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Uruguay-Puerto Rico el jueves, en el Antel Arena.

Foto: Federico Gutiérrez

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Uruguay, el deporte y su nuevo lugar en el mundo: el Antel Arena.

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Es complicado sacar desde lo más hondo de las entrañas. Es difícil contar sin mostrar las impurezas propias, los vicios, las emociones desnudas que excitan o corrompen, que explotan o te hunden.

No es fácil narrar desde la conmoción, pero sin embargo, casi compulsivamente, se convierte en una necesidad de recrear, con sensaciones travestidas de palabras, ese impacto, ese recorte editado de la vida que uno quiere compartir.

En cada minuto del partido, del espectáculo, incluso del día, sabía que, sin inyectarme el suero de la verdad, llegaría este momento de enfrentarme a la angustia del documento de Word en blanco, más un deshilachado teclado mofándose de mi lentitud y mi pobreza argumental para contarles esto. Lo hice relajado, dejándome llevar, laxo y gozoso, por la cámara HD de mis ojos, con 20.000 conexiones para todos lados (cerebelo, neuronas, corazón, tripas y músculos, entre otras), y por mi ya media vieja y usada grabadora de la memoria, que sigue desvirtuando imágenes y que, aunque falle cada vez más, continúa siendo el motor de mis emociones nuevas. Nada más, ni morral, ni riñonera, ni block de hojas A4, ni ninguna de esas lapiceras que habitan cual juguetes viejos en los bolsillos de las mochilas.

Llevaba sí buena reserva de asombro porque imaginé –y bien– que sería necesario por más que me hiciera el Osho o el Paulo Coelho. Llevaba, también, permítanme la intimidad, dos bolsas de bizcochos -dulces y salados- que, como siempre seré un canario paloma, fueron confiscadas en la requisa de elementos peligrosos. La funcionaria amablemente me invitó a ponerlos en el tacho de la basura. Saqué dos dulces rellenos de membrillo que me comí mientras me pasaban el escáner por frente y espalda, y le dije a la muchacha que no los tiraba, que se los dejaba a ella en carácter de préstamo graciable no reintegrable.

Nuestra inigualable trinidad

Gente, la conjunción de celeste, deporte y estadio merecería ser atacada por cientistas y filósofos a la vez. No necesita que se aliñen los factores, ni del feng shui de las cosas, para que uno sienta las maravillas de la vida de un humano criado y crecido al oriente del río de los pájaros pintados y al norte del río ancho como mar.

Esa imposible diseccionar las emociones, pero sólo por el vano intento de ordenarlas cronológicamente, siento aún el estremecimiento ocasional de ser testigo de la iniciación deportiva de un estadio maravilloso, concebido para albergar competiciones como estas y construido sobre las cenizas de otra gran obra que no había sido pensada como coliseo deportivo, pero que sin embargo atesoró en su espacio inolvidables noches de profundas emociones.

El Antel Arena es una maravilla. Es un estadio incuestionable.

Maravilloso, simple y suntuoso. Es cierto que no nos permitirá apoyar el codo en el caño ni filosofar con propios y extraños acerca de la modificación de comportamientos de conducta de los rivales cuando uno lo estime necesario, algo que seguramente ni Sigmund Freud debe haber reparado en ello.

Es un estadio que al llegar y entrar parece propicio para aquello que ni los más adelantados psicoanalistas estadounidenses deben entender de un inmenso sector de la sociedad que cree que lo conseguirá gritando ¡Defense, defense!

Y con tu espíritu

Sentir esa iniciación en ese nuevo templo me sacudió. Hice memoria. Mi primera presencia en el Cilindro fue en el 69. Tenía 8 años y Uruguay fue campeón Sudamericano. Tenía las figuritas en Goles y Dobles del Chumbo Arrestia, Manolo Gadea, Ramiro de León, el Pombo Hernánez y la de Poyet.

Ahí, deslumbrado por esa maravilla, me sentí un astronauta del tiempo llegando el 18 de julio de 1930 al estadio Centenario, y me di cuenta de que era la primera vez en mi vida que iba a estrenar deportivamente, junto a otros miles, un estadio maravilloso.

Sin una primera vez, entré a bucear en otras primeras veces que se correspondieran con ese estremecimiento o que fueran el punto de partida para abrirme los poros de la emoción. Y recordé, casi como si fuese una madre en el momento de dar a luz, cómo fui afinando mi detrás de los tableros: hombro derecho como vector incisivo primero,medio torso después, paso corto y oportuno. En tres jugadas ya estás ahí, gritando ¡arriba! ¡3 segundos, bo! ¡bien, flaco, bien, que te lo estás comiendo en dos panes!, como aquel día que vi al Flaco Raúl Castro comerse en dos panes a Thomas Glenn.

Eran, acaso, las puertas de la emoción de aquellos domingos perdidos en los que, con los chiquilines, íbamos al club de los de enfrente, el Bohemios, para mirar con ojos de asombro y envidia a ese gurí zafado y desinhibido que se llevaba el mundo por delante. Por el asombro y el magnetismo hacia lo maravilloso, enseguida supimos que ese rival al que sufríamos desconsoladamente cuando lo enfrentábamos, pero disfrutábamos en las tardecitas de cadetes y juveniles, se apellidaba López. Siempre supimos que se llamaba Tato, y yo supe que él era el más maravilloso jugador de básquetbol que una vez iba a ver en una cancha.

Por siempre y para siempre

Hay primeras veces absolutamente unipersonales, como aquella única e inolvidable noche en que mi padre, de la mano, me condujo a la cancha de Tabaré, perfumada por glicinas y claveles del aire, mientras con discreción pero con asombro me señalaba a un hombre inmenso y gordo, lleno de rodilleras y musleras como si fuese cinco goleros juntos: “ese es Oscar Moglia”, me dijo, “el mejor jugador de la historia”. Con el roce de cualquier uruguayo que siente ruido de pelota me inició en la inigualable magia del deporte de competición, llevándome a esos escenarios impactantes para la óptica de un niño de pantalones cortos y pelota de plástico.

Así́ llegué, esa noche estrellada, a aquella inmensa cancha de Tabaré́, también perfumada por crujientes chorizos al pan combinados con la fragancia única e irrepetible de ese rincón del Parque Batlle. Pasaron a mi lado, exultantes y cargados de gloria, Poyet, Gómez, Márquez y algunos otros de los campeones.

Mientras me acomodaba en esa butaca empinada de visión perfecta, con esa tablero para los cuatro lados que me iba pasando el partido más los que estaban jugando, cuantas faltas tenían cuantos tiempos pedidos y el marcador del partido pensaba en aquel sábado de agosto de 1981 cuando en el Cilindro vi por primera vez a la celeste cortar las redes como el mejor del continente. Tato, Fefo, el Peje, Mahoma, el Fonsi, Cuqui, el Gato, el gancho de Haller. No necesité, aquella noche, imaginármelo, ni revisar una historia que es común a la más rica historia del deporte mundial: el primer campeonato continental de la historia fue hecho por los uruguayo, jugado en Uruguay y ganado, perdón por la arrogancia histórica, por Uruguay.

Inolvidable

Siempre es una primera vez, un estreno, una muerte chica, un nacimiento a la fe renovada, ir a ver a Uruguay, a sentir el corazón que me explota, a comentar con desconocidos, a maduramente esperar el desenlace, pero adolescentemente soñador a querer cambiarlo, como cada vez, como cada día que estoy, estamos, en torno a una cancha y soñamos.

Y entonces estoy ahí , en un lugar privilegiado de esa construcción, con una concepción estilizada y práctica, mientras me paspaba los labios de tanto que le chiflaba a esos tan buenos rivales -a quienes pretendía disminuir su concentración con mi silbido-, mientras intentaba colgarme de cada rebote, mientras buscaba jumpear desde mi butaca. Supe que estaba ahí porque don Pepe Batlle, cuando ni mi abuela era nacida, cuando sus padres viajaban por separado desde Europa para conocerse después y hacerse uruguayos acá, trajo a Jess Hopkins, el norteamericano que desembarcó por estas costas en 1912, y en 1913 ya estaba desarrollando el dificultoso proyecto para las plazas de deportes, imponiendo el básquetbol y haciendo jugar el primer partido internacional, que obviamente, y como corresponde, fue ante Argentina.

Cuando el Esteban se postea y gana contra todos en el uno contra el que venga y pase, cuando Fiti juega y hace jugar, cuando Panchi parece un globetrotter cuando la lleva, pero se faja como un hombreador de bolsas cuando defiende; cuando Pepo corre, se tira y tranca con la cabeza en busca de la pelota y ya es otra vez nuestra, y corre y va y juega; cuando Calfani parece colgarse de las luces para ponerle un tapón a los rivales, cuando Kiril, que sin que le hicieran el carbono 14 supo que era uruguayo 20 años antes de pisar por primera vez su penillanura levemente ondulada; cuando esa globa va a la velocidad de la luz rumbo al aro, pero siento que a una velocidad inferior a la que están bombeando nuestros corazones, sé que estoy en Uruguay, y que esto es el Uruguay que muchos queremos. El de los sueños, el de la lucha, el del trabajo, el de las ideas, el de todos los que estamos sin importar si es oriental o de cualquier parte del mundo. ¿Acaso el lenguaje corporal de Magnano no era el de un hombre en una esquina de boliche, el de una cancha, el de un tablado?

Yo lo sabía, lo sé y se los cuento: no hay apostasía posible de la celeste. Imposible renunciar a esa fe ni a su credo.

Uruguay nomá.

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