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Ilustración: Jerónimo Lamas

El invierno más largo: apuntes y reflexiones sobre la crisis bancaria de 2002 en Uruguay

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Este año se cumplen dos décadas desde la última crisis bancaria de nuestro país. El economista John Kenneth Galbraith repasa distintos episodios de crisis y nos advierte sobre la “extrema fragilidad de la memoria en asuntos financieros”, ya que a su criterio en estos casos “el desastre se olvida rápidamente”.1 Temiendo que esto también sea aplicable a los descalabros del sistema bancario, decidí aprovechar la ocasión para, entre otras cosas, refrescar un poco la memoria.

La lista de destacados profesionales que pueden exponer sobre la referida crisis (mucho mejor de lo que podría hacerlo yo) es tan larga como variada. Todos ellos han brindado sus experiencias y un sinfín de herramientas para analizar con rigor y detalle los sucesos que nos ocupan. Sin ir más lejos, esta columna se apoya en varios de sus aportes (ver recuadro).

Por tanto, me propongo un objetivo bastante menos pretencioso, aunque estimo no por eso menos atendible. Así, intentaré explicar las llamadas “corridas bancarias”, mencionaré algunos aspectos clave relacionados al fenómeno ocurrido en nuestro país veinte años atrás y referiré a la evolución que la situación de aquella época ha tenido hasta nuestros días. En el camino, iré dejando planteadas algunas reflexiones al respecto.

De esta manera, nos metemos en el invierno más largo que haya vivido el Uruguay en lo que va de este siglo.

La raíz del problema

Resultaría difícil comprender lo sucedido en nuestra última crisis bancaria sin antes entender cómo funciona, a grandes rasgos, el sistema actual. Bajo el pomposo nombre de “sistema de reserva fraccionaria” se esconde una idea bastante simple: los bancos toman el dinero de los depositantes, guardan una parte y prestan el resto.

Así, se encargan de colocar el dinero de quienes no lo necesitan (al menos no por ahora, o no en su totalidad) en quienes sí lo necesitan, a cambio del cobro de intereses en los préstamos otorgados. De esta manera se logra una asignación eficiente de recursos financieros, lo que trae beneficios para la economía de un país.2

Bajo este esquema, quien deposita fondos en un banco adquiere un derecho frente a este por el equivalente al monto depositado, sea esto en cualquier momento (“depósito a la vista”) o en un plazo determinado (“depósito a plazo fijo”). Como contrapartida, el banco se “adueña” de los fondos depositados (siendo por este motivo que los puede prestar a otras personas), asumiendo una obligación de devolución frente al depositante, que puede llegar a materializarse mediante un retiro en efectivo o no. En el segundo caso, por ejemplo, podemos optar por hacer una transferencia bancaria o un pago con tarjeta de débito, donde estaremos utilizando una forma especial de dinero que consiste en transferir o ceder nuestros derechos contra el banco al beneficiario del pago, quien tendrá ahora estos derechos frente al mismo banco o frente a uno distinto.

Sin embargo, como mencioné al principio, los bancos no prestan la totalidad de lo depositado, sino que guardan e inmovilizan una parte: a esto se le denomina “encaje”, y su principal función es poder hacer frente a eventuales retiros masivos en efectivo a corto plazo por parte de los depositantes. De allí se deriva el nombre del sistema, es decir, de la fracción de depósitos que los bancos deben “reservar” en el desarrollo de su actividad.

Ahora bien, ¿qué sucede si todos los depositantes exigen, al mismo tiempo, retirar la totalidad del dinero? La respuesta es tan sencilla como problemática: el banco no tendría liquidez suficiente para hacer frente a sus obligaciones, dejando a los depositantes sin la posibilidad de disponer de su dinero en efectivo, situación que –de no revertirse a tiempo– generaría consecuencias catastróficas para el sistema bancario y la economía en general, poniéndose en riesgo la estabilidad política y social.

Dicho fenómeno no se da de forma instantánea, sino que es precedido por una “corrida bancaria”, es decir, por esa “estampida” repentina y masiva de retiros en efectivo por parte de los depositantes ante eventos adversos (o ante la expectativa de que estos sucedan), quienes movidos luego por el pánico generalizado van acelerando el proceso y esparciéndolo al resto de las entidades del sistema bancario, aumentando las probabilidades de que se concrete el fatal desenlace.

De lo anterior se deriva la importancia de que la actividad en cuestión se realice profesionalmente, y bajo aplicación de estrictos controles y regulaciones. En definitiva, la ley habilita a los bancos a realizar una actividad que, de otra manera, les estaría vedada por las normas de derecho común, asumiendo riesgos que involucran el ahorro público.

Salvo en lo referido a la aplicación de estrictos controles y regulaciones, lo que se viene a describir es, muy a grandes rasgos, lo que sucedió en Uruguay en el transcurso de 2002.

Lo esencial es invisible a los ojos

¿Cuál es el activo más valioso que tiene un banco? ¿Sus profesionales? ¿El capital accionario? ¿El sistema de seguridad? Por lo que se viene de explicar, el activo más valioso de un banco es la confianza de sus depositantes.

Dado que el sistema de reserva fraccionaria funciona (las corridas bancarias no son episodios frecuentes), debemos asumir que, de regla, la confianza existe. Ahora bien, siendo algo tan etéreo, hay que estar atentos a episodios que puedan dinamitar dicha confianza, advirtiendo lo más tempranamente posible las primeras señales de la catástrofe. Con las ventajas que nos proporciona el diario del lunes, repasemos ahora algunos hechos puntuales de aquella época que nos sirven de ejemplo.

“Se viene el estallido, de mi guitarra, de tu gobierno, también”. Así abría la Bersuit Vergarabat el tema “Se viene”. Publicado originalmente en 1998 en el disco Libertinaje, su versión en vivo incluida en el álbum De la cabeza con Bersuit Vergarabat (2002) transmite a la perfección el clima político, económico y social que se vivía en Argentina en el último cambio de siglo.

El “estallido” en la vecina orilla se produjo el 19 y 20 de diciembre de 2001, dejando por el camino una brutal corrida bancaria que ameritó la imposición del famoso “corralito” (restricciones a los retiros de depósitos bancarios), la declaración de “estado de sitio” (herramienta legal que suspende las garantías constitucionales de los ciudadanos), saqueos a comercios y episodios violentos de diversa índole (lo que incluyó la muerte de 39 personas reprimidas en manifestaciones), la renuncia del presidente Fernando de la Rúa3 y la declaración de suspensión del pago de la deuda externa (el default).

¿Qué tuvo que ver esto con nuestra crisis? Mucho. A diciembre de 2001 los depósitos de no residentes en nuestro país representaban 41% del total, perteneciendo la mayor parte a argentinos. Esto implica una fuerte debilidad en la estructura de depósitos de un país que, como Uruguay, vive en un “barrio” complicado, en una época en la que aplicaba muy poca “medicina preventiva”.

El estallido del otro lado del río y, particularmente, el ya mencionado corralito, produjo desde comienzos de 2002 una oleada de retiros de depósitos de no residentes en la sucursal uruguaya del Banco Galicia, hecho que en retrospectiva significó el principio del fin. Esta desconfianza logró permear luego en los depositantes locales, provocando ya a principios de 2002 el comienzo de retiros masivos en el Banco Comercial (el mayor banco privado de la época), al tiempo que se profundizaban los retiros de no residentes.

Como primeros resultados de la debacle, en el último tramo del mes de febrero la caída de las reservas netas del Banco Central del Uruguay fue aproximadamente de 32%, correspondiendo dos tercios de dicha cifra a retiros realizados por los bancos para poder hacer frente a sus obligaciones con los depositantes.

Otros episodios ocurridos ayudaron a resquebrajar la confianza en el sistema. Tal es el caso del fraude de los hermanos Rohm en la gestión del Banco Comercial y, posteriormente, el de los hermanos Peirano en la gestión de los Bancos Montevideo y Caja Obrera, complicando enormemente la gestión de la crisis y poniendo de manifiesto problemas de supervisión. Como si todo esto no fuera suficiente, la pérdida del “grado inversor” de la deuda pública uruguaya por parte de las principales calificadoras de riesgo internacionales entre febrero y mayo de 2002 completó el elenco de hechos que nos condujeron a la catástrofe.

Lo que se “debe” hacer y lo que “hay” que hacer

En medio de una crisis bancaria como la que vivió Uruguay hace veinte años, las decisiones políticas deben ser, ante todo, valientes, sin descuidar los fundamentos que le sirven de sustento. Sólo en algunos casos estas serán acertadas, y en el mejor de los mundos incluso no implicarán la renuncia a las más firmes convicciones de quienes las toman.

La sana obsesión del presidente Jorge Batlle de no declarar la cesación de pagos (el default) de la deuda mantenida con los acreedores privados y el Fondo Monetario Internacional (contrariamente a lo sugerido tanto por dicho organismo como por varios líderes políticos de la época) y, en cambio, renegociar de buena fe los vencimientos, es un buen ejemplo de ello. Sumado a la firme convicción que en el mismo sentido mantuvo Alejandro Atchugarry, Ministro de Economía y Finanzas de la segunda parte de la crisis (hasta agosto de 2003), esto determinó lo que a la postre supuso el mantenimiento de un legado histórico del país en cuanto al honramiento de sus deudas,4 que al día de hoy nos sigue distinguiendo a nivel internacional.

También nos vimos beneficiados por decisiones de similares características tomadas por autoridades extranjeras. Ya en medio de la tormenta (concretamente en julio de 2002), y en un contexto donde se necesitaba urgentemente una nueva inyección de liquidez para poder recuperar la confianza –a esta altura– únicamente en los bancos públicos, el subsecretario del Tesoro de Estados Unidos, John Taylor, abrió el juego para destrabar las hasta ese momento fallidas negociaciones de la misión enviada por Uruguay ante el FMI, justo en el momento en que sus miembros aprontaban las valijas para un amargo retorno. Esto derivó finalmente en el acuerdo de salida con el referido organismo, el Banco Interamericano de Desarrollo y el Banco Mundial, a través del famoso “préstamo puente” de 1.500 millones de dólares por parte del gobierno de George W. Bush, como forma de acelerar los procedimientos burocráticos de dichas entidades internacionales para la aprobación de un nuevo financiamiento. En definitiva, no olvidemos que (al igual que el autor de esta columna) “Taylor es de Peñarol”.5

Finalmente, las decisiones que se deben tomar bajo este tipo de circunstancias incluyen aquellas carentes de toda épica, aunque no por eso menos importantes. La intervención y posterior liquidación de bancos en situación de irrecuperabilidad, ajustes fiscales (básicamente, más impuestos), reprogramación de depósitos (en definitiva, el estiramiento forzoso de los plazos contractuales con tintes cuasi expropiatorios) y, finalmente, la imposición de un “feriado bancario” (es decir, la suspensión de actividades de los bancos como forma indirecta de prohibir temporalmente el retiro de depósitos), formaron parte del “precio” de atravesar una crisis bancaria sin precedentes a nivel mundial como lo fue la de 2002 en Uruguay.

Luego de tomar una serie de decisiones éticamente intachables, pero al final del día, perjudiciales, un amigo con una gran capacidad de síntesis concluyó: “Una cosa es lo que se debe hacer y otra cosa es lo que hay que hacer”. Al margen de los cuestionamientos válidos que puedan hacerse, en este contexto da la sensación de que solo queda espacio para lo segundo.

Reponiendo los platos rotos

Como en su momento tituló el Financial Times, la salida de la crisis “a la uruguaya” (a grandes rasgos, sin el clásico default y otras medidas drásticas) requería una hazaña comparable a la del mundial del 50. Si bien esta se logró, a diferencia de aquella gesta, no pareciera haber verdaderos motivos para celebrar.

Incluso habiéndose aplicado “el mal menor”, si es que hay lugar para este concepto, es importante entender que se comprometió (cuando no, dinamitó) el sustento de vida, la realización económica y los sueños de muchas personas. En este sentido, debemos ser capaces de visualizar que el sano desenvolvimiento del sistema bancario también garantiza el ejercicio de derechos humanos, ya que de lo contrario no habremos llegado al corazón de lo que se supone son las lecciones aprendidas.

También es importante destacar la notable evolución que el sistema ha tenido desde aquella época a nuestros días. El reforzamiento de las potestades de regulación y control del BCU, la creación de un seguro de depósitos hoy administrado por una entidad creada específicamente a tales fines, la aprobación de nuevas normas de liquidación de entidades bancarias, y la generación de incentivos regulatorios para reducir el nivel de depósitos de no residentes (los que hoy se encuentran en niveles históricamente bajos, representando un 9,5% del total)6 muestran un panorama totalmente distinto al de 2001-2002.

En línea con lo anterior, de un tiempo a esta parte se han producido una serie de cambios normativos y culturales que, en cierta forma, han transformado nuestra forma de ver el dinero en efectivo, y en algunos casos hasta han provocado su relegamiento a un segundo plano. Tal es el caso de la Ley N° 17.835, de 2004, mediante la que se crearon los controles en materia de prevención del lavado de activos y el financiamiento del terrorismo (posteriormente reforzados en sucesivas leyes), y de la “Ley de Inclusión Financiera” N° 19.210, de 2014, que dispuso la bancarización obligatoria de una gran cantidad de operaciones domésticas y creó las Instituciones Emisoras de Dinero Electrónico.

Con sus ventajas y desventajas, en los hechos todos estos elementos han operado como catalizadores de la confianza en las entidades bancarias, robusteciendo de esta manera su activo más valioso. En consecuencia, al día de hoy muy probablemente estemos en condiciones de evitar otro invierno como el vivido hace dos décadas, o por lo menos de atravesarlo sin que se nos hielen los huesos.

No obstante, como deja en claro Paul Volcker (célebre expresidente de la Reserva Federal de Estados Unidos entre 1979 y 1987) en sus memorias7 alcanzar y mantener la estabilidad del sistema financiero requiere de un esfuerzo “de nunca acabar”. Concretamente dentro del ámbito bancario, me atrevo a agregar que dicho esfuerzo es aún mayor en tanto sigamos utilizando el sistema de reserva fraccionaria, cuyo especial sustento legal probablemente tenga algo que decirnos sobre su sustento moral.

Principales lecturas sobre la crisis de 2002 en las que se basa esta columna

  • Al borde del abismo. Uruguay y la gran crisis del 2002-2003 (tercera edición). Carlos Steneri. Ediciones de la Banda Oriental. 2017.
  • Con los días contados (edición actualizada). Claudio Paolillo. Búsqueda. Editorial Fin de Siglo. 2017.
  • La crisis del 2002. Mi gestión frente al cataclismo bancario. Alberto Bensión. Editorial Fin de Siglo. 2004.
  • Una mirada al medio siglo de historia del Banco Central del Uruguay. Ariel Banda, Julio de Brun, Juan Andrés Moraes, Gabriel Oddone. Ediciones de la Banda Oriental. Universidad ORT. 2021.

  1. John Kenneth Galbraith. “Breve historia de la euforia financiera” (3era edición). Ariel. 1991. 

  2. Como efecto adicional, este sistema permite que dos personas a la vez tengan el “mismo” dinero, produciéndose así un efecto expansivo de las cantidades de dinero existentes en una economía. A esto se le denomina “creación secundaria de dinero” o “multiplicador bancario”. 

  3. La vacante se terminó de completar con la asunción de Eduardo Duhalde luego del fugaz pasaje de Puerta, Rodríguez Saá y Camaño (todo en apenas 11 días), dando lugar así a la tristemente célebre frase “5 presidentes en una semana”. 

  4. En lo que respecta a la deuda mantenida con el FMI, su cancelación total se produjo en noviembre de 2006 bajo la conducción de Danilo Astori al frente del MEF. 

  5. Frase que Hugo Fernández Faingold (embajador de Uruguay ante los EE.UU.) le dijo a Ariel Davrieux (Director de la Oficina de Planeamiento y Presupuesto e integrante de la misión uruguaya ante el FMI), luego de recibir la llamada del Tesoro americano en nombre de su Subsecretario, John Taylor, a través de la cual le manifestaron oficialmente que el gobierno de Bush estaba dispuesto a ayudar a Uruguay. 

  6. De acuerdo a los datos del último Reporte de Estabilidad Financiera elaborado por el Banco Central del Uruguay, correspondiente al 3er trimestre de 2021. 

  7. Paul A. Volcker - Christine Harper. “Keeping at it. The quest for sound money and good government”. PublicAffairs. 2018. 

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