Cacho de la Cruz. El más popular de los humoristas de Uruguay nació en el barrio porteño de Belgrano, hace 80 años. Hoy no hace televisión, pero sigue igual de inquieto que cuando era capaz de recorrer más de 20 tablados en una noche o de trabajar 16 horas por día para hacer un programa de entretenimientos y dos programas para niños cada semana.

Hace dos días que Arturo Cacho de la Cruz tiene puesto su disfraz de Pinocho. Casi rendido sobre una silla de tela, ve alargarse una madrugada calurosa de 1984 en los ojos de un viejo funcionario del canal que le retoca el maquillaje y la nariz puntiaguda.

Está a punto de salir a grabar una nueva escena de las Telecachadas, el sketch que se transformó en programa y suceso de Teledoce; uno más en su lista de grandes éxitos de la tevé rioplatense, que incluye Operación Ja-ja, Polémica en el bar, El show del mediodía, Telematch, El castillo de la suerte, Telecataplum, Almorzando con Chichita y Cacho Bochinche.

El Mago

Dice que tuvo una infancia “feliz”, aunque también “pobre”. “¡Ezia!”: recuerda el grito de un amigo de su madre italiana, cuando, antes de subirse al camión, les regalaba dos cajones de frutas del puesto de feria que todas las semanas se instalaba en la puerta de su casa.

Su padre, también llamado Arturo, era marroquí. Además de guardia carcelario y electricista fue operador de cine. Cacho niño le llevaba la comida todos los días al trabajo y así comenzó a conocer cómo funciona la magia.

En su adolescencia estudió publicidad, escuchaba y tocaba mucho jazz, bajo el influjo de sus primos maternos de alcurnia Blue Note.

A los 15, entre damas de compañía, humo bohemio y champagne, comenzó a fabricar su inigualable estilo, cuando, con total desfachatez, se subió al escenario de los cabarets de la noche porteña con sus monólogos de humor.

Rápidamente se convirtió en comediante, músico y productor de cada una de sus aventuras. Su sello identitario como actor es una mirada que mezcla transgresión adulta con picardía infantil. Como su célebre personaje “El Mago”, crea y rompe la ilusión en cada instante de risa.

A los 20 años llegó a Montevideo a probar suerte. Recorrió todos sus tablados y teatros. Golpeó la puerta de un canal y se quedó a vivir dentro de un televisor. Desde allí marcaría a generaciones de grandes y chicos con sus payasadas, álbumes de figuritas, casetes, chicles, alfajores, yoyós, pósters, camisetas. Todo con su cara estampada a todo color y bebida refrescante sabor naranja.

Acaba de cumplir su aniversario número 80 rodeado de sus hijos y nietos. Hace cuatro años que ya no fuma ni bebe alcohol. En su asombrosa memoria, las historias de amigos rotos y geniales, como el dibujante El Pachorra, burbujean a cada rato en su rostro.

Nos recibió en su hogar, amable, despierto, gracioso. Como en la tele.

¿Oficialmente jubilado?

Me fui por mis propios medios. Nadie me dijo: “Se terminó”. Me retiré con el rating más alto en todo lo que estaba haciendo. Consideré, en ese momento, que en muy poco tiempo iba a estar afuera, como desubicado. Es decir, fuera de lugar, tanto desde la vestimenta, el lenguaje, como por la agilidad propia y necesaria para la tarea. Sentí que iba a estar fuera del sistema, y para no ser una falencia dentro del sistema, ya está, dije: “Me retiro”.

¿Siempre fuiste así de inquieto?

Toda la vida. Ahora, puedo pasar hasta las cuatro de la mañana pintando, escribiendo, haciendo música. Vienen amigos, varios músicos de Telecataplum, músicos argentinos, chilenos, y nos juntamos a tocar en el living. Acá hay batería, teclado, contrabajo, todo. Y escucho jazz, nada más, jazz y tango.

¿Cuáles fueron tus referentes, tus maestros en el humor?

La verdad es que yo no estudié nunca. Pero sí puse mucha atención a los tipos que eran figuras en aquel momento. Mi voracidad por la comicidad comienza con Danny Kaye, pasa por Bob Hope, sigue por Jerry Lewis, Gene Kelly, Donald O’Connor en las comedias musicales. Hay que sacarse el sombrero con los americanos, porque las saben hacer ellos, nadie más. El drama siempre lo evité: no lo soporto.

Una de tus principales virtudes como actor es tu capacidad para generar una gran complicidad con el público. ¿De dónde surge ese talento?

Cuando hay hambre no hay pan duro, dicen, ¿no? Yo elegí esta profesión desde muy chiquito. A los 14, 15 años, ya trabajaba haciendo monólogos de humor. Sin ninguna instrucción de teatro, cine, nada. El monólogo para mí era pararse en un escenario y conversar con la gente. Lo mío no era un chiste esperando la risa para contar otro y otro. Yo integraba al público al espectáculo. Por ejemplo, “¿a usted le pasó esto?”. Y ahí empezaba a jugar con la gente. Ese ejercicio fue el que me ayudó para lo que luego hice en la tele. Hay gente que te responde del otro lado del televisor. La intención siempre fue despertar algo.

Incluso, en tus programas de televisión, acostumbrabas a mostrar lo que pasaba detrás de cámara o directamente te ponías a hablar con un camarógrafo mientras estaban al aire.

Y estaba prohibido. En eso sí me siento un líder. Era un atrevido. Por eso tenía muchas discusiones con la gente que mandaba en la televisión. Yo decía: “¡Caramba! Estamos entrando a la casa de la gente, los tipos no tienen que pensar que somos gente reservada, tienen que saber que somos iguales que ellos, que sufrimos, vamos al baño, eso no tiene nada de malo”. Ahora, si yo lo digo con una palabrota, ahí sí, fenómeno, que me lo recriminen.

En la época de El show del mediodía y Cacho Bochinche vivías en el canal.

Sí. Hacía 14, 15, 16 horas por día. A mí siempre me gustó meterme en todo, en la iluminación, la escenografía. Pero no decía “hay que hacer esto o aquello”, decía “¿vamos a probar de tal forma?”.

¿Qué recordás de las jornadas de grabación de las telecachadas?

Además de lo extensas que eran las jornadas de grabación, era interminable el proceso posterior de producción. Ahora podés hacer una telecachada con un teléfono y una computadora, tenés todo ahí. Antes no. Tenías que recurrir a software que para entenderlo tenías que ir a la universidad, y además costaba un dineral, o contratabas a un tipo que entendiera específicamente de esa herramienta.

¿Cómo arrancaba el plan?

Teníamos un gran equipo que lo armaba: escenógrafos, vestuaristas, maquilladores, iluminadores. Queda muy poquita de esa gente. Fueron muy valiosos, todos estaban pendientes de su trabajo. En 48 horas se decidía algo y tenía que estar pronto. Por ejemplo, “hagamos Blancanieves”, ¡y había que hacer toda la recreación de época! Entonces, allá salíamos a la librería a comprar los cuentos, los dibujos, a ver cómo eran, para luego transformarlos en escenografía, trajes, maquillaje. Era muy lindo. Las horas de grabación se iban como agua. Y no existía algo que ahora se ha hecho carne. Esto de “ no, yo ya terminé de trabajar”. Era, “loco, vamos a terminar esto que está fenómeno”. Cuando hicimos Pinocho, yo me dormía sentado y lleno de vendas para acostumbrarme a mover los brazos como un muñeco.

¿Cómo elegiste el traje para Cacho Bochinche?

Busqué la uniformidad en el vestuario y el color. Todo tenía que tener un equilibro. Si la gorra era rosa el pantalón tenía que ser, por ejemplo, bordó. Yo me preocupaba mucho por eso, y con vestuaristas de canal que me ayudaban con los diseños. Las camisas me las hacía un camisero amigo. Es decir, la idea era crearle un uniforme.

¿Y cómo se te ocurrió inventar el robot Ultratón?

¿Viste el Cuco? Bueno. O el Carlanco. ¿Dónde está el Cuco? Te mira por la ventana. Ahí viene desde el espacio. Yo hice todo eso con una lata de 200 litros, un tanque de petróleo. Claro, lo hicimos con grandes amigos: por ejemplo, un gran chapista de autos lo fue modelando, le hizo las cuñas y todos los detalles. Para las mangas, para que fueran flexibles, tuve que traer de Buenos Aires unos caños de calefacción. Acá los únicos que habían eran de acero inoxidable y esos no se podían mover. Cuando vengo para acá y me paran en la Aduana –ya me conocían porque yo iba y venía todo el tiempo– me dicen “¿qué es eso?”. “Mirá, tomalo como quieras, pero no te lo puedo explicar, o si te explico no lo vas a entender y vas a pensar que es contrabando, pero la verdad... voy a hacer un robot”. “¡Qué!”, me dice el tipo. “Bueno, vos esperá”. Después, cuando lo vio en la tele, no lo podía creer.

Me llamó la atención lo que le contaste al periodista Facundo Ponce de León en su programa El origen: humor rioplatense sobre cierta rivalidad entre El show del mediodía y Telecataplum. Vos decís que El show era percibido por algunos sectores del público o por los propios actores como un programa más popular, porque sus humoristas venían del carnaval, mientras que los de Telecataplum eran “nariz respingada”...

Eso es cierto. También tiene que ver con la mirada de cada uno.

Pero vos lo sufrías un poco...

Porque yo quería estar ahí. [Más tarde en su carrera, Cacho tendría un pasaje por Telecataplum]. A mí me gustaba, ¿entendés? Era sapo de otro pozo. Me acuerdo de que a veces me encontraba en la cantina con amigos de Telecataplum y les preguntaba “¿viste El show del mediodía ayer?”. “Uh, justo no pude”, me decían. Y cuando ellos me preguntaban “¿viste Telecataplum ayer?”, “no, no miro tele, yo leo” les contestaba. Je, yo me calentaba, pero ellos también. Pero hay que sacarse el sombrero. En el Río de la Plata, el humor es antes y después de Telecataplum. Ahora todo el mundo habla de Les Luthiers, pero ellos le copiaron a Telecataplum.

¿Qué sketch disfrutabas más?

Me divertía con todos. A veces viene gente y me hace recordar cosas y digo “¿yo hice eso?”. El otro día un amigo me mostró un video de un sketch en el que el Pampa [Antonio González, integrante del elenco de El show del mediodía] hacía un recitado y yo lo acompañaba. En un momento el Pampa pega un grito, ¡y yo empiezo a tirar todo el decorado! Cuando hacía esas cosas nadie paraba, porque las hacía a propósito, pero en verdad nadie sabía exactamente lo que iba a hacer yo. Eso lo disfrutaba mucho.

¿Es verdad que te quedaste en Uruguay por las inundaciones?

Sí, un accidente: las inundaciones de 1959. Tres cuartas partes del país inundado. Ese accidente me trajo el mejor accidente de mi vida, que fue trabajar acá. No había manera de irse, y me quedé. Hubo gente que creyó en lo que yo hacía y me dio trabajo. En esa época usaba el trombón como instrumento más de cómico que de músico. Es un instrumento que siempre usaron los payasos, se desarma... tiene muchas posibilidades. Ya tocaba jazz en Buenos Aires, pero acá me parecía que no tenía lugar.

Un día estaba actuando en una boîte que se llamaba Pigmalión y viene Daniel Bachicha Lencina, que era trompetista del Hot Club, y me dice “te vinimos a ver, vos tocás con Lamarque Pons y grandes músicos”. “No, yo toco muy poquito”, le decía yo. “Dale, venite un día al Hot Club”, me insistió. Y fui. Estaba en Guayabos y Jackson. Empecé a tocar con ellos, unos fenómenos, musicazos los tipos. Un día les digo, “muchachos, yo les voy a explicar: yo vivo de esto. Ya que ensayamos tanto y sale tan bien, vamos a buscarle la vuelta para poder comercializarlo”. Y encontramos a un señor para que nos representara, le fuimos a hablar, se llamaba Alvariza, y arreglamos. Acordamos con él: “Vamos a tomarlo por el lado del espectáculo”. Había una orquesta alemana que yo la había visto en Buenos Aires, después vino acá, y nos sirvió de referencia, hacían dixieland pero con comicidad. “¡Esto es negocio!”, pensé. La gente puede bailar, y si no quiere, mira lo que estamos haciendo en el escenario, y si no, mira y baila a la misma vez. Ahí arrancan los Hot Blowers. Empezamos a hacer eso, y por suerte caminó como siete, ocho años. Hicimos giras por Centroamérica, de todo.

En tu época de tablados de carnaval, saliste solo y con conjuntos...

Maravillosa época. Salí con los Hot Blowers, y con Roberto Capablanca. Con Capablanca tenemos el récord: 21 tablados en un día. Los sábados y domingos los tablados empezaban a las diez de la mañana y terminaba a las cinco o seis de la madrugada. El barrio vivía eso. Ahora se perdió la concomitancia, la gente no sabe quién es el vecino, antes era todo “cuidame al pibe que voy hasta allá…”.

¿Cómo hacían para bancar 21 actuaciones? La voz, el ánimo...

Una locura. Ni nos dimos cuenta. Era “vamo’ a tal lado, vamo’ a tal lado, vamo’ a tal lado…”. El escenario es brutal, tenés un ataque al hígado y cuando te subís no lo tenés más, y te bajás y lo tenés de vuelta. No sé si es la adrenalina, la responsabilidad, o una locura. Se te pasa todo, es “tengo que laburar y chau”. Es brutal. Hay dos o tres muchachos de esa época que trabajaban conmigo y siempre vienen a comer acá, a conversar, y empezamos: “¿Te acordás de aquello, esto, lo otro?”.

El otro día uno de ellos me recordaba cuando tuve culebrilla. Me decía “vos no sabés lo que sufrías, estabas haciendo El castillo de la suerte, y en el corte te agarrabas de las paredes y decías ‘por favor, frótenme la espalda, no puedo más’ y cuando venías al aire, ‘vamo’ y salías de nuevo con la sonrisa, con todo”.

Algunos artistas dicen que la respuesta del público, la risa, genera cierta adicción. ¿Cómo es eso?

Esto es un laburo, igual que el tuyo o de este muchacho que vino a sacar las fotos. El ambiente artístico se supone que tiene cierto misterio, pero lo inflan demasiado. Hace un mes vinieron nueve vedettes argentinas a hacer un espectáculo acá en Montevideo. Me quedé con ellas, compartiendo el teatro, las comidas, y en un momento les digo: “Chicas, era todo mentira lo que hacíamos nosotros”, y se mataban de la risa, “¡tenés razón, era así!”. Se sacan fotos, muestran las piernas, las curvas, qué linda, y de repente una tiene anemia o un dedo hinchado de diabetes y no puede pisar.

Brazos en alto

No nos pudimos ir de su casa sin pedirle que nos mostrara algunos de sus tesoros. “Cuando me jubilé regalé todo”, nos había advertido.

En una habitación que, a diferencia del resto de la casa, luce bastante rústica, están, destacados y bastante lejos del alcance de la mano, los juguetes de Super Cacho y Ultratón con sus cajas originales.

Finalmente, luego de la charla, decidió que debíamos conocer cada habitación de su hogar: su sala de ensayo, su cuarto, el living donde mira musicales, y por último, una muy pequeña habitación-taller de dibujo sin ventanas, algo así como su último refugio, con cientos de pinceles y lápices, un atril, una lámpara de 45 watts, caricaturas de notable calidad en sus paredes, y una repisa de madera con un muñeco del robot japonés Astroboy con los brazos en alto.