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Super Mario Bros.

Entre hongos y cañerías: 40 años de Super Mario Bros.

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El videojuego más influyente de la historia.

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En 1977 se estrenó la película Star Wars, de George Lucas, que resultó un fenómeno universal y su influencia atravesó otras galaxias no tan lejanas. Las pantallas de los videojuegos, un entretenimiento recién parido, se inundaron de naves espaciales, empezando por Space Invaders (1978), que tuvo varias copias, incluso mejores y más coloridas, como Galaxian (1979), de la empresa japonesa Namco. Pero la “escenografía” y la mecánica de esos videojuegos era muy rudimentaria: un monótono fondo negro con una pizca de estrellas (“el espacio”) y un enjambre de aliens, mientras el jugador quedaba al mando de una navecita que sólo se movía hacia los costados para disparar un mísero y alargado pixel que oficiaba de balazo intergaláctico.

En 1980, a un tal Tōru Iwatani, de 25 años, también de Namco, luego de ver la redonda pizza que tenía en la mesa sin el triángulo que le acababa de cortar, le vino la imagen de un macaco comilón y creó Pac-Man. Aunque la acción seguía incrustada en un escenario fijo, amplió la jugabilidad: movíamos al personaje por toda una laberíntica pantalla, escapando de cuatro fantasmas, inmersos en vívidos colores y sonidos. Por eso fue el primer emblema del entretenimiento digital que se convirtió en un fenómeno pop, con canción y todo, “Pac Man Fever”.

Pero el 13 de setiembre de 1985, hace cuatro décadas, también en Japón (¿dónde más?), la –aún no tan– poderosa Nintendo lanzó Super Mario Bros., que fue un antes y muchos después, porque sentó las bases del género que dominó buena parte de la generación de videojuegos 2D y se transformó en canon. Ya sea por acción o reacción, por influencia o desprendimiento, se volvió omnipresente: cualquier otro juego de plataformas que salió después se comparó con el de Mario, y su legado fue más allá. A los saltos de este bigotón simpático, la compañía creadora metió a su entonces nueva consola, la Nintendo Entertainment System (NES), en el mercado estadounidense, para pulverizar los restos de la locataria Atari y así revitalizar, expandir y dominar una industria como nunca antes se había visto. Primero, Estados Unidos; después, el mundo.

La Liga Sanitaria

Aunque todavía sin nombre, el fontanero de bigote apareció por primera vez en Donkey Kong (1981), un juego de Nintendo original de arcade (aquello que acá siempre llamamos “maquinitas”). Fue un precursor del género plataformas: al mando del protagonista teníamos que escalar esto y aquello hasta arriba de la pantalla –es decir, por el eje vertical– para rescatar a una muchacha de las peludas manos de un mono grandote que tira barriles con pertinaz obsesión (influencia de King Kong, claro está).

Fue un éxito. Nintendo le agarró el gustito y sus popes se dieron cuenta de que tenían que darle más pantalla a ese protagonista de gorrita. En 1983 lanzaron Mario Bros., otro videojuego de plataformas similar al del mono, de subir y todo eso, pero con cañerías –la escenografía del plomero– y un nuevo personaje, Luigi, el hermano de Mario –por eso lo de “bros”–. Según la leyenda, lo bautizaron así, medio como chiste, por Mario Segale, un estadounidense de origen italiano que regenteaba el edificio donde estaban las oficinas que Nintendo alquilaba en el país del Tío Sam.

Cuanto más grandes son las limitaciones técnicas, más hay que buscarle la vuelta a la creatividad. En los albores de los videojuegos, las máquinas no tenían demasiada capacidad para mostrar píxeles –la unidad mínima de la imagen digital–, así que nadie podía ni siquiera soñar con plagar la pantalla de detalles como si fuera el cuadro La escuela de Atenas de Rafael. Entonces, a Shigeru Miyamoto, el creador de Mario (el Paul McCartney de los videojuegos), se le ocurrió que aquel protagonista para el juego del mono tuviera una gorra y un bigote, porque requería menos recursos técnicos y a su vez lo hacía identificable.

Super Mario Bros. fue publicado en Estados Unidos apenas un mes después que en Japón, en octubre de 1985, para coincidir con el lanzamiento de la consola en ese mercado, que a su vez fue rediseñada, con un aspecto más grande y gris, parecido al de un videograbador, alejada de la imagen juguetona que tenía la original nipona. En Europa Mario vio la luz en mayo de 1987, y por estos lares...

En Uruguay Nintendo nunca distribuyó oficialmente sus productos –y en la gris posdictadura, si apenas llegaba todo lo demás, menos iban a venir los noveles videojuegos–, por lo que acá la mayoría vimos a Mario a través de las consolas clónicas de la NES, conocidas como Family Game (la original se llamaba Family Computer), fabricadas en cualquier lugar de Oriente menos en Japón, pero probablemente el regalo más cantado para niños de clase media en los 90.

El juego no sólo fue el más vendido de las NES, con cifras oficiales que rozan las 60 millones de unidades –casi la misma cantidad que la venta de la consola–, sino que hasta hoy sigue en el top diez de toda la historia de los videojuegos. Obviamente, sin contar los contenedores de cartuchos –acá también se les decían “casetes”– piratones que se vendieron; además, ya hace añares que en casi cualquier aparato se puede jugar a Mario y a todos los demás títulos de la NES en los emuladores que pululan por internet.

Esa estrella era mi lujo

La maestría y el éxito de Super Mario Bros. radican en que fusionó como ningún otro hasta ese instante una jugabilidad amplia y directa con una estética –de imagen y sonido– y una narrativa personalísimas, eso que algunos llaman arte. La mecánica del juego es la de plataformas, saltar y etcétera, con side-scrolling, que es cuando el personaje se traslada por el eje horizontal y la pantalla se mueve al compás de sus pasos, dos modos que nunca más se separarían. A su vez, con un nudo narrativo –mínimo y hasta infantil, pero más grande que tirotear naves y comer fantasmas– y un conjunto de personajes originales que dieron lugar a una mitología propia. Esto no sólo hacía al videojuego sino también a las arcas de Nintendo, porque sirvió para producir –y vender– muñecos, peluches, series de televisión, películas y la mar en kart.

Al mejor estilo Alicia en el País de las Maravillas, Mario entra como por un tubo al Reino Champiñón, lleno de hongos caminantes, tortugas humanoides y demás bichos, para rescatar a la princesa Peach del malvado Rey Koopa, a través de ocho pintorescos mundos de cuatro niveles, lo que hace 32 pantallas en total, en orden creciente de dificultad. Al final de cada mundo nos topamos con un castillo en donde se supone que está la sufrida princesa. En lo que se convirtió en uno de los clichés más grandes de los videojuegos, Toad –el humanoide cabeza de hongo– nos anuncia que “¡la princesa está en otro castillo!”, y hay que seguir trillando las pantallas.

Pero en esto de los videojuegos, por más coloridos y simpáticos que sean los personajes o lo original que sea la narrativa, no hay nada sin lo que podemos hacer con el joystick en la mano. La mecánica del juego resultó la Biblia plataformera: saltar sobre elementos para un fin, ya sea romper bloques, guardar monedas o aplastar a un enemigo, así como –y esto es la quintaesencia– los power-ups, es decir, potenciadores, objetos que al agarrarlos nos dan una habilidad por tiempo limitado o hasta que nos “lastimen”. Tenemos el anhelado superhongo que agranda a Mario y le permite romper bloques de ladrillo, la planta que le hace tirar bolitas de fuego, y la siempre codiciada superestrella que brinda invencibilidad por un tiempo muy reducido.

Todo esto con un ida y vuelta constante entre lo jugable y lo estético. Por ejemplo, cuando agarramos la famosa estrella, Mario parpadea luminosamente y suena una música sólo para ese efecto, que por la rapidez de su melodía nos dice “apurate”, porque el poder se acaba –y rápido–”.

Se aprende jugando

Y fue la música lo que terminó de redondear la maestría de Super Mario Bros., con un concepto más afianzado de banda sonora, que hasta ese momento casi no existía, porque los videojuegos apenas tenían melodías, generalmente repetitivas y olvidables, más para rellenar o como un efecto de sonido puntual. Sin ir más lejos, el Mario Bros. de 1983 arrancaba con la legendaria melodía inicial de la Pequeña serenata nocturna de Mozart, que en ese contexto era un chiste –y más con el sonido tosco de las máquinas de 8 bits–.

Las limitaciones técnicas también eran para el sonido, así que con muy pocos elementos tímbricos había que crear una melodía identificable. Koji Kondo fue el encargado de componer la música del juego y, hasta hoy, lo que se conoce como “el tema de Super Mario Bros., que es el que suena en la primera pantalla –con un ritmo sincopado, bien ganchero–, quedó inequívocamente atado al personaje. Hay versiones tocadas en el género que se les ocurra, hasta orquestales.

En ese plan, incidental, tenemos el tema del “inframundo”, con una melodía que brinda tensión de a tres notas, bañando de misterio esa sórdida pantalla en la que no sabemos con qué extraña criatura nos vamos a topar ahí abajo. Pero quizás el mejor ejemplo de unión entre la música y lo que vemos –y jugamos– esté en el tema para la pantalla de abajo del agua, porque rítmicamente es un seudovals y se acompasa finamente con la forma danzarina de nadar de Mario.

Y hay más. La primera pantalla (“World 1-1”) es un ejemplo paradigmático de cómo mostrar la mecánica de un juego al principio, en plan tutorial, así como en la primera escena de El Padrino se despliegan todos los códigos de la mafia que van a regir la película las tres horas siguientes.

Seguro funcionaría hasta con un extraterrestre que cayera a este mundo y quisiera pasar un rato con Super Mario Bros. Más allá de los movimientos básicos que pueden hacerse con el joystick, como correr y saltar, en la primera pantalla enseguida nos topamos con un Goomba, esos honguitos con expresión adusta, de malestar intestinal, y de golpe y porrazo aprendemos lo que debemos hacer. Este “tutorial” lo incorporamos, sin darnos cuenta, todos los que lo jugamos, configurando una especie de reflejo condicionado a lo que pasa en la pantalla. Hoy hay videojuegos que antes de arrancar te tiran una guía explícita porque hace tiempo que el déficit atencional ganó la partida.

Cuando los nazis vinieron

El éxito de Super Mario Bros. convirtió al fontanero en la mascota de Nintendo, en su principal producto y en el personaje de videojuegos más famoso. Las empresas de la competencia trataron de hacer su propio Mario y algunas tuvieron éxito: Capcom parió al robot humanoide Mega Man, y Sega, al erizo azul bautizado como Sonic, dando lugar a la batalla de marketing más sanguinaria de las consolas de los 90.

Mario se hizo franquicia. Así, luego de dos segundas versiones –una para Oriente y otra para Occidente– que no dieron la talla, en 1988 salió Super Mario Bros. 3, que potenció todo lo del primero, incluyó un mapa de cada mundo (otro dispositivo que se volvió canon) y más power-ups, como la súper hoja, que transforma al protagonista en Mario Mapache, para volar por un corto tiempo. Con la llegada de la era de los 16 bits, de Sega Mega Drive y luego del Super Nintendo, con más posibilidades técnicas, los juegos en 2D tocaron su cenit. Se publicó Super Mario World (1990), que para muchos es el mejor Mario de la era 2D, aunque no somos pocos los que nos la jugamos por el tercero para semejante honor.

En la época dorada del NES, el segundo lustro de los 80, no había nada mejor para procrastinar con el joystick frente al televisor que Mario, pero la década del 90 trajo una explosión de estímulos a los videojuegos, y el bigotón empezó a sentir cómo le apedreaban su fantástico mundo. Fue a golpe de los juegos de lucha, como Street Fighter II(1991), pero sobre todo por la saga Mortal Kombat, que a ritmo de fatalities tiñó las pantallas de sangre y dejó al pobre fontanero como un juego de niños. Fue tan así que, por impulso del Congreso de Estados Unidos, se creó un sistema de clasificación de videojuegos por edades, el Entertainment Software Rating Board.

Con el avance tecnológico también empezaron a ganar terreno los juegos deportivos (fútbol, carreras de autos de todo tipo y cilindrada, etcétera), así como también los juegos para PC tomaron otra dimensión (la tercera) y arrancaron a comandar con disparos en primera persona, como con el pionero, Wolfenstein 3D (1992), que ya era otro jugar, no sólo por su mecánica sino por su temática: de rescatar princesas a matar nazis hay un buen trecho.

Ojo con Lara

En el segundo lustro de los 90 las tres dimensiones se empezaron a apoderar de los videojuegos, y en 1996 salió Super Mario 64 para la novel consola Nintendo 64. Fue un giro copernicano para la saga, porque implicaba todo un nuevo conjunto de variables de gráficos (modelado poligonal) y de jugabilidad (mover al personaje por las tres dimensiones, como pasa con nosotros fuera de la pantalla).

Pero al mismo tiempo salió el primer Tomb Raider –de los ingleses de Core Design–, que no vio la luz para Nintendo 64 pero sí para PC y otras consolas, incluida la nueva máquina de aquellos japoneses que eran conocidos por inventar el walkman pero un día se les dio por fabricar la PlayStation e hicieron temblar las raíces de Nintendo. Tomb Raider fue una pequeña revolución, porque marcó el camino de los juegos de aventura y acción vistos en tercera persona, con una temática más verosímil –investigación arqueológica inmersa en escenarios que simulan el mundo real–, y encima con una protagonista femenina, Lara Croft. O sea, a las mujeres ya no había que rescatarlas, sino que eran las protagonistas de la acción.

Cuatro décadas después del primer Super Mario, algunas cosas cambiaron: la industria de los videojuegos ya no es un entretenimiento millonario sino multimillonario, que mueve más dinero que el cine; los gráficos hiperrealistas dominan todo y es probable que los niños de hoy vean a Super Mario Bros. como un pasatiempo muy vetusto, sobre todo cuando pueden tirotearse con cualquiera en Fortnite y después bailarle al lado para burlarse. Pero al viejo Mario nadie le quita lo jugado.

De la pantalla chica a la grande

La prueba máxima de que Super Mario Bros. fue un éxito que trascendió todo lo conocido hasta entonces está en que en 1993 se estrenó una película homónima, la primera basada en un videojuego, con actores de carne y hueso. Bob Hoskins como Mario, John Leguizamo como Luigi y Dennis Hopper como Rey Koopa. Pero el menjunje de fantasía con ciencia ficción, y un mundo subterráneo distópico en plan versión camp de Brazil (1985), de Terry Gilliam, dio un pobrísimo resultado artístico y un fracaso en la taquilla.

Recién en 2023, tres décadas después, Nintendo se redimió y, con el mismísimo Miyamoto en la producción, se estrenó The Super Mario Bros. Movie, sin vueltas: una película animada, de comedia y aventura, plagada de referencias a los juegos del fontanero. Se convirtió en el film basado en un videojuego más taquillero de la historia. Entonces, hace pocos días, en el marco de los festejos de los 40 años del personaje, Nintendo anunció que en abril de 2026 se estrenará The Super Mario Galaxy Movie, con el juego de igual nombre de la consola Wii como referencia. Conociendo a la empresa nipona, la tercera no será la vencida.

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