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Ilustración: Ramiro Alonso

La parte que falta

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“Le llaman el clona. Como si fuese un amigo, el amigo díscolo que llega para salvar la tarde”

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¿Quiénes nombran así al clonazepam? ¿Quiénes son los que nombran de manera abreviada, y casi afectuosa, a esa popular benzodiacepina que actúa sobre el sistema nervioso central? Los adolescentes (algunos de ellos, claro). Bueno, ¿y qué nombre le dieron, finalmente? Le llaman el clona. Como si fuese un amigo, el amigo díscolo que llega para salvar la tarde.

La primera vez que escuché esa expresión –el clona– en boca de alguien muy joven tuve miedo. El mundo a mi alrededor se desmoronó un poco. Sólo eso, sólo un temblor frío. ¿Qué es esto?, pensé, me pregunté. Y también cómo y por qué. Después lo volví a escuchar en boca de algunos ya no tan jóvenes, y de adultos también. Al parecer, tomarse un clona cuando las cosas van muy mal, o cuando van apenas mal, es algo de lo más común.

***

Por asociación, recordé a Mafalda, la vi en la farmacia del barrio, la cabeza algo echada hacia atrás, mirando al farmacéutico, un señor que la escucha sorprendido mientras ella le pide “nervocalm gotas”. El contexto es siempre un ataque de nervios sufrido por su padre o su madre debido a una pregunta de Mafalda sobre política, filosofía o sexualidad. El calmante en gotas de Quino era un buen recurso para esas situaciones puntuales en las que los adultos no sabían responder a las inquietudes de un niño. En un mundo que no ha cambiado en lo sustancial, la antigua excepción parece ser ahora la regla.

Recordé también una escena de la novela La manzana en la oscuridad (1961), de Clarice Lispector, en la que el protagonista le pregunta a la muchacha por qué toma tanto calmante y ella le responde que tomar calmante es como si alguien estuviera gritando y otra persona le pusiera una almohada en la boca, para que no se oiga el grito. Y agrega: “Cuando tomo calmante no me oigo gritar, sé que estoy gritando, pero no oigo”.

***

Laurie Anderson se rompió la columna cuando era niña: se tiró desde un trampolín y le erró a la piscina. Así lo cuenta en su poema cinematográfico El corazón de un perro (2015). Estuvo internada durante semanas en el hospital, “en la misma sala de traumatología que los chicos que se habían quemado y estaban colgados de esos cabestrillos giratorios, como al espiedo”. Con el tiempo pudo volver a caminar, aunque durante dos años tuvo que usar un “soporte metálico enorme”.

Ella dice que mucho más tarde, cuando alguien le preguntaba sobre su infancia, esa era una anécdota que solía contar: el salto, la caída, el hospital, el aparato ortopédico colocado en su espalda. Eso, y nada más. Y siempre, sin saber por qué, le quedaba una sensación extraña, como si la anécdota estuviese incompleta, como si algo le faltara.

Un día, mientras volvía a contar la historia, cuando describía a los niños que colgaban en los cabestrillos, recordó: “Era el sonido de la sala por la noche. Eran los sonidos de todos los chicos llorando y gritando. Eran los sonidos que hacen los chicos cuando se están muriendo”. Y recordó también el olor intenso a remedios y piel quemada que había en la sala, y el movimiento de las enfermeras, el modo en que ellas afrontaban aquello. Esa era la parte que faltaba.

***

Pasa un niño por mi ventana. Tiene autismo severo y mientras camina emite un sonido gutural agudo que va variando en tono e intensidad; es un largo grito que por momentos parece estar desprendido de él mismo. Imagino que es una herramienta, un modo, una estrategia más para lidiar con el mundo.

***

Pienso en la frecuente necesidad de tener un calmante a mano, de imaginar que es algo distinto a una droga, algo más que un medicamento inventado por una humanidad desesperada; en creer que es como un as en la manga, un “soporte metálico” que nos ayuda a mantenernos erguidos; el aliado querido y buscado que nos salva de nosotros mismos.

Y pienso, también, en la trampa de ponerle un nombre lindo. Un apodo con gracia. Algo para decir a los demás, para que lo repitan, para que todos lo digamos así, rápido, sin miedo, fácil. Y en tomarlo como quien da esa orden a otro, que apriete bien la almohada, más fuerte, un poco más.

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