Avanza el estudio en el Parlamento del proyecto de ley que prevé reestructurar ciertas deudas con el Banco Hipotecario o la Agencia Nacional de Vivienda pactadas en unidades reajustables (UR), con el objetivo de repararlas como si hubieran sido en unidades indexadas (UI), y también avanza la preocupación por los fundamentos en la toma de decisiones que afectan a recursos públicos.
Recordemos rápidamente: la UR fue creada en 1968 con el fin de nominar los créditos para la vivienda, y evoluciona con el índice medio de salarios (IMS). El espíritu fue crear un índice que ajuste conforme evolucionen en promedio los ingresos de los hogares con independencia de otras variables, de modo de intentar asegurar la capacidad de pago de los deudores. Por el contrario, la UI fue creada luego del rebrote inflacionario poscrisis de 2002, con el objetivo de contar con una unidad de cuenta estable cuyo valor evolucione con el índice de precios del consumo.
Con el devenir de los años el mercado de créditos inmobiliarios ha dejado de utilizar la UR, migrando en gran mayoría hacia la UI. Por supuesto que distintas lógicas de ajuste del capital conllevan distintas lógicas de tasas de interés. Luego de un período prolongado de recuperación del salario real, ergo, de que los salarios medios evolucionaran por encima de la inflación, el incremento porcentual de la UR fue mayor con respecto al incremento de la UI en una ventana de tiempo determinada. A raíz de esta situación, aquellos deudores con pasivos en UR sienten un perjuicio en el tratamiento, versus si sus deudas hubieran sido en UI. Por eso buscan una reestructura por razones de “justicia”.
¿Dónde está el dilema?
Podríamos evaluar este problema desde diferentes ángulos o perspectivas. Por ejemplo, podríamos considerar que es una nueva prueba de la débil gobernanza de nuestras empresas públicas, sometidas a la discrecionalidad política, demasiado lejos de las buenas prácticas de gobierno corporativo. En particular ha sido notoria la posición, bien fundada, de la presidenta del Banco Hipotecario. Sin embargo, esa correspondencia parece haber caído en un buzón que nadie abre.
Además, esta situación podría de algún modo saldarse con cálculos aritméticos de rigor, como han realizado recientemente destacados profesionales. Cabe destacar, en ese sentido, el último informe elaborado por la consultora CPA Ferrere que se difundió días atrás.
En base a resultados, podría evaluarse si fue más gravoso para el deudor un pasivo en UR o en UI. En un universo tan amplio de casos, ventanas temporales y condiciones acordadas, como tasas y plazos, y a pesar de la pericia profesional, es en extremo complejo llegar a una conclusión estandarizada que logre probar el “perjuicio generado por el sistema”. ¿Cambiaría algo si las conclusiones aritméticas fueran claras e ilimitadas? Creo que no.
El reclamo del grupo de deudores, de composición diversa, permeó al sistema político, que hoy debe procesar una decisión. Frente a ella, ¿qué criterios deben primar? Más allá de las complejidades legales, si se analiza la decisión desde el tamiz de la “justicia” económica, en caso de avanzar en una reestructura que tendrá costos para el erario público, ¿será una decisión “justa”?
Algunos autores1 plantean una ruta de análisis realizando un abordaje desde aspectos vinculados con la libertad, el bienestar o la virtud ciudadana. Así, podríamos evaluar algunas de las perspectivas que podrían influir en el análisis.
Desde una concepción utilitarista, deberíamos analizar si la reestructura de las deudas maximiza o no la utilidad o el bienestar general. Un utilitarista se preguntaría si esto beneficia a la sociedad en su conjunto, o sea, si es una política justa desde una perspectiva utilitaria. Es difícil encontrar en esta decisión la búsqueda del bienestar general, mitigando un hipotético “dolor” particular de los reclamantes, trasladando el costo al resto de los contribuyentes.
Desde una posición más libertaria, donde se perciben los acuerdos entre partes (tomar un préstamo, por ejemplo) como un óptimo, donde el ejercicio libre y pleno es la solución justa, no debería justificarse de modo alguno la participación del Estado para intervenir en los contratos modificando las condiciones acordadas vigentes. Podría esta visión recibir objeciones, como todas. Una de ellas pasa quizás por preguntarnos si cada parte ha sido lo suficientemente libre al momento de acordar y tomar ese crédito. Lo cierto es que esa búsqueda nos llevaría a un análisis caso a caso, que nunca podrá ser general. También es cierto que, en esa diversidad de casos, y bajo esta línea de análisis liberal, es posible que los particulares hayan tenido oportunidad de salirse con otras opciones óptimas de mercado a lo largo del tiempo.
Desde una visión próxima a la denominada justicia distributiva, deberíamos evaluar si esta decisión contribuye a la equidad en la distribución de la riqueza. Esto es, cuestionarse si esto perpetúa o reduce las desigualdades económicas. En tanto se utilizarían fondos públicos de los contribuyentes, por definición escasos, deberíamos de algún modo asegurar que se distribuirán de forma eficiente para que quienes reciban estos recursos como parte de la solución sean realmente quienes los precisan, mitigando desigualdades. Es claro que una solución como la que está en proceso, que no distingue capacidad contributiva o voluntad de pago, omite variables centrales para una valoración justa.
Si abordamos esta problemática desde una posición más abstracta, como la de la virtud ciudadana, se podría argumentar que esta decisión tiene implicaciones éticas para la ciudadanía y para la sociedad en su conjunto. ¿Fomenta la confianza en el sistema? ¿Genera cohesión social? ¿Es correcto el cambio de condiciones? ¿No hay riesgo de contagio a otros grupos o sectores? ¿A otras industrias? Aun en ausencia fáctica de contagio, ¿no sería una solución “injusta” tomando en cuenta que otras tantas situaciones o sectores podrían tener algún tipo de consideración similar, pero sin la capacidad de llegar al decisor?
El dilema de las deudas en UR versus las deudas en UI no es aritmético, y resulta difícil justificar la decisión desde cualquier perspectiva de preferencia de justicia moral. Más bien, creo, es parte de los dolores y diseño de incentivos de la vida democrática, donde el decisor es permeable a los grupos de presión, creyendo que así incrementa sus probabilidades de permanencia; tránsito que por definición queda muy lejos de la búsqueda de “justicia” orientada a la creación del bien común.
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Sandel, M. Justicia. ¿Hacemos lo que debemos? ↩