Alguna vez escuché decir al historiador José Rilla, escéptico ante la pretensión de encontrar la fecha exacta en que nació nuestro país, que lo que sí es cierto y particular es que Uruguay existe antes que los uruguayos. Cerca de los 200 años de la Declaratoria de la Independencia, hay varias elaboraciones artísticas que parecen volver sobre esta temática. El 4 de julio se estrenó en el Cabildo de Montevideo Fiesta patria, de Mariana Percovich, que se pregunta por las “heridas de la patria”, mientras que es inminente el estreno de Ponsonbyland, un documental que promete profundizar en la urdimbre que el célebre Lord Ponsonby elaboró para que naciera nuestro particular Estado.
Constituido Uruguay y jurada su Constitución el 18 de julio de 1830, la “identidad” nacional empezó a forjarse sobre varios “mitos”: la “ingobernabilidad” de los uruguayos, el carácter de “Suiza de América” o la famosa “garra charrúa”, esa que remite, más allá del fútbol, a un país pequeño que enfrenta a gigantes. Justo cuando Uruguay como potencia futbolística comenzaba su declive, quiso el destino que escribiera su página más épica: el 16 de julio de 1950 derrotaba a Brasil en Maracaná y nacía una leyenda que por décadas condicionó a gran parte de los habitantes del país.
La metáfora futbolística para hablar de una sociedad quebrada que se apoya en su pasado para mantener la esperanza en el futuro tiene ilustres antecedentes, más que nada en la música popular. “Los olímpicos”, de Jaime Roos, o “Pelota al medio”, de Jorge Lazaroff, son buenos ejemplos. El uruguayo (o la ceguera de la esperanza), la obra de Leonardo Sosa, por momentos puede pensarse en clave similar, pero al recortarse la historia en un personaje singular algunas “patologías” aparecen subrayadas.
Marcos, el protagonista, es un futbolista que ronda los 30 años y vuelve del exterior con una valija y una lesión. Lo espera su hermana Jazmín y a partir de allí se despliega una convivencia forzada, cargada de silencios y reproches, pero también de afecto. Viven en un barrio de la periferia, en un “asentamiento”, como se le dice ahora al “cante”. Y si bien la confesión demora en llegar, retrasada por promesas de pases al exterior y contratos, sabemos que saben que la carrera futbolística de Marcos está acabada. Cuando finalmente es asumido y puesto en palabras, la tragedia se despliega.
La carrera del futbolista, breve pero prometedora de un futuro que se impone a las carencias materiales, sirve a Sosa para referirse a un sector social hundido en la necesidad diaria. Las esperanzas de trascender esa realidad cotidiana, lógicamente, no pueden fundarse en trabajos precarios y mal pagos. Las habilidades futbolísticas de algún familiar suelen ser una posibilidad mucho más concreta y esto impone, muchas veces, grandes sacrificios, no sólo al “futbolista”, sino a todo el entramado familiar. Sin embargo, la estadística es implacable y son muy pocos los casos de futbolistas que logran trascender. La frustración puede afectar a todos quienes pusieron sus esperanzas en la “promesa”, pero es particularmente potente para el propio futbolista. De alguna forma, esto se une, en la obra de Sosa, al mandato masculino de proveer, y esta presión parece doblemente pesada para Marcos.
Lo notable, insisto, es que Sosa no se queda en la anécdota, sino que a través de ella hace una radiografía de lo colectivo: el fútbol como fábrica de presiones y la familia como núcleo frágil donde chocan y se trenzan los sueños. En sociedades como la nuestra, en las que el éxito inmediato parece imponerse como necesidad existencial, las esperanzas ficticias ciegan la visión de los individuos que no logran luego manejar sus frustraciones. La precaria salud mental tiene que ver con una dinámica social que promete y no cumple, y el fútbol es un particular microuniverso que potencia este tejido de esperanzas y frustraciones.
Marcos es encarnado por Nahuel Delgado, quien impone una presencia perfectamente adecuada a su personaje. Delgado tiene experiencia en manifestaciones escénicas populares: hace algunos años fue protagonista de uno de los mejores momentos del carnaval, cuando con los parodistas Aristophanes contaba la historia del movimiento Tacurú. Allí, un grupo de barrenderos tacuruses eran tomados por ladrones al ir a cobrar a un banco, y el personaje que encaraba Delgado respondía “Nos ganamos la plata laburando, bo... no les voy a pedir disculpas por no llevar traje ni vestir de manera elegante”. Los universos de aquella historia de Aristophanes se tocan con el de El uruguayo, y no sólo por la excelente actuación de Delgado.
La contraparte de Marcos es Jazmín, interpretada por Stefany Santos, quien hace una gran dupla con Delgado. La realidad cotidiana aparece a través de diálogos creíbles, en los que las esperanzas toman formas a veces inverosímiles, mientras ómnibus atestados no paran y los trabajos parecen siempre inestables. Quizá el único momento discutible de la pieza sea cuando Marcos asume su situación y le dice a su hermana que ella es la verdadera heroína de la historia. Uno no sabe en ese momento si el que habla es Marcos o es el autor que no confía en que la idea llegue sin esa declaración explícita.
Sosa, más allá de articular un texto que lleva a los escenarios teatrales una situación que pocas veces los pisa, hace un gran trabajo de dirección, permitiendo que la historia se vaya desarrollando sin saltos, aunque el desenlace se intuye a poco de comenzar el espectáculo. Algunos elementos escenográficos mínimos se articulan y desarticulan permitiendo generar todos los espacios que El uruguayo necesita. Es claro que Sosa pone en la obra parte de su experiencia vital, pero logra trascenderla para reflexionar acerca de cómo gran parte de la población vive condicionada por una posibilidad remota que apenas permite evadir el presente.
El uruguayo (o la ceguera de la esperanza). Sábados 20.30 y domingos 19.30, en la Sala 2 del teatro Circular.