El momento olímpico, las semanas olímpicas, vividas a distancia –física, y de posibilidades reales de arrimarse al podio–, significan para los uruguayos una etapa que cada cuatro años queda incrustada en nuestro desarrollo y memoria como sociedad.
Más allá de sus enormes desvíos, convertido en el más grande negocio de audiencias del universo, el desarrollo de los Juegos Olímpicos nos deja la posibilidad de apreciar el enorme crecimiento del deporte y, en particular, exhibiciones colectivas en los que se alcanzan niveles insospechados de destrezas individuales y, en conjunto, lo que hace de esas contiendas competencias de altísimo nivel.
En Uruguay sus habitantes estamos acostumbrados desde hace más de 100 años a conectar, pensada o impensadamente, con las competencias colectivas. Durante décadas hemos parado –literalmente– en nuestro camino para, por unos segundo o unos minutos, quedarnos a mirar un partido de fútbol entre niños, o nos hemos sentado cerca de la red de voley en la playa para seguir con interés los piques y bloqueos.
Si eso nos pasa a diario, en nuestras calles y en nuestras canchitas, ¿cómo evitar quedarnos estacionados ante las pantallas viendo la maravilla de un partido de vóleibol masculino o femenino, de básquetbol, de handball?
No es nuevo en nuestra vida como nación. Somos testigos interesados y hasta entendidos del desarrollo de uno de los aspectos más importantes de nuestras vidas: el deporte, su desarrollo, la competencia y el crecimiento de las exposiciones.
Desde José Batlle y Ordóñez para adelante, cuando Uruguay como Estado ni sabía del Comité Olímpico Internacional –Uruguay se afilió en 1923 y para que el fútbol pudiera participar en Paris 1924–, nos hemos acercado con fruición a los escenarios donde se compite.
A propósito, Aldo Mazzucchelli, en su enorme obra Del ferrocarril al tango, reafirma con testimonios cómo algunos aficionados muy especiales, como el propio Batlle y Ordoñez, sostuvieron aquel fútbol casi experimental de los inicios, pero el deporte colectivo que más nos trasciende. Lo dirá Carlos Sturzenegger en una carta publicada por El Día enseguida de la final de Colombes el 13 de junio de 1924: “A pesar de la indiferencia del público en general, que no quería saber nada de fútbol, logramos poco a poco atraer la atención de 10 o 12 personas que venían a vernos jugar. Entre esas pocas personas figuraban cuatro hombres de primera fila que nos alentaban con su presencia y nos estimulaban con su palabra. Eran don José Batlle y Ordóñez, doctor Pablo de María, doctor Mariano Ferreyra, y el general Eduardo Vázquez”; y agrega este significativo comentario: “Para esos señores no éramos ingleses locos, sino muchachos entusiastas por un juego que después habría de conquistar al mundo entero. Tenían la visión del porvenir, y mucho les debe el juego de fútbol a su presencia en nuestros partidos”. Por añadidura, y como un vaso comunicante con la uruguayez, lo hicimos con el básquetbol, con el vóleibol, con el remo, con el atletismo, con el ciclismo, con la paleta.
En este rincón del mundo, los Juegos Olímpicos representan mucho, tanto que están atados a la construcción del imaginario popular de la concepción de nacionalidad de un estado joven y acrisolado sin guerras.
Los primeros héroes uruguayos del siglo XX son olímpicos, y es también un olímpico, el Terrible José Nasazzi, que gestó el más grande simbolismo de triunfo y comunión con la gente, la vuelta olímpica, mientras otro olímpico, Pedro Arispe, entendía qué era su patria.
Fue en 1924 el primer contacto de los uruguayos con lo olímpico, y de qué forma: consiguiendo la primera medalla de oro de las dos que tiene Uruguay. Fue en el fútbol, igual que cuatro años después en Ámsterdam 1928, y los orientales se fueron enterando por las crónicas de diario, las de Lorenzo Batlle, las de Carlos Quijano.
A partir de ahí, diarios primero, radios después, varias décadas más adelante en televisión, y ahora en nuestra era digital por streaming, siempre hemos estado muy cerquita de lo olímpico, con los deportes de siempre o con los de nunca. Y tiene que ver con Uruguay, claro, con los sueños, con la esperanza. Ver la maravilla de exposición de deportes colectivos sublima, como debe haber sublimado a franceses y holandeses encontrarse con el arte del fútbol uruguayo.
¿Cómo es que se logran esos niveles de desarrollo del deporte para que acá, desde lejos, o allá en esas butacas que han costado miles de pesos, quedemos hipnotizados, extasiados observando esa cohesión colectiva, esa experticia, esa idoneidad para resolver una competencia, y que millones de espectadores terminen plenos después de ver cinco sets de vóleibol entre mujeres de las cuales nunca habíamos escuchados sus nombres?
Es el valor del deporte por el deporte mismo.
El éxito sin medallas
El éxtasis de la victoria se logra sólo con la victoria, es cierto, pero se siente aun si los derrotados han sido derrotados en competencia, en su ilusión de volver a soñar con que mañana, o quizás dentro de un rato, porque habrá otra contienda, otro sueño, que es el mismo, y no es otro que el que nos legaron los olímpicos.
Y ahí estamos nosotros, con quienes hablan otras lenguas, o suman destrezas en deportes ajenos y lejanos, pero que en la pantalla, en el amanecer, en la mañana o en la tarde, nos insuflan el espíritu olímpico.
La maravilla de los Juegos
Como en un reclame de yerba o de dulce de leche me presento ante ustedes con mi expediente olímpico. Me quisiera hacer el nunca visto, pero sé, porque convivo desde hace más de 60 años con miles de ustedes: soy olímpico.
Tengo 15 olimpiadas encima y sigo: ya estoy pensando en 2028, cuando se cumplan 100 años del “Tuya, Héctor” y del “Vayan pelando las chauchas”.
La primera vez que fui olímpico fue en 1968. Tenía siete años y era un canarito que estaba viviendo sus primeros meses en una urbe que me devoraba. La casa que había alquilado mi padre en Montevideo estaba en una esquina con un amplio retiro de vereda con un soñado triángulo de pasto, que sospecho era equilátero, pero que a todos los efectos y sin importar sus medidas era el escenario multipropósito para los niños y niñas de aquellas cuadras.
La casa, engañosa porque de afuera parecía inmensa pero adentro era bastante chica, tenía un pasillo de distribución de 3 metros por 1,50 que conectaba el living comedor con la cocina y el baño, pero además era un lindo espacio de juegos para niños cuando no era la hora pico de la cocina y cuando no estaba estacionada allí la mesita de la televisión en blanco y negro, que a la hora de ser el escenario de dibujitos, telenovelas y viejas series, se movía dos metros adentro del estar.
En el pasillo de aquel octubre se realizaban los deportes de gimnasio y en la esquina con su triángulo de pasto los de pista y campo. En el pasillo los deportes eran colectivos, pero conmigo jugando solo contra la pared que con mucho trabajo mi madre había vestido con un enorme collage de coloridas páginas de revistas. Recuerdo enormes partidos de vóleibol con un globo, donde las peruanas ganaron casi tanto como en México, donde terminaron cuartas en el inicio de una maravillosa escalada que terminó 20 años después con la plata olímpica en Seúl 1988.
En la esquina, en la vereda o en el pasto, fuimos Bob Beamon y corredores individuales y de posta y todo lo que aquel maravilloso mundo nos entregaba a través de –sospecho– cortas, de no más de una hora, emisiones televisivas nocturnas cuando todavía la señal de ajuste –el inicio de la transmisión de cada día– no se había trasladado hasta las cinco de la tarde.
De Colombes a Amsterdam
No es ninguna habilidad social enumerar todos los Juegos Olímpicos –“olimpiadas” les decíamos por entonces y por varios juegos más– desde aquel 68 hasta hoy, pero de todos los que vimos, y hasta del que no vimos, Moscú 1980, porque la dictadura se alineó con sus tutor mayor, Estados Unidos, y se unió al boicot que no sólo significó no participar sino ignorarlos, tengo una marca virtual y emocional que se me dispara de inmediato.
De Munich 1972, la toma de rehenes; en Montreal 1976 tuve a una compañera de liceo, Elena Ospitaleche, compitiendo por la celeste; de 1980 no habremos visto nada pero en Cinemateca vimos Salve, deporte, eres la paz; en Los Ángeles 1984, la gesta del básquetbol uruguayo con el genial y único Horacio Tato López; de Seúl 1988 recuerdo a Hodori, la mascota, y los horarios a contramano; del 1992 en Barcelona, en el estadio de Montjuic, pude ver a Ricardo Vera en la final olímpica de 3.000 metros con obstáculos; y así hasta mi llanto hace unos días con Céline Dion, sin poder pasar por alto ni mucho menos la maravillosa medalla de plata de aquella madrugada uruguaya cuando en Sídney, con la celeste agujereada y tapada por el número de competencia, Milton Winants nos dio la alegría inconmensurable de escuchar el “¡Uruguay nomá’!”, “¡Uruguay pa’ todo el mundo!” que sacudió al paisito.
Y aquí estamos, lo más olímpicos. Terminó París 2024 pero estamos prontos para otros.