Tengo una pesadilla recurrente. Quienes son o han sido docentes la entenderán: sueño que estoy a cargo de una clase que no puedo comenzar a dar, porque en el salón cunde el caos y no tengo autoridad. Al despertar, nunca recuerdo el tema que pretendía enseñar, ni la edad de los estudiantes, ni las características del lugar. Sólo reproduzco en el pecho esa sensación de desamparo, la desagradable certeza de que carezco de los recursos necesarios, la urgencia de alejarme y la imposibilidad de hacerlo, porque algo muy importante parece jugarse en esa clase.
Hace un par de semanas empecé a dar un ciclo de talleres de filosofía y cuentos en una escuela pública de Montevideo. Me acerqué a esa escuela porque conocía a la directora y ella me había sugerido hacer alguna actividad. Podría haber sido cualquier escuela, pero entre todas las posibilidades, surgió esta, como casi todo en la vida, marcado principalmente por el azar. Sólo cuando fui a la primera entrevista, para proponer los talleres, la directora me dijo que se trataba de una escuela de “contexto crítico”. La mayor parte de los niños, me explicó, provienen de un asentamiento ubicado a unas pocas cuadras de allí. La prensa tiende a transmitirnos la idea de que en las escuelas “de contexto” las madres les pegan a las maestras. Mi contacto con esa realidad es también por medio de la prensa, qué le voy a hacer. Pero la directora no me habló de nada de eso. Me explicó que los principales problemas de esos niños tienen que ver con la baja autoestima, las limitaciones en el uso del lenguaje, la falta de concentración y motivación. Le dije que mi idea era elegir un grupo para continuar por el resto del semestre, dentro de un nivel que a ella le pareciera conveniente. Me propuso los terceros. “Hay una clase en particular con la que preferiría que trabajes. Todos los esfuerzos hechos con ese grupo son bienvenidos; es el más problemático. Pero me parece bien que tú elijas”, me dijo. Y así agendamos la primera fecha para que yo conociera a los dos grupos de tercer año.
“Aviso que este es un cuento de miedo: trata de un pueblo, de un ogronte y de una nena. El ogronte no tenía nombre, pero la nena sí: Irulana”. Así empieza el cuento escrito por la argentina Graciela Montes, que seleccioné para el primer día.
Me costó dormir la noche anterior a la primera clase; siempre me pasa lo mismo con actividades nuevas. ¿Cómo me recibirían? ¿Les parecería interesante el cuento? Había dedicado algunas horas a planificar actividades y a practicar la lectura para hacerla atractiva y llamar su atención. ¿Pero mis gesticulaciones, mi voz impostada para hablar como un ogro, o afinada, imitando a una niña chiquita, no les parecerían ridículas? Las duras realidades cotidianas de estos niños, ¿les habrían arrebatado la disposición a pactar con la ficción? En el fondo de mí, sin que fuera consciente de ello, latía el miedo de mi pesadilla.
Como tranquilizante respuesta a mis temores, al otro día me encuentro con que los niños, sentados en ronda, me miran con los ojos muy grandes y redondos. “Conviene empezar por el ogronte, porque es lo más grande, lo más peludo y lo más peligroso de esta historia. No todos los pueblos tienen un ogronte. Pero algunos pueblos tienen, y este tenía”. Silencio. De vez en cuando, risas contenidas o exclamaciones de asombro. Rostros que, como espejos del mío, me devuelven mis muecas al unísono. Las niñas más cerca de mí me acarician el pelo mientras escuchan, y una que me sigue los gestos a dos palmos de mi cara dictamina: “Usás lentes de contacto”. Y entrelaza su brazo con el mío y se acurruca a mi lado para seguir escuchando. La escena se repite más o menos de forma similar en las dos clases.
La diferencia entre los dos grupos surge más tarde, al comenzar con el trabajo “serio”. Con un micrófono de utilería, los invito a jugar a los periodistas: diseñar preguntas para los personajes, y después, entrevistarlos.
El primer grupo de niños, provenientes de situaciones menos conflictivas, con túnicas más blancas y moñas más armadas, trabaja de acuerdo a lo previsto. Me llevo una lista de respuestas acerca de la responsabilidad moral de los personajes: “El ogronte no es malo, nada más que no sabe controlar sus emociones”, e “Irulana es valiente, porque aunque tiene miedo, lo enfrenta igual” son algunas frases que hacen gala de una adelantada inteligencia emocional.
El otro grupo, el “difícil”, para empezar sufre la inestabilidad de que su maestra titular está enferma y hace un tiempo están con suplente, lo que siempre baja el nivel de interés. Por ejemplo, varios, me dice la directora, faltan a la escuela cuando saben que no viene la maestra de siempre. Las situaciones familiares son más complicadas entre la mayoría de esos niños; muchos asisten en medio de crisis afectivas que se evidencian en el ceño fruncido, berrinches, túnicas arrugadas, manchadas, moñas mal atadas. De todas formas, nadie se resiste a un cuento. Es un recurso infalible.
Pero en cuanto el encanto de la lectura se quebró como un cristal, mi pesadilla pareció hacerse realidad. Dos niñas se escondieron debajo de la mesa sin que la maestra sustituta ni yo pudiéramos convencerlas de salir, mientras la mayoría de los demás niños respondían a la consigna de ser periodistas haciendo preguntas irreverentes que provocaban carcajadas (“Ogro, ¿por qué sos tan feo?”), y algunos caminaban por el salón, se subían a las sillas y se tiraban unos a otros bolitas de papel. Igual, desde el corazón del caos, un pequeño grupo de introvertidos respondían con seriedad, mirándome con sus ojitos graves, como si algo muy importante se jugara en aquella entrevista imaginaria. Sus miradas lograban atravesar los ruidos y las piruetas de sus compañeros para decirme, con vocecitas casi inaudibles: “La niña se quedó con el ogro no porque fuera valiente, sino porque todos los adultos se habían ido sin ella y no se le ocurría qué hacer”. Mi mente, paralelamente, me hablaba; quería huir, como los adultos del cuento, como yo misma en mi pesadilla.
Al final de la clase, con el pulso acelerado, transpirada, despeinada por los abrazos de los niños que se me colgaban del cuello al despedirme, voy a la oficina de la directora. Ella presenció gran parte de los talleres, y consecuentemente comenta: “Ya sé lo que estás pensando, y lo respeto. Te querrás quedar con el grupo más tranquilo, porque es ahí donde podrás explorar mejor los beneficios de la lectura de cuentos y su discusión.” Me había leído la mente. O no, o seguramente todo docente tiende a experimentar lo mismo, y no es necesario tener poderes extrasensoriales para saber lo que un colega piensa y siente. Y prosigue: “Pero antes de que decidas, yo te pregunto: si no se pueden aplicar desde el vamos en el grupo que más lo necesita, ¿para qué sirven esos beneficios?”.
Me quedo sin palabras. Por algo esa mujer es la directora. Me rindo ante su impecable lógica. A veces la educación implica atravesar pesadillas, pero si renunciamos, toda nuestra labor no habrá servido a ningún sueño.
En definitiva, sigo yendo a leer cuentos a esa escuela. Pero no pude elegir un grupo; voy por los dos.