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Ramiro Alonso.

Pedagogía de la excepción: sobre el discurso de la “crisis de la educación” y sus implicancias

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Hace unos días, un grupo de jóvenes del liceo 1 de Atlántida fue reconocido como mejor equipo novato en la Open Fairmont, una competencia de robótica de la First Lego League (FLL). También supimos que una estudiante del Doctorado en Ciencias de la Vida, en el área de Evolución y Macroecología, se encuentra desarrollando un consorcio de datos para conocer con mayor profundidad la biodiversidad en Uruguay y que ello sirva para tomar mejores decisiones. A la vez, varios equipos de docentes, apoyados por el Fondo Sectorial de Educación (dependiente de la Agencia Nacional de Investigación e Innovación), desarrollaron diversos proyectos de investigación desde la perspectiva de sus prácticas educativas.

Cuando en distintos ámbitos uno comenta acerca de estas iniciativas, actividades y/o logros, una primera respuesta bastante generalizada que se recibe a cambio resulta ser: “Son una excepción”. Con el telón de fondo de la noción “crisis de la educación”, ampliamente instalada en el imaginario colectivo, si uno avanza con otros posibles ejemplos, por más que se aumente su número, cualitativamente seguirán perteneciendo al plano de la excepción. Porque “crisis de la educación” opera, ciertamente, como paradigma, como marco compartido de ideas, pensamientos y sensibilidades estructurados y articulados de determinada forma. Si alguien osara decir que la educación no está en crisis, al menos tal como se desprende de su conceptualización hegemónica por la que la educación no cumple con sus cometidos, sería tratado de loco, hereje o ingenuo.

En esta columna intentaré mostrar cómo esta dinámica de la excepción sí funciona para otras dimensiones de la realidad social. Un claro ejemplo es el caso de los futbolistas exitosos, entendiendo por éxito el recorrido que les brinda solvencia económica y una amplia popularidad. Si hubiera que personalizar este planteo, los 23 futbolistas de la selección uruguaya pueden resultar de utilidad. Como sabemos, unos 60.000 niños practican baby fútbol en Uruguay, y se juegan unos 2.000 partidos por semana; ello explica, en buena medida, el milagro “fútbol” en Uruguay, siendo que en conjunto somos tres millones y medio de habitantes. Sencillo: cuatro de cada 10.000 serán exitosos. Lo curioso es que este mínimo registro, verdaderamente excepcional, opera como el pensamiento generalizado, como la posibilidad para todos, como el sueño al alcance de la mano, generando una suerte de “enmascaramiento” de la realidad: se aprecia con claridad que se trata de una experiencia para muy pocos, pero la mentalidad que se crea en su entorno es como si fuera para todos. Como planteaba antes, ello muestra un fuerte componente ideológico.

Entonces, el problema, al menos en este sentido que pretendo abordar, no es el éxito de los futbolistas ni cómo funciona la educación, sino cómo los discursos que generamos los seres humanos como entramado de lenguajes, símbolos, expectativas, aspiraciones, expresiones, pretenden dar cuenta de la compleja realidad social. Pero, tal como estamos viendo, no sólo dan cuenta de ella, sino que también la crean, dado que excepción y regla se articulan de distintos modos, según convenga a nuestros intereses, miradas y decisiones. Y de la primacía o no de nuestras propuestas y discursos que las sustentan devendrá lo que se instale como sentido común hasta que otros discursos lo saquen de ese lugar.

Pero mover un discurso, como vemos en el caso de la “crisis de la educación”, no resulta tarea sencilla. O, al menos, dar la oportunidad de aceptar que puede haber “crisis” en algunos aspectos y con determinado alcance, y en otros la “crisis” no resulta tal. Porque cuando “la crisis de la educación” constituye el telón de fondo, se genera desánimo y malestar permanente; uno no sabe para qué se mata haciendo tal o cual acción si, total, la crisis lo ahogará; y, lo que es más grave, toda “buena práctica” pasará a ser una buena anécdota, una historia a compartir, una excepción basada en un conjunto de factores que aleatoriamente convergieron para ello (colegas excelentes, liderazgo claro, instituciones con proyección, etcétera).

Cuando uno avanza en algunos diálogos y se sobrepasa la primera barrera de la “crisis de la educación” como noción totalizante, se reconoce que se hacen muchas “buenas cosas” en educación, pero que no se difunden, están dispersas, están atrapadas en la contingencia de lo urgente que hay que resolver día a día. Entonces el problema se traslada a la comunicación y a la sistematización, pero la “crisis” permanece intacta. Porque si no, se cae el paradigma. Así opera la fuerza del discurso. Y esas “buenas cosas” retornan al plano de la excepción.

Un paso más

Se dice que estas “buenas prácticas” deben comunicarse para “inspirar” al resto. Al respecto, dos comentarios: 1) el resto puede contar con otras “buenas prácticas”, pero son eso, otras, y, por lo tanto, debemos deconstruir que heterogeneidad es sinónimo de caos, desorden, de “cada uno hace lo que quiere”, y valorar la heterogeneidad como diversidad; 2) si se lleva a cabo un abordaje crítico, “inspirar” implica alentar a otros en el plano de la “práctica” (excepción), pero el conjunto (regla) puede permanecer igual, por lo que ya no se trataría de inspiración, sino de justicia.

Ello, en particular, afecta la concepción de un sistema educativo que, precisamente, pretende funcionar como sistema. Y como expresión de una esfera que abarca al conjunto de la sociedad, resulta del orden de la justicia analizar su conformación y desarrollo. Que un niño recorra varios kilómetros diarios de ida para llegar a su escuela rural en cualquier parte del planeta no debe contarse como una historia de superación; debe compartirse como interpelación a nuestras sociedades sobre el derecho al acceso a la educación y qué está a nuestro alcance para que se haga efectivo: escuelas, docentes, rutas, caminos, bienestar económico para hacerse del abrigo para realizar el trayecto, vivienda que le permita resguardarse y satisfacer su higiene personal, y estar saludable para hacer ese trayecto. En medio de ese conjunto de apuestas de una sociedad, se debería reconocer cómo el propio niño habita el espacio que se le otorga, lo disfruta, por ello también se esfuerza y aprende. Contarlo sólo como historia de superación implica, justamente, que debe superar “obstáculos” que resultan estructurales.

Que un joven que nació en un contexto sociocultural desfavorable desarrolle estudios universitarios no debe contarse como una historia de superación; debe compartirse para cuestionar las desigualdades que operan para que, entre otros factores, sus padres eventualmente no hayan accedido a ese nivel educativo y no puedan apoyarlo lo suficiente en la dinámica universitaria; para trasladarse de su hogar a la facultad, insumiendo más tiempos; alimentarse en forma intermitente. De lo contrario, opera como la ilusión del futbolista exitoso. Y la metáfora que se desprende es que la gran mayoría no accederá a mayores niveles educativos; y esto es lo que, simultánea y paradójicamente, opera como una “crisis de la educación” contra la que despotricamos, pero a la vez nos tranquiliza porque está más allá de las posibilidades de nuestras acciones. Depende de cada caso y de cada sujeto.

Siguiendo la pista de la excepción, lo admiraremos por un tiempo, lo apreciaremos como algo puntual y que vive otro, pero que no afecta nuestras percepciones de la realidad ni las estructuras que nos damos para construirnos como sociedad. Para que en ella vivamos todos. Como regla.

Álvaro Silva Muñoz es docente del Departamento de Pedagogía, Política y Sociedad y del Departamento de Estudios en Docencia del Instituto de Educación de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación (Udelar).

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