como cuando puso en pantalla a Phof (Pequeño Hombrecito Fastidioso), un personaje de sitcom que podría recordar lejanamente a Alf, o una bola de pelos perdida detrás de un sillón, y con la que conseguía vender los más inútiles juguetes de Fábrica Peñarol.

Ese permiso, el de un integrante de la familia sentado a la mesa, y la ajustadísima comedia con la que filtraba todas sus ocurrencias también posibilitaron, paradójicamente, que fuera un adelantado: nadie nunca hizo notar que Chichita era un hombre vestido de mujer y con peluca; todos sus televidentes fuimos un poco cómplices del castigo permanente, físico y psicológico, que recibían sus mayordomos mudos.

Desde ese lugar transgresor, también se vestía del periodista Julio Pedemonte, una persona con algún tipo de capacidad especial, con la que Cacho daba rienda suelta a su humor improvisado lleno de connotaciones sexuales, discriminatorias y amorales, sin haberse enterado de un solo castigo público.

Con o sin disfraz, lograba que sus morisquetas y su genial impronta fueran figura en un trasfondo de posdictadura que se encargó de delinear fuertemente desde su lugar preponderante los medios de comunicación. Retirado, confesaba los vicios y desbordes con los que había soportado grabaciones larguísimas o jornadas de televisión y funciones continuadas de carnaval y teatro para niños.

Fue quizás la máxima celebridad uruguaya de la década de 1980, de la que el chismerío elaboraba extendidas tesis sobre su antipatía fuera de cámaras, con algo de razón. Le dedicó su vida a la profesión, y alguna vez se sintió sapo de otro pozo ante la rivalidad entre el popular El show del mediodía y el prestigioso Telecataplum (en el que también llegó a tener un pasaje), de narices respingadas.

En su último domicilio en Punta Carretas tenía reservada la habitación más amplia para tocar jazz con sus amigos y otra más pequeña dedicada a su taller de pintura donde destacaba sobre un altar un pequeño muñeco de Astroboy.

Hizo las más grandes producciones de la tevé uruguaya, aunque en realidad no precisaba nada. Su mago de mentira fue una de sus más celebradas creaciones y sus momentos camperos junto al Pampa González siguen liquidándonos de risa. “Pasaron los años como surcándome el cuero”, recita el Pampa vestido de gaucho y se entrega a las “Horas negras”, de José Alonso Trelles. A su espalda, el brillo en los ojos de Cacho traspasa la pantalla y te hace trastabillar, igual que a su compañero de escena y su dentadura postiza.

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