Fue un jueves o tal vez un viernes. Venía de Montevideo en un ómnibus de CITA lleno, como casi siempre. Tenía asiento y me desplomé sobre él, ya no por el cansancio físico o el desgaste de la jornada, sino porque un par de minutos antes, mientras chequeaba una publicación, y revisaba que no me estuviera comiendo nada del tsunami de noticias diarias donde vienen juntos y entreverados basura, joyas, porquerías y tesoros, vi de costadito lo que no quería ver. Era un tuit. Si apenas una concatenación de símbolos que no podría traspasar los 280 caracteres fue lo que me volteó, me desarmó, me descompuso.
No sé si lo llegué a leer, me metí el teléfono en el bolsillo, subí al ómnibus, y me desplomé en el asiento, que como un mensaje divino, o diabólico, era el 9. Me saqué la campera, me puse la mochila entre las piernas, amagué a sacar la notebook, pero la dejé ahí, y traté de acomodarme entre los posabrazos, al borde del desahucio, inmóvil, aterrado, paralizado pero no inerte.
¿Ataque de pánico? La noticia estaba ahí en el bolsillo derecho de mi pantalón en un microprocesador Android que en una pantalla de 14 por 7 cm insistía con querer decirme lo que yo no quería leer, no quería escuchar.
Di tiempo a campear mi desasosiego, quedé estirado en la desvencijada butaca del pasillo. No sé cuántas cuadras, cuántos kilómetros quedé en esa suspensión dolorosa y aterradora. Tenía miedo de que fuese verdad, lo que casi seguro debía ser verdad, y lo tenía en el bolsillo, ya en decenas de mensajes tomados de a 280 caracteres que aún no eran de una granja de trolls.
El chofer-guarda para, y el ómnibus pierde su mutismo, sube un contingente de vocingleros, laburantes, estudiantes y paseanderos vespertinos que vuelven a su casa y hacen sonar el pasillo como el inicio del recreo en la escuela. Una muchacha con pinta de estudiante –¿medicina?, ¿química?– me desmutea obligadamente pidiéndome paso hacia su asiento de la ventanilla. “Que el letrista no se olvide de agarrar la ventanilla y vivir la realidad”.
Pergeño un plan para enfrentarme a la esquela fatal que me anunciará lo que no quiero saber, leer, escuchar.
Mientras me enderezo y me pongo en una posición un poco más vital que aquel estado gelatinoso y vencido, trato de recordar el concepto de “suspensión de la incredulidad” que data del siglo XIX cuando no había fútbol, ni nueves, ni Uruguay, y en la Cisplatina todo era un entrevero de dominaciones y libertades queridas. La fe poética, tal vez me podría salvar, como me podría haber salvado aquel mediodía de sol y candoroso calorcito cuando mi madre me acomodaba la moña en la túnica y caracoleaba más que el Negro Cubilla, para confirmarme lo que un Carlitos, o tal vez una Susanita me había espetado como puñalada trapera: los reyes son los padres. No puede ser, pero es. Lloro, quedo paralizado, y no lo quiero aceptar pero es. A la mierda la suspensión de la incredulidad.
Ver para creer
Me siento igual que aquel niño, que no quiere creer lo que le están diciendo, pero ya no soy un niño, soy un abuelo que superó en décadas los años de mi madre en aquella mañana.
Meto la mano en el bolsillo, saco la computadora que tiene como uso colateral el de teléfono, y leo estas 16 palabras, estos 70 caracteres, emitidos por alguien a quien conozco, Martín Charquero, que se puede equivocar, pero que no anuncia por aparecer o para hacerse ver: “Luis Suárez y Edi Cavani no están en la lista de reservados de la selección uruguaya.”
Sé que le tengo que creer, pero no le quiero creer.
Yo, que no tengo título universitario, que me acredité como licenciado en mi rol de comunicador, esa aparentemente inexcusable falla, secuencia de “M’hijo el dotor”, confieso que soy hijo del terror a no saber, del desquicio de no poder entender, y un poco también, de la responsabilidad unilateral de querer, con seriedad y tal vez un poco de esfuerzo, tratar de mejorar, estudiar, aprender, experimentar, cambiar detrás de la evolución, para perseguir la idoneidad en el rol asumido.
La emoción invade tempranamente nuestros usos y costumbres, pero la razón se impone. La experiencia deja fluir a la razón hibridada con la emoción, y las certezas se descubren inestables, válidas o inválidas, de acuerdo a las coyunturas, a lo fáctico en el campo de la competencia, pero van construyendo un piso donde sostenerse sin tener que hacer equilibrio para lograr una infrecuente estabilidad en el tiempo.
Me interesé por el deporte, por la pelota, por la pasión lúdica, muchísimo antes de enrolarme en este oficio, y por formación/deformación, y la voluble y permeable conciencia en construcción, me hizo abrevar de la irracionalidad insólitas y ridículas inferencias: si alguien vestía de celeste, tenía que ganar sí o sí; si un colectivo de ciudadanos uruguayos agrupados en un equipo deportivo enfrentaban a cualquier rival de la sociedad que fuere, lo debía someter, por lo menos anímicamente; si un fulano jugaba, el mejor de mi mundo, siempre íbamos a poder ganar.
La instrucción, el paso del tiempo y el dejar de adolecer un poco de la madurez nunca alcanzada me fueron mutando, sin dudas evolucionando respecto a mis comportamientos y tal vez también a mis pensamientos dentro de las canchas, y en la vida, pero esta vez no puedo, he vuelto a ser aquel candoroso inocente irracional –a medias– que no se puede convencer de la noticia, de lo establecido.
Cuidado,conciencia en construcción
¿Cómo puede ser que el mejor jugador que he visto en nuestro mundo con una increíble vigencia de casi 15 años, y que a pesar de sus rodillas deshechas, de sus 36 años, de que la biología manda en la cancha, sigue siendo determinante en una de las competencias más importantes del mundo, no esté en la selección?
¿Cómo? ¿Qué está pasando? ¿Qué se rompió? ¿Hay un mejor 9 que él en este momento? No es su historia, su pasado; es su presente.
Llevo más de 3.500 partidos de fútbol vistos en estadios mundialistas y piringundines de la globa y desde hace décadas entiendo y pretendo acompañar las decisiones de los técnicos en relación a su trabajo. Sus decisiones, su forma de juego, sus elecciones, pero hace unas semanas me di cuenta de que le estaba haciendo el cuadro a Bielsa cuando mirando al Gremio y al Luis escribí que “racionalmente sería casi imposible que Luis Suárez no estuviese en la convocatoria de la selección de Uruguay. Su nivel sigue siendo de excelencia en lo que hace a pesar de sus 36, de sus rodillas, del momento de sus compañeros. Hace menos goles, pero es cada vez más crack”.
Revise la fecha de caducidad
En serio, Luis Suárez, el más grande futbolista uruguayo del siglo XXI, y uno de los más grandes de la élite del fútbol contemporáneo, ¿no va a estar en la selección uruguaya hoy porque no va a poder jugar el Mundial de 2026?
Será una irrespetuosidad que no me puedo permitir como analista del fútbol afirmar que es un desatino esta posible decisión de Bielsa –porque yo aún no quiero creer que sea cierto, y me lo imagino al Gordo emergiendo del túnel del Centenario, a sabiendas de que a él siempre una le va a quedar– pero es seguro que no concuerda para nada con aquella cálida y emocionante definición del reconocidísimo y gran entrenador rosarino cuando sentenció: “Soy muy respetuoso de los ídolos, porque son patrimonio de la gente. El ídolo es un metal precioso para los más pobres. Entonces jamás haría conscientemente algo que podría dañar a un ídolo”.
¿Entiende, Marcelo? No lo estoy diciendo ni desde el punto de vista deportivo, donde no hay uruguayo elegible hoy mejor que él, se lo digo desde la irracionalidad, la emoción, el afecto y la idolatría, porque la empresa perdona un momento de locura.
Luis Alberto Suárez, el mayor goleador de la historia de la gloriosa celeste, el segundo de más presencias con la selección en más de 120 años, el que jugó cuatro mundiales, el que nos sacó de los pelos cuantas veces pudo, el que está siempre, el que quiere estar siempre, el (no) elegido.
Indiscutible
Mire, Bielsa, usted no me debe ni conocer, ni recordar, no tiene por qué hacerlo, pero déjeme decirle que soy muy respetuoso de las decisiones profesionales, que soy un admirador y perseguidor de su conocimiento, me enaltece su idoneidad y su proceder en el fútbol del mundo, pero con el Lucho no.
¿Quién podría discutir su idoneidad, su carrera, su capacidad, sus desarrollos que seguramente nos podrán llevar lejos? Pero Suárez, por capacidad, calidad, experiencia e influencia en propios y extraños debe ser considerado, y además, o fundamentalmente porque él es nuestro ídolo, nuestro metal precioso, y sea cuando sea precisa tener un cierre con la celeste acorde a todo lo que nos dio.
La idolatría, plena de emociones, afectos y también calenturas es algo que no cualquiera la puede hacer nacer, crecer, y reafirmar. Suárez, Luis, el Gordo, no sabía que desde su vida chiquita e imperfecta llena de bloques de tristezas y unos cuantos ladrillos de alegrías, edificaba con más dolores que risas un presente perdurable.
Lo armó con sus ganas, sus mejores habilidades, su candorosa inocencia, sus arcaicas maldades, su honra y deshonra en camiseta, y lo fue mostrando entre sus pares, primero, y después entre desconocidos que vivían como él, que soñaban con la felicidad y sabían de los agudos dolores de las frustraciones.
El Luis es el mejor 9, pero más que eso es nuestro ídolo que en su carcajada o su rictus de angustiante responsabilidad tiene trazas de sabiduría, brillantez, idoneidad y popularidad. Él, con su paso desencajado, logró con cimientos reforzados por un andamiaje de búsquedas, éxitos y frustraciones. Un ídolo debe tener todo eso, pero, además, debe ser uno de nosotros. Y eso, sabemos, no se consigue en cualquier lado, no es intercambiable, no es cancelable por su edad, ni por su futuro a largo plazo.
No hay fe poética, no hay supresión de la incredulidad.
Todavía no lo podemos creer, pero parece que Luis Alberto Suárez, a sus 36 años y con sus rodillas en la mano, el mejor 9 uruguayo actualmente y desde hace años en el fútbol de élite, no será elegido. Incomprensible pero asimismo encauzable con un montón de reflexiones y una marcha atrás siempre útil y necesaria.
Arriba, Luis.