La reciente decisión de OpenAI de destinar 1,4 billones de dólares a asegurarse capacidad de cómputo futura no fue sino el último indicio de exuberancia irracional que trajo 2025. Según algunas estimaciones, casi todo el crecimiento del PIB estadounidense en el primer semestre de este año procedió de los centros de datos; esto provocó una andanada de comentarios sobre cuándo estallará la burbuja y lo que puede dejar tras de sí.
La fiesta de las puntocom a fines de los 90 terminó en resaca para el mundo financiero, pero la economía real se quedó con lo que importaba: la infraestructura. Hubo un aumento de productividad, y los tendidos de fibra de los años del auge todavía funcionan. El “puente hacia el siglo XXI” que juró construir el presidente estadounidense Bill Clinton fue una de esas raras promesas de campaña que se cumplen.
No es imposible que las inversiones que se están haciendo en inteligencia artificial (IA) terminen redituando igual que internet. Pero, por ahora, las ganancias parecen menores y mayores los riesgos macroeconómicos que con la burbuja de las puntocom.
Veamos los beneficios potenciales. A fines de los 90 internet empezó a mostrar resultados cuando la burbuja todavía se estaba inflando: el crecimiento medio de la productividad laboral en Estados Unidos entre 1995 y 2004 fue 2,8% (más o menos el doble que en las dos décadas anteriores), hasta que cayó a mediados de la década del 2000. Ya se veían mejoras en las cuentas nacionales incluso cuando Pets.com todavía estaba en la fase de lanzar su costosa campaña publicitaria en el Super Bowl (que al final le salió mal).
Esta vez, aunque el crecimiento de la productividad laboral en Estados Unidos mejoró después de dos décadas de lentitud (hasta llegar a cerca del 2,7% el año pasado), es demasiado pronto para atribuirlo a la IA. De hecho, la adopción de la IA está disminuyendo, y una encuesta reciente de la Oficina del Censo de Estados Unidos muestra menos uso entre las grandes empresas. Si la reciente mejora de la productividad hubiera sido atribuible ante todo a la IA, sería de esperar que vaya desapareciendo al disminuir la adopción (otro recordatorio de lo efímeras que pueden ser estas tendencias). El auge de las tecnologías de la información en los 90 se veía en todas partes, pero se desvaneció más o menos en un decenio.
Es tentador pensar que los grandes modelos lingüísticos (LLM) acelerarán la innovación y el descubrimiento, por ejemplo, revelando vínculos ocultos en la literatura académica, programando o redactando protocolos. Ya ha ocurrido que herramientas nuevas (desde el microscopio de Robert Hooke hasta el telescopio de Galileo) provocaran saltos similares. Pero, esta vez, la herramienta de investigación definitiva ya la teníamos (la computadora personal conectada a internet), y sin embargo, incluso con acceso instantáneo a todo el conocimiento acumulado del mundo y a los mejores talentos, las mediciones de productividad de los investigadores y de innovaciones revolucionarias han disminuido. Mantener viva la Ley de Moore (según la cual la potencia de procesamiento de las computadoras se duplica cada dos años) ahora demanda investigadores en cantidades que superan por varios órdenes de magnitud a las de principios de los 70.
Tampoco está claro que el actual auge de inversión en capital vaya a dejar tras de sí algo parecido a una infraestructura digital duradera. Igual que los ferrocarriles en el siglo XIX, la era de las puntocom volcó dinero a activos duraderos (en particular, cable de fibra óptica y redes troncales) que se podían “encender” una y otra vez conforme hubiera mejoras en equipamiento electrónico: una buena parte de ese tendido todavía transporta datos. Un solo tramo de inversión en capital sostuvo varias generaciones tecnológicas y de modelos de negocio.
Pero la IA no está tendiendo vías: la IA está corriendo en la cinta fija. Los chips y la memoria se degradan o quedan obsoletos en cuestión de años, no decenios. Un bastidor de servidores puesto a entrenar un LLM hoy consume 120 kilovatios de electricidad, frente a los 5 o 10 kW de hace diez años. Y, aunque cada nueva generación de GPU (unidades de procesamiento gráfico) genera una enorme reducción del costo por vatio, esto implica que la rotación de equipamientos de la computación de hiperescala se acelera, conforme los más viejos van cayendo en la obsolescencia económica. La fibra óptica perdura, aunque cambien los aparatos conectados a los extremos; en cambio, la “pila” de tecnologías de la IA se deprecia con rapidez, lo que obliga a una reinversión constante.
Esta carrera inmóvil podría ser manejable si el panorama macroeconómico se pareciera al de 1999. Pero no es así. Aunque entonces el tipo de interés real era más alto, el riesgo de un freno a la inversión privada (el efecto crowding‑out) era menor, porque los superávits presupuestarios de la era Clinton y un cociente deuda/PIB en caída restaban presión a los mercados de capitales y reducían el pago de intereses por la deuda pública.
Esta vez es al revés. El margen fiscal del gobierno estadounidense está limitado por un déficit persistente cercano al 6% del PIB (unos 1,8 billones de dólares) y por un pago de intereses netos cercano a un billón de dólares; y encima ahora se supone que con los mismos ahorros hay que financiar el desarrollo de la energía limpia, el aumento de los presupuestos de defensa y un auge de centros de datos ávidos de energía. En la práctica, esta demanda se expresa como un aumento del costo de endeudamiento que frena la construcción de nuevas viviendas y posterga los proyectos de infraestructura a largo plazo.
También las finanzas públicas sienten la presión. Un mayor stock de deuda lleva a que la tasa de interés real positiva se traslade enseguida a un aumento del pago de intereses, que impedirá financiar programas de los que dependen los hogares. Durante el superávit de fines de los 90, la deuda se redujo e incluso ocurrió que el Tesoro recomprara bonos, de modo que el Estado podía seguir invirtiendo al mismo tiempo que se desarrollaba un auge privado, sin competir con él. En la actualidad, mayores niveles de deuda y onerosos pagos de intereses dejan menos margen de maniobra para responder a una desaceleración del crecimiento. Si los beneficios de la IA llegan pero con demora, la aritmética será todavía más difícil. Se destinarán más dólares a los bonistas y menos a la seguridad social, a la salud y a los servicios básicos; y en caso de empeoramiento del ciclo económico, las tensiones entre demandas contrapuestas se agudizarán.
También es distinto el panorama financiero. La desaceleración de principios de este siglo se centró en el mercado accionario: las cotizaciones se desplomaron y los inversores de capital riesgo que buscaban rendimientos a largo plazo se llevaron una paliza, pero, a pesar de lo brutal y visible que fue, los padecimientos terminaron en poco tiempo. Como destacan Carmen Reinhart y Kenneth Rogoff en su historia de las crisis financieras This Time Is Different (2009), las burbujas de activos con mayor peligro macroeconómico son aquellas que están impulsadas por el crédito y afectan los balances de los bancos. Como la debacle de las puntocom fue en gran medida una corrección de precio de las acciones (excluidas las empresas de telecomunicaciones) y no una crisis bancaria, las grandes pérdidas de los inversores no fueron acompañadas de quiebras en cadena.
Pero esta vez hay una acumulación de riesgo crediticio. Como señala el inversor Paul Kedrosky, la financiación está pasando del mercado accionario al de bonos, arrendamientos e instrumentos con fines especiales y al crédito privado, formas todas ellas de endeudamiento que en última instancia están conectadas con bancos y aseguradoras. Si los ingresos de la IA y de los centros de datos resultaran insuficientes, es probable que los problemas se vean primero en los mercados de crédito, no en los precios de las acciones. Podrían verse metas de cobertura no alcanzadas, endurecimiento de las condiciones de préstamo y dificultades de refinanciación que afecten los balances de prestamistas y aseguradoras a través de los esquemas de arrendamiento a largo plazo y los préstamos con respaldo en chips.
Ese es el riesgo sistémico. A diferencia de la era de las puntocom, la acumulación de riesgos actual está empezando a extenderse a la infraestructura financiera, por lo que es más probable una difusión de tensiones a través de prestamistas e instrumentos estructurados. Los observadores del mercado están cada vez más preocupados; Moody’s advierte que una parte significativa del crecimiento de los centros de datos de Oracle depende de OpenAI, que todavía tiene que mostrar una senda hacia la rentabilidad.
Por supuesto, si la IA genera mejoras de productividad amplias y sostenidas en poco tiempo, los cálculos mejoran. Un crecimiento más rápido aliviaría la presión fiscal, reduciría los cocientes de deuda y reforzaría estas estructuras financieras. Pero si las ganancias llegan tarde o son inferiores a las expectativas, puede ocurrir que no compensen el enorme costo de las inversiones iniciales.
Profesor asociado de Inteligencia Artificial y Trabajo en el Oxford Internet Institute y director del Programa sobre el Futuro del Trabajo en la Oxford Martin School; autor de How Progress Ends: Technology, Innovation, and the Fate of Nations (Princeton University Press, 2025). Copyright: Project Syndicate, 2025. Traducción: Esteban Flamini.