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Felisberto y Juana ilustrados

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La editorial carolina Morisqueta lanzó La pelota y Las canciones de Natacha en cuidadísimas ediciones ilustradas por Diego Bianki y Alicia Baladan.

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Editar

La editorial Morisqueta, dirigida por Leonardo Noguez y Alejandra González, tuvo su estreno por todo lo alto con El rojo orgulloso, con textos de González e ilustraciones de Daniel Kondo. Ese primer libro de la casa con sede en San Carlos, Maldonado, fue premiado con el BRAW Amazing Bookshelf en Bolonia y con el premio a las letras en la categoría ópera prima en Uruguay en 2023. Con la consigna “Hacemos libros ilustrados que despiertan curiosidad y abren nuevos horizontes”, están construyendo un catálogo potente, por ahora pequeño, pero muy auspicioso tanto por la calidad de los textos como por la adecuada selección de la ilustración y el cuidado en la edición.

Este año sorprendieron con la inclusión, además de El primer día de clases, de sendos títulos de dos grandes autores nacionales: La pelota, de Felisberto Hernández, y Las canciones de Natacha, de Juana de Ibarbourou, en cuya ilustración trabajaron Diego Bianki y Alicia Baladan, respectivamente. En ambos casos, la obra se acompaña de una addenda en la que el investigador Andrés Echeverría aporta información acerca de los autores y su obra, y una línea de tiempo que ayuda a ubicarla en relación con acontecimientos históricos relevantes.

La pelota

La publicación de La pelota en versión para niños y niñas es, antes que nada, una satisfacción personal: si se me permite la digresión autobiográfica, desde que leí por primera vez a Felisberto, en la breve antología de Capítulo Oriental que estaba en casa, por indicación de la profesora de Literatura de quinto de liceo, al tiempo que esa literatura única en su especie, a la que la crítica ubicaba, impotente, dentro de la categoría “los raros”, me producía un impacto estético total, germinaba en mí una convicción: ese cuento sencillo, tierno, que abría el pequeño librito era, de algún modo, además, un cuento para niños. Cuando empecé a bucear en la literatura infantil y juvenil, a leer obras de acá y de allá, esa convicción se hizo cada vez más firme. La publicación de La pelota en libro álbum fue, antes que nada, una excelente noticia, algo que, de alguna manera, venía a cubrir una necesidad. La selección del ilustrador, por otra parte, no podía ser más acertada: las ilustraciones de este libro fueron finalistas en la edición 2025 de la Feria del Libro de Bolonia. La tipografía de la portada, con reminiscencias del diseño modernista, funciona como un guiño a los carteles del Mundial de fútbol de 1930, el inaugural en Uruguay en el estadio Centenario. La inclusión en la portada de un taumátropo, un antiguo juguete que produce un efecto visual, invita a jugar.

El eje del cuento es la pelota que se enuncia en el título, que va tomando distintas formas y adquiriendo sentidos a medida que estructura la narración desencadenante del conflicto. Primero es objeto de deseo: la pelota de varios colores que tienta al narrador, un niño de 8 años, desde la vidriera del almacén. Después, es hechura casera de la abuela: una pelota de trapo con la que debía conformarse. Y luego, las distintas transformaciones de ese objeto que va cambiando de forma con los golpes al jugar. En esa peripecia cotidiana de un capricho infantil, pequeños gestos son los que hablan por los personajes: el dulce de membrillo para olvidar la tristeza, la sonrisa disimulada al ver la pelota de trapo terminada, la generosidad callada de coser aquel objeto que nunca será igual a la pelota original, el regazo amoroso que consuela y abraza.

Equidistante entre la ternura y el asombro como forma de ver el mundo, con elementos que permiten atisbar una infancia de otra época, La pelota conmueve sobre todo por lo que tiene de universal y de atemporal: el poder transformador del juego, la complicidad callada entre abuelos y nietos.

Las canciones de Natacha

Juana ha sido lectura recurrente en las lecturas para niñas y niños, sobre todo en la escuela; Juana forma parte del canon. Integra, sin ir más lejos, la antología que José María Obaldía y Luis Neira hicieron en 1977 y que acaba de reeditar Banda Oriental, así como la colección Gurises de esa editorial, y la edición de La mancha de humedad con ilustraciones de Matías Acosta publicada en la colección ¡A volar!, también de Banda Oriental, fue seleccionada en los prestigiosos White Ravens de la Biblioteca Juvenil de Fráncfort en 2015.

En este caso, Morisqueta se inclinó por publicar poesía de la autora, las nanas de Las canciones de Natacha, que, indica la reseña de las páginas finales de este libro, la poeta escribió en 1930 para la hija del crítico y ensayista dominicano Pedro Henríquez Ureña. Se trata de un largo poema de verso breve –cuartetas de hexasílabos– en el que la musicalidad y la fantasía son protagonistas, y que a un tiempo abreva en la tradición de las canciones de cuna y provee un acervo al que recurrir para el arrullo del bebé. Las ilustraciones de Baladan, que juegan con la geometría, la transparencia y un trabajo delicado y equilibrado con el color, son de una calidad destacada y recrean el ambiente onírico en la alusión al bosque y a los cuentos de hadas.

“Las canciones de cuna son edificios de lengua que se les ofrece a niños que están aprendiendo a habitarlos”, dice la lingüista mixe Yásnaya Aguilar. La especialista en literatura para la primera infancia María Emilia López, en Un pájaro de aire. La formación de los bibliotecarios y la lectura en la primera infancia las define como “tal vez la primera experiencia poética, ligada a los cuidados básicos, a la necesidad de protección, tanto del bebé como del adulto que acompaña y debe encontrar modos acertados de contener y sostener a ese ser naciente” y cita a Federico García Lorca, que destaca la permanencia de estas canciones a través del tiempo: “Mientras una catedral permanece clavada en su época, dando una expresión continua del ayer al paisaje siempre movedizo, una canción salta de pronto de ese ayer a nuestro instante, viva y llena de latidos como una rana, incorporada al panorama como arbusto reciente, trayendo la luz viva de las horas viejas, gracias al soplo de la melodía”. Como sea, las nanas, los arrullos que se le canta al bebé son una primera aproximación poética, textos primigenios que unen generaciones y actualizan lo ancestral en lo cotidiano.

Esa es la esencia de estas canciones de Natacha que recrea Juana de Ibarbourou para ser en estos versos breves, en estas estrofas sencillas, una poeta de la cercanía, alejada de los reconocimientos grandilocuentes, dueña de la palabra que arrulla, de la rima que se guarda y se lleva en la memoria. Los versos narran pequeñas historias, mínimas, y giran en torno a aquello que es su función: la amorosa labor de hacer dormir, las noches en vela intentando todo para que el sueño llegue y, con él, el descanso. Sencillez y delicadeza van de la mano en la manera gozosa en la que la poeta elige las palabras, las paladea. Y ese ensueño lo acompaña la ilustración de Baladan, que escenifican los versos y aportan una iconografía nocturna para descifrar y dejarse enredar.

Las canciones de Natacha, de Juana de Ibarbourou con ilustraciones de Alicia Baladan. 54 páginas. $ 890. Morisqueta, 2025. La pelota, de Felisberto Hernández ilustrado por Diego Bianki. 62 páginas. $ 890. Morisqueta, 2025.

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