Mucho antes de mi cinefilia, mucho antes de saber de la existencia de Cinemateca, incluso antes de saber quién era Orson Welles, yo sabía que, de todas las películas hechas en la historia, había una que era considerada la mejor y que se llamaba El ciudadano Kane. El axioma no era difícil de rastrear: mis abuelos maternos se convirtieron tempranamente en mis referentes cinematográficos (él era defensor de los ritmos de Antonioni y Bergman, y ella, más tocada por la sensibilidad del neorrealismo italiano). No lo sabía, y creo que ellos tampoco, pero hace diez años caí en la cuenta de que los dos (también fanáticos de Kane) eran la encarnación misma del canon de 1962 de la revista Sight & Sound.
Mi experiencia de primera mano con El ciudadano Kane fue similar a la de muchas otras personas que conocí: entusiasmo inicial, un primer visionado con la duda de si realmente era capaz de encontrar lo que debía buscarse en el film, inconfesable decepción, desencanto iconoclasta, lenta amplificación del marco teórico e histórico y definitiva reentronización de la película como una de las grandes de la historia.
De esta anécdota me fascina el aspecto cuasi doctrinal que pesaba sobre la película y cómo, incluso en Uruguay, los criterios eran casi idénticos a los que se erigían en Estados Unidos. Más allá de algunos elementos contextuales que sirven para ampliar la mitología (el carácter de héroe trágico del director Orson Welles, todo el asunto del litigio con el millonario William Randolph Hearst, en quien supuestamente estaba basada la historia, y la canonización tardía del film), el origen de la consolidación crítica de la película se puede rastrear en esa bendita lista de Sight & Sound de 1962, organizada por el British Film Institute.
Diez años antes se había realizado la primera edición del ranking, con Ladrones de bicicletas (Vittorio de Sica, 1948) en el primer lugar, seguida por obras del calibre de Luces de la ciudad (Charles Chaplin, 1931), La quimera del oro (Charles Chaplin, 1924), El acorazado Potemkin (Sergei Eisenstein, 1925), Intolerancia (DW Griffith, 1916), Louisiana Story (Robert Flaherty, 1948) y Avaricia (Erich von Stroheim, 1924). La elección era entendible: respecto de Ladrones de bicicletas, en Europa todavía quedaban escombros de la Segunda Guerra Mundial y el neorrealismo no sólo proponía un nuevo lenguaje cinematográfico, sino que se erigía como el primer movimiento capaz de contar sus historias desde la ruina del presente; un nuevo humanismo para un mundo que había atravesado uno de los acontecimientos más deshumanizadores de su historia. Las otras películas que figuraban en el decálogo funcionaban como grandes hitos, específicos y complementarios, sobre lo que fue la conformación de un lenguaje cinematográfico.
Moonlight.
Que, incluso en tiempos actuales, Citizen Kane sea más comúnmente considerada la mejor película de la historia no sólo obedece a que se mantuvo en el primer lugar por cinco décadas –la lista se actualiza cada diez años y tuvo a Welles en la cima en las ediciones de 1962, 1972, 1982, 1992 y 2002, hasta que fue destronada por Vértigo (Alfred Hitchcock, 1958) en 2012–, sino también al protagonismo que tuvo el año 1962 para la consolidación definitiva de la crítica como un pilar crucial del ecosistema cinematográfico.
Los más tradicionalistas dirán que el año más importante de la historia del cine fue 1939, cuando con Lo que el viento se llevó, El mago de Oz (ambas de Victor Fleming) y La diligencia (John Ford) terminó de tomar forma y definir sus límites la década de los 40, el período dorado de Hollywood. Los más políticos y contraculturales dirán que el año clave es 1968, cuando la caída del Código Hays afloja las riendas morales de la industria y una incipiente crisis económica de los estudios permite que aparezcan directores jóvenes que hacen películas por menos plata, pero con más libertad artística, contraponiéndose la nihilista y a la vez elegíaca Easy Rider (Dennis Hopper) con la monumental 2001. Odisea del espacio (Stanley Kubrick).
Sin embargo, al menos para quien escribe, 1960 es el gran parteaguas, el año en que la corriente neorrealista comienza a bifurcarse a formatos más introspectivos y modernistas, mientras la crítica (especialmente la francesa) comienza a cristalizar de forma definitiva el concepto de “autor” (encarnado principalmente en el director) como centro magmático de la creación cinematográfica. Así, en 1960, tenemos un Festival de Cannes marcado por el shockeante abucheo a L’avventura, de Antonioni –inmediatamente fue defendida por los críticos, que le terminarían otorgando el primer premio–, pero también por la irrupción de La dolce vita, de Federico Fellini, que infusionará elementos ligeramente surrealistas al estilo neorrealista de sus comienzos. Lo mismo con Rocco y sus hermanos, una película en la que comienza a verse a un Luchino Visconti subrepticiamente proclive hacia algo más operístico y monumental que a sus bases originales. Y ese mismo año también se estrena Sin aliento, en la que Godard metería todas las obsesiones que el grupo de Cahiers du Cinéma tenía en una sola película loca, ensayista y rupturista.
Mulholland Drive.
Las mutaciones del canon
Analizar el contexto de estas santas listas es importante porque rápidamente podemos definir el aspecto no inamovible, sino reactivo, casi aspiracional, de lo que una década piensa o quiere decir de sí misma. Leer sus entrelíneas permite también percibir sus puntos ciegos y sus condiciones de producción.
El ejemplo más evidente es cómo el rol de las mujeres en el cine ha resultado prácticamente escotomizado de la lista de Sight & Sound hasta la última edición, en la que se logró avanzar hacia una mayor representatividad de votantes y el peso del academicismo feminista comenzó a subrayar estas carencias, algo que se ve no sólo en el hecho de que haya quedado Jeanne Dielman, 23 quai du Commerce, 1080 Bruxelles (Chantal Ackerman, 1975) como la mejor de la historia, sino también en que, de las películas rescatadas de décadas anteriores, la mayoría sean obra de mujeres, como Daughters of the Dust (Julie Dash, 1991), The Watermelon Woman, (Cheryl Dunye, 1996) o Le bonheur (Agnès Varda, 1965). Lo mismo puede decirse de otras interseccionalidades vinculadas a la nueva representatividad de películas de otros países, o de contenidos políticos específicos.
De la misma manera, los vientos del tiempo resignifican películas que antes circulaban con total naturalidad, pero que a la luz de nuevas concepciones se vuelven más intrincadas y discutibles. El caso más evidente es El nacimiento de una nación (DW Griffith, 1915), que, a pesar de ser una película totalmente revolucionaria a nivel de lenguaje cinematográfico, es a todas luces una celebración del papel del Ku Klux Klan en Estados Unidos, pero también las consideraciones pueden ampliarse a revelaciones de detrás de cámara, como sucedió a partir de los testimonios de Maria Schneider sobre Último tango en París. De la misma manera que algunas películas son denostadas por las relecturas, también pueden ser redescubiertas. Esto se puede hallar sobre todo en el papel que la crítica francesa tuvo para relanzar a directores como Howard Hawks y Alfred Hitchcock a la verdadera dimensión de auteur, pero también puede notarse en casos más recientes y no tan canónicos, como las reapropiaciones feministas y queer de Jawbraker (Darren Stein, 1999) y Jennifer’s Body (Karyn Kusama, 2009), o la celebración camp de películas anteriormente consideradas fallidas, como Showgirls (1999), de Paul Verhoeven.
Petróleo sangriento.
La santificación festivalera
En tiempos en que la caída del formato cinematográfico en su versión física dinamitó la posibilidad de una segunda vida de las películas a través del VHS y el DVD, los festivales han adquirido un papel cada vez más fundamental en la ampliación del canon. El impacto de directores como Apichatpong Weerasethakul, Pedro Costa, Bi Gan o Lisandro Alonso es imposible de ser evaluado sin el peso de un festival que les haya estampado su sello de calidad, y ciertamente los certámenes adquirieron un perfil como eventos en los que suceden lanzamientos y santificaciones específicas (por ejemplo, la manera en que los criterios de premiación de Sundance terminaron haciendo germinar un estilo específico de cine independiente).
La peculiaridad de los festivales es que la idea de statement en la elección de tal o cual película está mucho más subrayada por el hecho de que los que deciden son pocos y pueden ponerse de acuerdo en un criterio, algo que no sucede en listas en las que la votación es masiva y donde muchas veces termina quedando algo aproximativo a una sensibilidad de sus tiempos. El ejemplo más paradigmático es cómo en IMDB, un sitio retroalimentado por un montón de usuarios, Sueños de libertad –una buena película, pero tampoco deslumbrante– sigue manteniendo el mejor puntaje de la historia. La proliferación de votantes les quita filo a los rankings.
Parasite.
La lista de las mejores 100 películas del siglo XXI realizada por The New York Times tiene un poco de todos estos elementos. La elección de Parasite (Bong Joon-ho, 2019) como mejor película parece exagerada, pero también se pueden leer en su designación elementos extracinematográficos, como haber sido la primera película de habla no inglesa en ganar el Oscar a mejor película y también la celebración de un estilo visual que en su director encontró uno de los catalizadores más claros de nuestros tiempos.
Viendo muchas listas paralelas, hay tres arquetipos más o menos evidentes: Parasite representa el globalismo cinematográfico, In the mood for love (Con ánimo de amar, Wong Kar-wai, 2000) como la definición de un nuevo clasicismo, y There Will be Blood (Petróleo sangriento, Paul Thomas Anderson, 2007) erigida en película-metáfora sobre la esencia de Estados Unidos (como fueron en su momento Lo que el viento se llevó y El Padrino). Hay tremebundas ausencias, como Holy Motors (Leos Carax, 2012), películas populares que es extraño que no llegaran a rozar las 100 (como La La Land, Damien Chazelle, 2019) y películas que posiblemente por pertenecer a un cine de género no entraron a competir (como Hereditary, Ari Aster, 2018).
La modelización personal
Quizás más relevante que todo esto es cómo con las redes sociales y aplicaciones como Letterboxd el canon ha dejado de ser monolítico para balcanizarse en múltiples subcánones. Para las nuevas generaciones, la identidad se ha convertido en el elemento más crucial de lo político y lo social, por lo que el canon privado se convirtió en una forma de ordenar cómo uno se muestra al mundo. Ya no hay una sola película considerada la mejor, sino que hay películas que –cortando grueso, como con cualquier lugar común– rápidamente refieren a un grupo identitario específico.
Con ánimo de amar.
Así, películas como The Fight Club (David Fincher, 1999) o Psicópata americano (Mary Harron, 2000) se han convertido (por medio de una lectura obtusa) en estandarte ético/estético de un montón de hombres de entre 20 y 30 años que han hecho de sus protagonistas una especie de modelo de masculinidad al cual aspirar. Que alguien tenga como película favorita Amélie (Jean-Pierre Jeunet, 2001) te lleva a presuponer que tiene una debilidad hacia lo romántico, retro y serendipitoso, entrecruzado con lo lúdico de la novela Rayuela, de Julio Cortázar (pero sin felaciones de clochards a la orilla del Sena).
Miles de otras identidades se expanden fractalmente: la cultura geek salida del clóset y convertida en cultura oficial, con Star Wars como principal catalizador; Quentin Tarantino y Martin Scorsese como los nuevos clásicos de la generación millennial; los estetas “pinteresteros” de Wes Anderson; el frikismo cada vez más normalizado alrededor del culto de David Lynch; los fanáticos de Christopher Nolan autopercibidos como espectadores cerebrales y complejos…
Más allá de estos clichés, que muchas veces sirven más para burlarse que para indagar, los nuevos cánones también abren muchas más puertas: sublistas ordenadas a partir de grupos específicos, como films queer, cines continentales como el asiático (cada vez más distinguible entre su ala coreana, japonesa, china y taiwanesa), discusiones bizantinas entre el post horror y el horror clásico, y directores como Radu Jude y Hong Sang-soo, que en ciertos círculos cerrados son considerados la cosa más novedosa e importante de sus tiempos.
En una época en que la atención fluctúa y todo es cada vez más efímero, las listas, detrás del aspecto obsesivo y a veces ridículo que las rodea, se han convertido en una forma fundamental para ordenar y cuestionar el mundo.