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La poética de la demora de Adriana Hernández

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El disco Mientras bailamos se presenta el jueves.

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Este jueves se presenta Mientras bailamos, el disco que Adriana Hernández grabó el año pasado. En él, Hernández trabaja la música como un espacio donde la experiencia aparece en un tiempo que nunca se ofrece de manera plena.

La producción, junto con Gonzalo Deniz, favorece una mezcla de pop, folk e indie de líneas limpias. La voz recuerda la serenidad de Rosario Bléfari y el lirismo atento de Kate Bush, aunque su fraseo crea un registro propio que evita el énfasis y abre un lugar donde la escucha se vuelve presencia sostenida. Los sintetizadores evocan el clima de Beach House con un espesor más terrenal; las guitarras con reverb leve dibujan bordes que respiran y la percusión propone un pulso que acompaña en lugar de imponer velocidad. Cada canción se organiza como un intervalo que no busca cierre.

La apertura con el track que da nombre al disco crea un territorio en que la temporalidad se vuelve materia. Los versos que anuncian que “las luces se encienden/ y vamos juntando las fuerzas que quedan” anticipan la lógica de todo el trabajo. La voz flota sobre capas de sintetizador y batería mínima, e instala un tiempo en suspensión donde cada nota permanece abierta a la variación. No se trata de un presente seguro por completo, ya que cada nota está abierta a la posibilidad de variación y cada repetición incorpora la fragilidad del instante. En “Se derrumba” aparece la casa como imagen que deja de ofrecer estabilidad. El texto afirma que “mi técnica es disimular/ que el día avanza, hasta estallar”. Los instrumentos parecen demorarse en ese borde y el bajo tantea una armonía que siempre podría desviarse. El tiempo se quiebra y ese quiebre organiza la escucha, haciendo que funcione como una experiencia del límite que no separa claridad y confusión.

El tercer track, “Dicen que un día de estos”, introduce un tono narrativo con una memoria que se presenta sin imposición (“Todo empezó en un tiempo en que deambulaba la muerte acá”). La melodía asciende con un gesto tenue y luego retrocede, como si el recuerdo cargara su propio peso. Las hipótesis que ordenan uno de sus versos principales (“Sea la suerte, sea el destino o sea el azar”) se deshacen en una línea melódica que conserva un aire de conversación íntima y su evanescencia se muestra aquí como una vibración compartida entre voz y arreglo. De allí que la siguiente canción, “Todo lo que tengo”, retome un conjunto de actos cotidianos para convertirlos en un modo de escena. La armonía gira en un bucle cuidadoso y el estribillo plantea un amor que combina honestidad y artificio. La producción registra respiraciones y leves distorsiones que subrayan la tensión entre la espontaneidad, la pose y la ironía. La emoción se despliega como algo construido y vivido simultáneamente.

Sin embargo, “Mudanza” propone otra dirección. El verso que anuncia que “las plantas que regás te van a envenenar algún día” propone una mirada donde el afecto convive con la mutación. El bajo sostiene un motivo descendente y la voz se adelanta al compás como si buscara un tiempo que ya está en transformación. La imagen de las “plumas negras (que) en tu pecho nacerán” inscribe una metamorfosis que altera el modo de entender el propio cuerpo. El movimiento nunca se completa del todo al ver cómo lo onírico se mezcla con lo físico. La sexta canción, “Partida”, expande esa fractura mediante un juego de voces dobladas que crea la sensación de un yo que se divide. El estribillo –“no quiero ir sola hasta el destino”– presenta un pedido simple aunque cargado de tensión. Los acordes cambian de función y la canción termina en un punto que parece idéntico al inicio, aunque la voz ya ha atravesado una modificación. El presente de la escucha se abre a un pasado que aún vibra y no se estabiliza de forma lineal.

Quizá por eso “Primero de enero” trabaja la infancia como una zona de tránsito. La repetición del pedido “Armen la valija, el año terminó” crea un ritmo de plegaria. Las guitarras acompañan con un murmullo y el tempo ralentizado convierte la nostalgia en un rito doméstico, con algo de road movie en esa evocación de veranos, casas vacías y recorridos. El desplazamiento siempre deja una huella y esa huella no busca una verdad última. “Protegiendo mi jardín” propone una ética afín con cierto dejo de tribalidad: “Que no se culpe a mis manos,/ es sólo nuestro el altar”. La voz cuida aquello que nombra y el bajo en registro medio grave remite a la melancolía de The Cure, en especial a la línea de “Pictures of you”. La melodía permite que el miedo se convierta en una forma de atención. La canción expone un espacio donde proteger implica escuchar con más detalle.

Ya en la finalización de este recorrido, “Caminar” retoma la relación entre cuerpo y memoria. El ritmo funciona como una marcha interior. Cada paso mide un recuerdo porque “siempre entre sueños puedo encontrar mi casa de niña”. La casa del primer tema reaparece, pero ya no como refugio sino como búsqueda. Los acordes se enlazan por afinidad y esa afinidad crea un sentido que se desplaza con el andar. El movimiento corporal produce su propia forma de pensamiento. El décimo track, “Cuando era niña”, cierra el disco con una pregunta que se expande en coros con delay: “¿Será verdad/ que al final del tiempo/ existe un lugar donde eso es cierto?”. Frente a un mundo que mide todo en términos de productividad, Mientras bailamos propone otra economía: la del intervalo. Con Hernández, se aprende que el tiempo no es precisamente para dominarlo, sino para permanecer en su latido.

Mientras bailamos, de Adriana Hernández. Dora Club Records, 2025. En plataformas. Presentación: Jueves 4 de diciembre a las 21.00 en Sala Ducón (Durazno y Convención). Entradas $ 400 en Redtickets.

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