Hace ya unos meses visité Montevideo por última vez y sin embargo me sigue atormentando la duda: ¿qué pasó con la casa en la calle Carlos Quijano? La noche en que por accidente me encontré allí se reproduce casi como un evento traumático. Un edificio gigante distorsionó mi memoria, alterando la percepción del espacio en la cuadra. Me esfuerzo, pero no distingo la casa. ¿Seré yo que después de tantos años ya no reconozco la ciudad?
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Últimamente, el debate sobre el desarrollo urbano de Montevideo se ha intensificado, con especial acento en la conservación del patrimonio arquitectónico. En este debate se impone una visión de la ciudad historicista, que habla de los edificios sin hablar de las personas que los habitan. Circulan en las redes sociales imágenes producidas con inteligencia artificial que muestran una Montevideo irreconocible, insípida. Parece ser que el modelo de lo que se considera patrimonio es una ciudad europeizada, sin reconocer la riqueza arquitectónica.
En vistas de la propuesta de ley que promueve el Frente Amplio para garantizar el derecho a la ciudad en la legislación uruguaya, ¿podemos conciliar una visión de la ciudad que pueda configurar una identidad arquitectónica en clave de presente?
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En la década de 1980, la arquitecta ítalo-brasileña Lina Bo Bardi se enfrentó a esta cuestión durante el proyecto de restauración del centro histórico de Salvador de Bahía. Tras la declaración de la Unesco como Patrimonio de la Humanidad, la municipalidad le confió la elaboración de un plan rector que guiará su restauración. Este no fue su primer contacto con la ciudad: en 1959 había impulsado la creación del Museo de Arte Popular, entre otras iniciativas culturales, durante los seis años en que impartió un curso de Teoría y Crítica de la Arquitectura en la Universidad Federal.
Cuando Bo Bardi volvió al barrio de Pelourinho, describió el estado del casco histórico como un “terremoto involuntario”, en alusión al abandono que había sufrido durante la dictadura militar. Bo Bardi trabajó en el proyecto junto con los arquitectos Marcelo Ferraz y Marcelo Suzuki, e interpretó esta tarea de manera excepcional, señalando que lo que debía preservarse era, en sus propias palabras, el “alma popular da cidade”. Para Bo Bardi, era fundamental que el proyecto no desplazara a los residentes de clase baja que habitaban el centro histórico, sino que mejorara sus condiciones de vida.
En lugar de recurrir a técnicas tradicionales de construcción, Bo Bardi colaboró con el arquitecto João Filgueiras Lima en el diseño de elementos prefabricados que permitieran reducir los costos y ser transportados con facilidad. En la Ladeira da Misericórdia se desarrolló un proyecto piloto para poner a prueba este enfoque, que derivó en obras como el restaurante Coati, la restauración de la Iglesia da Barroquinha y otras más allá de la ladera, como el centro cultural Casa do Benin. Además, propuso usos mixtos que combinaran vivienda y espacios de trabajo. Bo Bardi desarrolla en este período la idea de “presente histórico”, refiriéndose al pasado como cultura viva. En 1992 dijo: “Frente al presente histórico, nuestra tarea es forjar otro presente, ‘verdadero’, y para eso no es necesario un conocimiento profundo de especialista, sino una capacidad de comprender históricamente el pasado, saber distinguir lo que servirá para las nuevas situaciones de hoy que se presentan”.
En estas ideas se condensa un viaje político y personal de la arquitecta, que transforma radicalmente su pensamiento durante esos años, a través de su encuentro con Salvador de Bahía y su gente. En 1989, Bo Bardi renunció al proyecto al percibir que las prioridades políticas se habían alejado de su intención original.
El derecho a la ciudad implica el derecho a imaginar la ciudad. En términos concretos, Henri Lefebvre llamó a la autogestión como condición necesaria para la participación activa. La visión que desarrolla Bo Bardi es la de un patrimonio al servicio de la cultura contemporánea, donde las personas son protagonistas de la transformación del ambiente construido existente.
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En la novela Irse yendo, de 2021, Leonor Courtoisie describe una Montevideo en ruinas. La decadencia interior permea toda la ciudad (o quizás es la ciudad que permea el interior), mientras las grúas y las retroexcavadoras avanzan. En la historia, esas ruinas están vivas, hay bocas de drogas y personas que son desalojadas. En un pasaje dice: “Van a demoler la casa y nadie va a poder volver a pasar por la puerta porque la van a convertir en edificio, y les va a generar tanta angustia que se van a enfermar, alguien se va a enfermar. Alguien se va a enfermar y se va a morir”.
Mientras escribo, recorro en Google Maps la cuadra de Carlos Quijano y revivo la confusión de esa noche. En el street view, fechado en julio de 2015, la cuadra está tal cual como la conozco, pero en la imagen aérea un edificio grotescamente enorme se impone; la perspectiva no me permite distinguir dónde está. Finalmente, mi cuñado me informa que la casa sigue en pie. Es ahí que me doy cuenta: no reconocí la casa porque ya nadie vive allí.