La mitad llena del vaso
En primer lugar, una de las buenas noticias que acompaña el nuevo informe de Perspectivas Globales del Fondo Monetario Internacional refiere a la trayectoria global de la inflación que, tras varios años de mantenerse en umbrales históricamente altos, está moderándose y convergiendo a niveles más normales. En palabras del Fondo: “parece que la batalla mundial contra la inflación está prácticamente ganada”. Esto tiene al menos dos implicancias positivas para el devenir de las economías, una más directa que la otra.
Por un lado, contribuye a paliar la crisis del costo de vida, que se disparó luego de la sucesión de shocks negativos que tuvieron lugar a partir de 2020. Si bien muchos precios tienden a ser “pegajosos” (suben más rápido de lo que bajan), la mejora que se ha venido procesando en este frente es significativa: luego de alcanzar un pico de 9,4% durante el primer semestre 2022, la inflación descendería hasta 3,5% a finales del año que viene. Con esto, la inflación cerraría 2025 por debajo del promedio correspondiente al período 2000-2020.
Por el otro, otorga margen para que los Bancos Centrales relajen su política monetaria, dado que la evolución reciente de los precios se ha ido alineando con sus metas. Esto ha permitido comenzar a reducir las tasas de interés tras varios años de política monetaria restrictiva, contribuyendo a impulsar la actividad económica por la vía del consumo y de la inversión. Además, se reducen los riesgos de inestabilidad financiera, producto del abaratamiento del crédito y costo del dinero (cabe recordar la crisis bancaria regional que se disparó el año pasado en Estados Unidos ante el salto de las tasas de interés).
Siguiendo con el vaso medio lleno, y en línea con lo anterior, la otra buena noticia reposa sobre la “inusitada resiliencia” que ha mostrado la economía a lo largo del proceso desinflacionario. En ese sentido, los últimos datos sugieren que habría sido –relativamente– bajo el costo que se pagó en materia de actividad para lograr ese objetivo, habilitando un escenario de “aterrizaje suave” en términos generales. Desde esta perspectiva, la política monetaria jugó un “papel fundamental”, limitando sus efectos negativos sobre la actividad, pero sin dejar que las expectativas de inflación se desanclaran e ingresaran en un espiral de precios. En otras palabras, la gestión monetaria evitó que se repitiera la “desastrosa experiencia inflacionaria de la década de 1970”.
En ese sentido, se proyecta un incremento del PIB global equivalente a 3,2% para 2024 y 2025, lo que implica un escenario de relativa estabilidad. En particular, se prevé un buen desempeño para las economías emergentes, con una expansión promedio superior al 4% (impulsada principalmente por el dinamismo asiático). En el caso de América Latina y el Caribe, las nuevas estimaciones ubican el crecimiento en 2,1% para este año (tres décimas por encima de lo proyectado en julio) y en 2,5% para el siguiente (dos décimas por debajo de lo anticipado previamente).
Según estas previsiones, todas las economías de la región crecerían este año, con la excepción de Argentina, cuyo PIB se retraería 3,5% (para rebotar 5% en 2025). En el caso de Uruguay, las estimaciones anticipan una expansión de 3,2% y 3% para 2024 y 2025, respectivamente. Estas cifras delinean un panorama de crecimiento más optimistas con respecto a lo que se desprende de la última encuesta de expectativas relevadas por el BCU (3,0% y 2,5%).
La mitad vacía del vaso
Más allá de las mejoras descritas, el mundo sigue un poco atado con alambres, producto de los problemas socioeconómicos que se arrastran desde hace varios años, de las tensiones geopolíticas que amenazan fracturar al mundo en bloques rivales no cooperativos y de la crisis que atraviesan las instituciones multilaterales.
Por un lado, una escalada del conflicto en Medio Oriente podría volver a disparar el precio de las materias primas, volviendo a alimentar los problemas de inseguridad alimentaria que distan de haberse moderado pese a las mejoras descritas previamente. Un escenario como este volvería a poner a los bancos centrales a la defensiva, que tendrían que volver a imponer restricciones monetarias para evitar una nueva oleada de aumentos de precios. Esto implicaría el retorno de un escenario financiero más restrictivo, lo que sería particularmente nocivo para los países emergentes y las economías de bajos ingresos (muchas de las cuales se encuentran permanentemente entrampadas en crisis sociales, políticas y económicas).
Por el otro, las disputas comerciales y la profundización de políticas de protecciones podrían restringir más el comercio y por esa vía el crecimiento, complejizando además la coordinación de acciones para abordar los desafíos estructurales que se desprenden de la crisis climática y de los avances vertiginosos en el frente de la tecnología (como el desplazamiento de fuerza de trabajo, los problemas de gobernanza de los datos y la regulación de la inteligencia artificial, por nombrar sólo algunos).
A su vez, los márgenes fiscales continúan siendo acotados en la mayoría de los países, lo que opera permanentemente como un freno para el despliegue de políticas y reformas más ambiciosas. Ante el creciente resquebrajamiento del orden económico –que comenzó allá por 2008–, las instituciones globales, como el FMI o el Banco Mundial, no cuentan con el alcance suficiente para darle soporte a los países más complicados. En el primer caso, los recursos con los que cuenta se ubican por debajo de los niveles históricos y la revisión de cuotas más reciente no logró reflejar un incremento neto de su capacidad de préstamo. En otras palabras, su poder de fuego es cada vez más escaso. Al momento de su creación, allá por 1944, el Fondo podía obtener recursos equivalentes a alrededor del 3% del PIB global para abordar los problemas monetarios y de balanza de pagos de sólo 44 países. Desde aquel momento, la cantidad de miembros se cuadruplicó, pero sus recursos han caído más de dos tercios con relación al PIB.1
Por poner un ejemplo: hace 40 años el FMI le facilitó a México un tercio de los recursos que necesitaba para reestructurar su deuda, presionando a los acreedores privados a sumarse en el proceso y a desistir de los múltiples reclamos contractuales que se fueron acumulando durante ese período. En ese sentido, la institución fue clave para mejorar las perspectivas financieras y reencauzar al país en una senda de crecimiento. En contraste, después de que Zambia cayera en una cesación de pagos en 2020, el FMI cubrió menos del 10% de sus necesidades de financiamiento, lo que dejó al país inmerso en un complejo proceso de negociaciones con acreedores que lleva ya más de cuatro años.2
Estos problemas no afectan únicamente a estos dos organismos, como evidencia la situación de relativa parálisis que enfrenta la Organización Mundial del Comercio o incluso la Organización Mundial de la Salud, cuyo presupuesto anual no supera al de los hospitales de tamaño medio de Estados Unidos.3 En efecto, la disfuncionalidad de estas instituciones y organismos, que es sintomática de los tiempos turbulentos que estamos atravesando, limita los márgenes de la cooperación y agudiza por esa vía los riesgos a futuro.