Karl Marx afirmó que todos los grandes “hechos histórico-mundiales” ocurren dos veces: “La primera como tragedia, la segunda como comedia”. ¿Qué pasa si suceden una y otra vez, cada pocos años, década tras década? ¿Eso es comedia o tragedia? ¿Dejan dichos hechos de ser “histórico-mundiales”? ¿O al mundo simplemente dejan de importarles?
Estas dudas se vienen a la mente ante la crisis financiera que está en ciernes en Argentina. Hay algo de comedia, o incluso de farsa, en el aire: un presidente de apellido Fernández se enfrenta con una vicepresidenta que también se apellida Fernández (no hay parentesco), lo que provoca la renuncia del ministro de Economía. La ministra entrante anuncia que recortará el déficit fiscal, a pesar de que la vicepresidenta Cristina Fernández, que es la que manda, ha dicho claramente que desea un déficit aún mayor. Los mercados se vuelven locos y el peso se derrumba, lo que se traduce en una brecha de 150% entre el tipo de cambio en el mercado negro –conocido eufemísticamente en Argentina como el “dólar blue”– y la tasa oficial.
Argentina llegó a esta situación de la misma manera en que ha llegado a circunstancias parecidas tantas veces durante el último siglo. Primero, los políticos prometen aumentar el gasto, pero sin estar dispuestos a subir los impuestos para financiarlo. A continuación, el gobierno se endeuda hasta que los mercados dejan de prestarle. Entonces el Banco Central imprime pesos para cubrir tanto el déficit primario como el servicio de la nueva deuda hasta que los argentinos se hartan y no aceptan añadir los pesos adicionales a sus carteras. En ese momento se produce una corrida contra la moneda.
La historia es vieja, pero esta versión incorpora dos nuevos giros. En los episodios previos, la caída de los precios de los productos agrícolas, de los cuales Argentina es un importante exportador, a menudo contribuyó a gatillar la crisis. Sin embargo, en 2022, Argentina se ha metido en un lío pese a que los precios de los productos primarios han estado por las nubes hasta hace poco, gracias en buena parte a la guerra de Rusia contra Ucrania. Se requiere cierto talento para que un exportador de productos básicos gatille una crisis de la balanza de pagos durante un auge en dichos productos. Es lo que Argentina ha conseguido en esta oportunidad.
En el pasado, Argentina solía recibir préstamos desde el exterior, y el apretón financiero se producía cuando Wall Street dejaba de prestar. Esta vez –y este es el segundo nuevo giro– los extranjeros no estuvieron dispuestos a extender préstamos, de manera que el endeudamiento ha sido interno. Hasta hace poco, el Tesoro de la Nación estuvo emitiendo los bonos necesarios, pero como el mercado local también se ha congelado, ahora el Banco Central ha tenido que financiar una proporción cada vez mayor del déficit fiscal imprimiendo pesos. En un intento más bien inútil de limitar el impacto inflacionario de toda esa emisión, el Banco Central ha tratado de neutralizarlo emitiendo sus propios bonos de corto plazo, que por estos días suman casi 10% del PIB.
Dado que el Banco Central es de propiedad fiscal, los ahorristas que desconfían de los bonos del gobierno no tienen razón alguna para querer ser tenedores de más y más bonos del Banco Central. Es posible que, más temprano que tarde, también se nieguen a comprar o a renovar dichos bonos. Entonces, el único camino a seguir será una crisis de la deuda, la creación descontrolada de dinero, o ambas cosas a la vez.
Este conjunto de políticas puede parecer propio de una farsa, pero sus consecuencias son trágicas. La inflación anual podría llegar a 80% este año, la más alta en tres décadas, y los salarios reales están cayendo. Los dólares escasean tanto que muchas empresas no pueden importar los insumos o los repuestos que necesitan para producir. La economía argentina repuntó vigorosamente el año pasado, luego del colapso que sufriera en 2020 a causa de la pandemia, pero se prevé que la expansión va a desacelerar en 2022. Si se produjera una crisis financiera a gran escala, el crecimiento podría ser cero o negativo en 2023.
Las opciones de política a las que el gobierno podría echar mano no tienen nada de nuevo. Una alternativa es acelerar la depreciación controlada de la tasa de cambio oficial o permitir una devaluación de un salto; sin embargo, es probable que ninguna de las dos sea suficiente dado el agudo aumento de la inflación. La alternativa sería endurecer los controles de capital y rezar para que todo salga bien. Pero, parafraseando a Abraham Lincoln, se puede cerrar algunas ventanas por las que sale el capital durante algún tiempo, pero no se puede cerrar todas las ventanas todo el tiempo.
No es necesario haber estudiado en la Universidad de Chicago ni haber trabajado en el Fondo Monetario Internacional para concluir que el problema de Argentina es principalmente de índole fiscal. Los gastos públicos primarios subieron más del 10% real en la primera mitad de 2022, por sobre el gran incremento que ya había ocurrido durante la pandemia. A pesar de que el auge de los precios de los productos básicos ha mantenido los ingresos fiscales pasajeramente altos, la brecha fiscal de 3,5% del PIB prevista para 2022 superará la meta de 2,5% del PIB acordada con el FMI. Un déficit de 3,5% del PIB no es sustentable para un gobierno que carece de acceso a los mercados internacionales de capital y cuyo acceso al endeudamiento está en vías de desaparecer.
El que la política fiscal sea o no sustentable depende también de la tasa de crecimiento de la economía y del costo de la deuda pública. La economía de Argentina crece poco y su productividad está estancada, lo que se debe en parte a una estructura impositiva altamente distorsionadora. Y, a causa de su accidentada historia financiera, el gobierno debe pagar una tasa de interés mucho más alta que otras naciones emergentes. Entonces, he aquí la paradoja: Argentina tiene que arreglar su política fiscal para que la economía crezca, y el crecimiento debe aumentar para que su política fiscal se vuelva sustentable.
Al problema fiscal se suma un problema político. Toda promesa hecha por un gobierno cuyas dos figuras principales pelean constantemente, carecerá de credibilidad. Así como el expresidente estadounidense Richard Nixon, del partido republicano, era el candidato natural para buscar un acercamiento con la China de Mao Zedong, los peronistas de izquierda cuentan con ventajas políticas a la hora de llevar a cabo un ajuste fiscal duradero. Como se niegan a hacerlo, es posible que la hiperinflación, al erosionar el valor real de los gastos fiscales, termine haciendo el trabajo.
El pueblo argentino ha sufrido inflaciones altas y recurrentes durante casi un siglo. Ha presenciado por lo menos nueve impagos de la deuda pública externa (el primero en 1827 y el último en 2020). Y ha vivido todo tipo de corridas contra los bancos y su moneda. Pese a esto, continúa eligiendo políticos (por lo general, aunque no exclusivamente, peronistas) que incurren en altos déficits fiscales y los financian imprimiendo pesos. ¿Por qué?
Una posibilidad es que la extrema obcecación ideológica sobreviva todo encuentro con la realidad y haga que el cambio sea imposible. Axel Kicillof, exministro de economía bajo el gobierno de Cristina Fernández, afirmó que un “déficit fiscal descontrolado” es sólo un “engaño” para “continuar recortando derechos”.
Los economistas de la Universidad de Harvard, Rafael Di Tella y el fallecido Julio Rotemberg, propusieron una teoría diferente: los políticos populistas adoptan políticas extremas y a la larga inviables para señalizar que no están en el bolsillo de las élites poderosas. En una sociedad con tan poca confianza mutua como la argentina, la única manera en que los políticos pueden demostrar que quieren salvar la economía es destruyéndola primero. En este plano, han tenido éxito: la interminable comedia argentina resulta más bien trágica.
Andrés Velasco, excandidato a la presidencia y exministro de Hacienda de Chile, es decano de la Escuela de Políticas Públicas de la London School of Economics and Political Science. Copyright: Project Syndicate, 2022. www.project-syndicate.org. Traducción de Ana María Velasco.