Ahí van, ahí vienen. Ahí están siempre,
los aprendices de la gloria,
los padres de la victoria, los campeones.
Mucho más rápido que una historia de Instagram, los párrafos que creo serán mis cimientos para el desarrollo de la idea que se licua rápidamente en la memoria, y la (o las, dependiendo de la ocasión) ideas en bruto siguen calentitas, vivas, pero sin fluir con las palabras correctas, con los datos precisos, con la conexión ajustada de los engranajes de la maquinaria que quiero poner a andar.
Prendo la máquina y antes de exponerme al abismo y la angustia de la hoja en blanco, el fondo de pantalla de mi computadora me conduce placentera y tranquilizadoramente a ordenar la labor para interactuar con ustedes sobre estas ideas, estas percepciones, estas realidades.
Mi fondo de pantalla tiene una fotografía en blanco y negro del año 1974, en la que de acuerdo a como posan los planteles de fútbol aparecen una veintena de deportistas que quedaron en la historia como campeones. Sé quiénes son y lo que representaron y representan en mi vida, en mis pasiones, en mis frustraciones, en mi placentera omnipotencia futbolera si estaban ellos, en los abismos en los que caeríamos si esos héroes –vecinos de la esquina, de más allá de la plaza, de cerca del tanque de agua–, no podían extender la ilusión hasta las noches de febrero, hasta el otoño, que eran primaveras, de aquellas contiendas en que nos representaban.
Los primeros héroes que conocí apenas pasando la frontera del hogar eran enormes vecinos a los que veía desde el escaloncito de casa. No sabía escribir, ni tal vez describir, pero sabía que ese que pasaba ahí era el Pato, que aquel el Pelado, que este el Toto, que aquel otro Pajarito.
Vengo escribiendo, hablando y teorizando tanto y desde hace tanto del fútbol, de nuestros vecinos, de nuestras camisetas, de nuestros héroes travestidos en panaderos, albañiles, doctores, y bancarios o cadetes de escritorio rural, que a veces me cuestiono si mi realidad es asimilable a la de otros y otras, o si no es más que una invención azucarada de momentos con las que he pretendido construir una realidad, que es ficción, y que sostengo con relatos emotivos en los que no está nunca interpelado el mínimo común múltiplo de nuestros pueblos y ciudades.
Lo que he sentido en Florida lo he vivido en Rocha, en San Jacinto, en Minas, en Nueva Palmira, en Paysandú, en Tarariras, en Rivera, en Pan de Azúcar, en Fray Bentos, en Melo, en Sarandí Grande, en Canelones, en Paso de los Toros: en cada pueblo, en cada pago.
Esto pasa, esto tiene vida, esto se perpetúa en el tiempo. ¿Pero si no es así, y mi visión estuviera distorsionada por arcaicas emociones que sostienen el mensaje desde mi privilegio de emisor?
Pienso en lo que pasó en Vergara, en Treinta y Tres, en Paysandú, en Guichón. El sábado viví la epopeya de la Zona Oeste en Minas, vi el Liebig’s relleno en Fray Bentos e imaginé sus calles en el festejo o la caravana en Salto. El domingo fui a Durazno, donde no menos de 5000 personas apretujaban sus corazones en el Landoni, y volviendo a Florida fui a esperar a la caravana al Café del Centro para saber si volvía a suceder.
Y sucedió.
Fútbol y sociedad
El fútbol ha logrado en el mundo, pero en el Uruguay en concreto, cosas impensadas, increíbles, como que 11 personas, aun en su condición de pares, unidos y en combinación, generen un mensaje de adhesión, de búsqueda de competencia.
El fútbol del interior, o sea el fútbol que no es profesional como el de la Asociación Uruguaya de Fútbol, tiene desde tiempos inmemoriales un vínculo con las entrañas de la sociedad que permanece casi inmodificable, y eso es fácilmente comprobable cuando a medida que el equipo avanza en el campeonato, en la ciudad o en el pueblo se habla mucho más de la selección, que de Nacional o Peñarol, o del Real Madrid o el Manchester City.
En donde la gente vive, en este rinconcito apacible del mundo, cuando las noches de verano dan por fin la más inequívoca señal de algo especial, van cientos y hasta miles de pacíficos misioneros, cruzados invisibles contra las pantallas, la play, los esclavos de EASports y Konami, o los perniciosamente cautivos de ESPN, Star+ y Gol TV, que nos quieren apretujar en el teatro de los sueños, soñar con juntarnos en un pub de Londres o acompañar a Messi al Parque de los Príncipes.
Gente de hoy, viejos del mañana, toman la posta de mantener viva la llama de los estadios apenas iluminados, el recuerdo de los cracks de otros tiempos, semidioses de camisas abotonadas con un bolsillo, camisetas de algodón gruesas y apretadas, y aquellas hazañas casi invisibles pero enormes.
La gente arrima, está, palmotea endomingada la espalda del vecino, hace la cola para el pancho, saluda al primo lejano, se pone la radio contra el oído y está.
Los vecinos, la familia, sus bro, sus primos, sus compañeros de clase, los chetos y los ñeris, sus carpinteros, sus electricistas, convertidos, en lo que dura un partido o un campeonato, en los íconos del pueblo, en héroes de la pelota, porque inadvertidamente ellos son y serán nuestros maestros de la pertenencia, los terapeutas de la adhesión a la causa.
Son miles, en algunos casos casi la mitad del pueblo, en otros superando largamente la venta de entradas de cualquier partido de primera división profesional en el que no jueguen Peñarol o Nacional.
El fútbol, ese intangible social y comunitario, pleno de las más diversas adhesiones, está vivo en nuestra gente, pero además en ellos los deportistas que lo mantienen en estado de pureza.
El mundo entero
Para los casi 100.000 futbolistas de las 61 Ligas de la Organización del Fútbol del Interior, el campeonato del Interior, la Copa Nacional de Selecciones y sus históricos y vigentes torneos del Litoral, Sur y Este, son el máximo sueño futbolístico que puedan tener jugando institucionalizados en OFI, defendiendo la camiseta del lugar donde nacieron, viven, trabajan o quieren.
Pero no es sólo eso. Los deportistas dejan literalmente el lomo en sus trabajos, cambiando de horarios o acomodando con sus compañeros para poder estar a la noche en la práctica, o en el partido que cada tres días lo devolverá de madrugada a su casa sin poder ver o matear o compartir con su pareja, sin poder compartir con los hijos, sin pretender un fin de semana en la playa, porque se están entregando por la camiseta.
No alcanza con más o menos andar bien en la temporada, con fajarse a diario para tratar de estar en la selección, con cambiar el horario del trabajo, con pedir días, con no irse con la familia, pero ahí están. Por la gloria, porque detrás de esas pobladas tribunas, detrás de esos muros, detrás de esas pantallas LED, está la ilusión del pueblo.
El Cielo
Cuando volví a vivir a mi tierra, 40 años después de caminar los asfaltos de la metrópoli, la vida me puso a metros una esquina de la que unos meses después me enteré que le decían El Cielo. Ahí cada mañana, cada mediodía, cada tarde pude cruzarme con el Pato, con Pajarito, con Saco Viejo, con el Sapo, con el Ñoño, con Pepito, con el Sordo, con el Negro, con el Cono, con el Mosco, mis vecinos reales, mis héroes en camiseta. Al lugar donde Pirucho pasa quiniela, la esquina pegada al almacén de Manolo, frente a la carnicería del Chueco, haciendo cruz con la estación de servicio de Carlitos, y frente a la verdulería de Patricia, la hermana del Jeta, la llaman El Cielo, porque es el lugar donde se juntan todas las estrellas.
La historia del fútbol como valor popular es la historia de la construcción de las identidades locales. Los de acá nos aglutinamos aunque somos iguales que los de allá. ¿Qué nos representa? ¿Qué nos identifica? En principio una camiseta única, que es la que lleva los colores de la ciudad, del pueblo, del departamento, y vestidos con ellas nuestros vecinos.
Hombres atraviesan el portón de la gloria, haciendo sonar la música de sus tapones contra el cemento de los escalones que los llevan al campo mientras decenas de gurises y gurisas que hasta un minuto atrás potreaban desaforadamente entre los pastos con una botellita de plástico como si fuera la pelota Adidas del Mundial, quedan paralizados y estremecidos ante el paso triunfal y certero. Ellos son nuestra identidad, ellos tienen el mismo compromiso y adhesión que cada uno de nosotros, ellos – y también lo sabemos– son falibles o a veces no logran la idoneidad suficiente como para resolver situaciones que los pueden superar, pero están ahí. Ellos son nosotros.
La vanguardia de a pie
El más glorioso atardecer del pueblo le abre paso a la noche que completamente será de gloria, cuando lleguen ellos, los campeones, los héroes para siempre, que desde otro pueblo vienen con el trofeo para instalarlo en el altar de nuestras calles, de nuestros ruidos, de nuestros olores, de nuestro cariño, de nuestros enconos.
El tren de la esperanza, el que pasa poco pero siempre pasa, ya está por llegar al andén de la gloria en su nueva estación, que es nuestro mundo, en nuestra tierra.
Ray Bradbury, el inolvidable cultor del género fantástico y de la ciencia ficción nació en Estados Unidos, lejos del fútbol en la década del 20, igual que los campeonatos del Litoral, del Sur y del Este. Bradbury, que en los años 50 imaginó en sus textos de ficción desarrollos y tecnologías que se concretaron 30 o 40 años después, nunca hubiese podido imaginar, por ejemplo, la casi vulgar epopeya del pueblo floridense que ante la posibilidad de volver a alcanzar la gloria después de 17 años se volcó en autos, ómnibus y camiones a Durazno, mientras otros cientos se agolpaban en el teatro de verano para ver el partido en pantalla gigante y otros miles se acomodaban en sus tribunas de sus casas para frente al televisor poder buscar la gloria.
El final es el de una película de Fellini, después de unir en caravana los 90 kilómetros que unen y separan a Durazno de Florida en una larga y gozosa caravana que se multiplicaba cada vez que el ómnibus se acercaba a la Piedra Alta, después de recorrer la ciudad tal como lo indica su himno popular, los futbolistas, los vecinos con la camiseta puesta encabezaron caminando, cantando y bailando la marcha por las calles de la ciudad, mientras los vecinos interrumpían su paso con un saludo, un abrazo, un gracias.