Hace un tiempo me quedé sin palabras. Es que para una columna sobre educación no fueron buenos tiempos: se vinieron las vacaciones de verano, sumadas a una sensación de abatimiento e incertidumbre por los cambios que vendrían. No se me ocurría nada para decir. Y cuando algunas ideas iban tomando forma, sin que lo hubiéramos podido avizorar irrumpió esto. Un viernes dijimos “nos vemos el lunes”, pero no nos hemos vuelto a ver. La rutina se volvió entonces más rutinaria y el desamparo más huérfano. Nos encontramos mirando pantallas, publicando mensajes en las plataformas virtuales como quien lanza botellas al océano, esperando con ansiedad respuestas, consultas, interacciones de estudiantes, que van llegando por goteo, porque a todo el mundo esto nos agarró por sorpresa. Las ideas sobre las que iba a escribir me parecieron de pronto estúpidas (¿a quién le iban a importar cosas que pasaron hace un par de semanas, en ese pasado casi mítico en que la vida era todavía “normal”?) y mis anécdotas demasiado triviales (¿a quién le iban a importar mis intentos fallidos ante la computadora, mis exploraciones en la red, o mi añoranza de rostros reales y manos levantadas?)
Hasta que el viernes 3 de abril leí la nota que Antonio Muñoz Molina publicó en El País de Madrid, donde narra, con su estilo elegante y austero, cómo el diario íntimo se ha vuelto la escritura del momento. Quien escribe un diario se ocupa exclusivamente del presente, afirma el escritor, sin dar demasiada importancia a lo que ya ocurrió y sin tampoco tener idea de lo que ocurrirá. De ahí el título de su nota, “Presente de indicativo”. Un presente puro, detenido en el tiempo, donde todo lo demás, sueños o rencores, parece haber desaparecido y sólo importa la solución de los asuntos de la inmediatez: abro la ventana y veo que hay sol, entonces voy a lavar ropa.
Un esclarecimiento tiene lugar en mí mientras leo ese artículo: yo estaba sin palabras porque sentía, juzgaba, sabía que lo que me estaba ocurriendo cada día nunca era lo suficientemente importante como para decirlo. Pero Muñoz Molina concluye: “El diario atestigua que las cosas no suceden nunca en abstracto: lo que pasó le pasó a alguien. Y como quien escribe no sabe lo que pasará mañana, ni dentro de tan sólo unas horas, cuenta lo que ve o lo que ha oído o lo que se le pasa por la cabeza sin distinguir lo que parecerá valioso con los años o lo que será descartado como irrelevante”. Y eso me decide a narrar esta rutina de confinamiento, porque, quién sabe, lo monótono de esta situación puede consolar a alguien, por eso de la desgracia de muchos, o incluso puede, una vez superada la emergencia, ser un testimonio de lo que hemos vivido: “Lo que pasó le pasó a alguien”. Tocó que ese alguien, hoy, fuéramos nosotros mismos.
Entonces cuento mis nimiedades, mis minúsculos movimientos como docente de la Facultad de Humanidades y Ciencias de la Educación de la Universidad de la República. Escribo sobre la intrepidez con la que ahora me atrevo a enfrentar las reuniones virtuales con colegas, yo que le huía hasta a las videollamadas de Whatsapp con parientes. Decía que no me gustaba, que sentía como si la persona estuviera irrumpiendo en mi casa, como una visita no invitada. Porque antes de recibir a alguien yo solía participar también a los demás miembros de la familia, asegurarme si estarían presentes y si la hora les sería inconveniente, vestirme y peinarme para la ocasión, encerrar a los perros para que no molestaran, tener algo para convidar, como un café. (Me doy cuenta de que estoy escribiendo en tiempo pasado, como si esto ya formara parte de una historia remota, pero se trata de hace un mes). Ahora, las reuniones de trabajo por Zoom, Jitsi o Webex (y pensar que yo sólo conocía Skype) hacen que la casa esté llena de visitas todo el tiempo; ya no se puede prestar atención a aquellos detalles de etiqueta. Es así que a veces me levanto y desayuno frente al grupo de trabajo sin poderlos convidar, y si no me dio el tiempo de bañarme, me ato el pelo y confío en mi webcam de calidad mediocre. Los perros ladran en el patio y apago el micrófono, aprovechando que le toca hablar a otro. Entra la hija de un colega y se le sube aúpa; recibe varios “¡Hola, preciosa!” de un mosaico de pequeños rostros en la pantalla, parece darle vergüenza y se va. Se me cae la conexión en el medio de algo que venía diciendo, y vuelvo unos minutos después; el momento pasó y tengo que volver a plantearlo, pero ya perdió relevancia; me desanimo. Me falta algo, porque no nos podemos mirar a los ojos. Todos parecen concentrados en un punto un poco más abajo de mí, perdido quién sabe dónde. En realidad, me están mirando a mí, pero en la pantalla, y yo no estoy en realidad ahí. Estoy acá, en la cámara, pero si miran la cámara, sé que no me están viendo. Me frustra, pero sé que son pavadas que no se pueden ni mencionar.
Con el pronunciamiento del rector en su “Comunicado covid-19 Nº 12”, acerca de la continuación de las medidas para reducir al mínimo imprescindible las actividades presenciales en los servicios universitarios, la implementación urgente y forzosa del dictado virtual de clases mediante diversas modalidades desembocó en una avalancha de reuniones entre docentes durante la última semana. Algunos de los temas que abordamos giran en torno a prácticas exitosas que se están llevando a cabo, o cómo saber si los estudiantes que no están siguiendo los cursos por el Espacio Virtual de Aprendizaje (EVA) es porque han desistido o porque no tienen acceso a la tecnología necesaria. ¿Habrá que llamar, uno a uno, a las decenas de estudiantes que hay en cada curso para saber en qué situación se encuentran? Será mejor empezar por llevar una lista pormenorizada que coteje el registro de inscriptos con la nómina de quienes están efectivamente participando en EVA. Ese desfasaje entre las dos listas tiene lugar todos los semestres, porque un porcentaje determinado de estudiantes siempre deserta, y si las causas son pertinentes para los docentes, se lo hacen saber al final de la clase, en consultas cara a cara. Pero ahora no podemos tener la seguridad de que se trata de una deserción común o una dificultad tecnológica, y es nuestra responsabilidad averiguarlo. Me pongo a pensar en que a mí ese trabajo de cotejar las listas me va a terminar de arruinar la vista. Ya gran parte de nuestra labor implica pantallas, pero las clases virtuales y las incontables preguntas y respuestas por correo electrónico, e incluso estas reuniones entre nosotros, hacen que no descansemos los ojos nunca. Antes de la cuarentena me habían dado un pase a un estudio de retina que me hacen todos los años, pero todo lo que no es urgente quedó suspendido en mi mutualista. La verdad es que ahora ya no sé si este ardor, estas tonalidades de luces y sombras que veo sobre el fondo de la pantalla tras largas horas de atención, es o no urgente.
La preocupación se me desvanece cuando una profesora interrumpe reflexionando que la tecnología es quizás más fácil de conseguir que la posibilidad de conectarse desde la propia casa. Es que un alumno le ha escrito pidiéndole disculpas por estar muchas veces presente en clase con el micrófono y la cámara apagados. “Me dijo que tiene un hermano esquizofrénico que, en el apartamento chiquito donde viven, siempre está en la vuelta. Tener computadora y conexión a internet es lo de menos”. Nadie sabe qué responderle. Otro compañero comenta que una estudiante le escribió para avisarle que no podría estar presente a la hora de las clases virtuales; si le podía ofrecer alguna solución. Él le increpó que estas clases son a la misma hora que las que serían en la facultad, y la respuesta fue que ella trabaja en un servicio telefónico de atención a mujeres en situación de violencia doméstica, y que como consecuencia del confinamiento habían pasado a requerir su trabajo en doble turno.
Cuando me toca hablar, me siento más trivial que nunca, pero igual comento que tengo un curso masivo en el que participan casi 200 estudiantes y que las plataformas me dan ansiedad con esa cantidad de gente. Entonces he ideado subir a EVA carpetas con la fecha de la clase, el texto correspondiente a ese día, varios audios cortos donde explico los conceptos más importantes, y un espacio de foro donde los estudiantes pueden hacer preguntas y comentarios. Mis colegas están de acuerdo en que es una solución interesante. Alguien dice que se acaba de abrir su siguiente reunión, en otra ventanita de su pantalla. Nos desconectamos.
Y me voy a dormir. Es de las pocas cosas que siguen sucediendo como siempre, por ahora.
P.D. La nota referida de Antonio Muñoz Molina termina con las siguientes palabras: “La voz sola del que escribe se vuelve polifonía y collage cuando el diario se combina con otros que se han ido escribiendo al mismo tiempo. [...] Están dibujando entre todos el mapa inmenso y meticuloso del presente”. ¿Qué les parece si armamos ese collage polifónico entre participantes de la comunidad educativa de Uruguay? Les invito a que aporten a esta columna con pequeños relatos de sus experiencias como docentes, estudiantes o familiares en relación con estos momentos tan particulares que estamos atravesando. Intentaré bordar una colcha de retazos narrativos lo más digna y respetuosa que me sea posible, que se irá publicando en este medio mientras dure la contingencia. Tal vez entre todos podamos armar ese mapa que dentro de unos años será historia. La invitación queda hecha. Pueden enviar sus aportes a educacion@ladiaria.com.uy.