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Las palabras políticas de la escuela

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Entrar en el orden letrado por el efecto de la alfabetización supone una puesta en suspenso del orden doméstico, es decir, la casa, el barrio, el territorio, la comunidad. La pragmática de los intercambios cotidianos que constituyen el oikos es puesta entre paréntesis por la escritura y sus efectos políticos (el ingreso a la polis, la inscripción en una gramática específica, promovida por la escuela desde el momento en que la institución escolar es ella misma la gramática, esa disposición, ese juego político de negación/superación del orden doméstico, de la oralidad y la mera comunicación).

Recordemos que en tiempos ya más bien lejanos (no vamos a hacer números exactos) era moneda corriente que en los salones de clase de las escuelas uruguayas las paredes, sin importar el material del que estuvieran hechas, se cubrieran o “adornaran” con hojas de garbanzo con palabras que presentaban alguna dificultad ortográfica (por ejemplo, las diferencias de grafías b/v, s/c, las combinaciones mp y nv, las palabras que comienzan con h, entre muchas otras situaciones sobre las cuales posar la mirada y la reflexión), rellenadas con yerba, arroz, lentejas, etcétera (¿los elementos más hogareños como sustancias de la letra?, ¿la escritura como forma de “contener” esos elementos domésticos, “contención” que podría ser leída como una puesta entre paréntesis de su lógica de funcionamiento?).

Ese paisaje, cada vez más mítico, más alejado en el tiempo, señalaba un aspecto esencial de la escuela, su aspecto más irrenunciable: que no estábamos en nuestras casas, que las paredes “recubiertas” por esas hojas o esos ejemplares de dificultades ortográficas para el aprendizaje de la escritura eran paredes políticas; esto es, que estábamos en otro espacio y otro tiempo diferentes de los que regulan la vida cotidiana de aquello a lo que la escuela se opone y, al oponérsele, permite pensarlo y ponerlo entre paréntesis, introduciendo diversas ajenidades en el imaginario inmediato de lo propio, de esa familiaridad ininterrumpida hasta que la escritura, en efecto, inscribe en ella una gramática, decía, radicalmente distinta.

Las paredes de las escuelas “hablaban”, aun cuando carecieran de una sintaxis explícita: decían, ostensiblemente, que ese lugar que sostenían en pie pertenece, por definición, al mundo de la escritura, de cierto detenimiento para la reflexión sobre la lengua (la alfabetización propiamente dicha), que es la reflexión que suscita la interpretación específicamente ejercida, por así decirlo, sobre la escritura, esa palabra sin amo (como renegaba Platón), independizada de su contexto de producción, ajena a la vida que transcurre en las veredas y las calles del barrio, en los mandados al almacén que nos pedían u ordenaban nuestros padres, en las historias que, como rumores, circulan por la comunidad.

Por otro lado, esas palabras que colgaban de las paredes escolares eran políticas, también, porque eran de y para todos, porque estaban a disposición de todos y de cualquiera. No se trata, entonces, de palabras excluyentes, sólo al alcance de algunos y restringidas para otros, palabras de un logos que confina a ciertos alumnos al reforzamiento de la phoné doméstica en la división y sus correspondencias entre las maneras de hacer, las maneras de ser y las maneras de hablar.

La práctica del dictado empujada hacia los márgenes de la pedagogía escolar

Con la práctica del dictado (¿cuánto persiste hoy de aquella práctica tortuosa?) sucedía algo semejante, en la medida en que la propia temporalidad que instalaba o proponía la actividad en cuestión (y vaya que estuvo y sigue estando en cuestión) abría una potencia política como una suspensión de esa lógica temporal en la que todos venimos y que dejamos del otro lado de los portones escolares para poder pensarla y, con ello, comprender mejor la configuración del mundo a partir del ejercicio de su interpretación, de su crítica. Con el dictado se jugaban no sólo la ortografía, sino también la comprensión lectora, ligada, por ejemplo, a la puntuación (y, desde luego, a la propia ortografía de las palabras); y se jugaban, añadamos, las diversas maneras en que la voz que dictaba se articulaba con la lengua escrita, las formas en que la dimensión afectiva de la enunciación se inscribía en el corazón mismo de la escritura.

Con la retracción del escrito se retraen también la sintaxis, la tridimensionalidad de la gramática que se pone en juego con y en la escritura, en beneficio de más de lo mismo.

Sin embargo, una persistente presión didáctica, basada casi siempre en dudosas credenciales académicas (porque las credenciales eran, más bien, en el fondo, morales), comenzó a empujar el dictado a los márgenes de la pedagogía escolar, condenándolo como una práctica básicamente inservible a los fines de la alfabetización, como una actividad mecánica que, en todo caso, sólo ocasionalmente podía tocar algo del aprendizaje de la lectura y la escritura.

Cierta aprensión y, desde luego, un no declarado temor a la escritura en su formato de dictado revelan aun hoy, para mi gusto, cierto desmantelamiento más o menos planificado de la política de la lengua, una política que resulta indispensable para el ejercicio de la interpretación, para la formación de ese sujeto tan deseado y escurridizo (como señalaba en artículos anteriores aquí mismo, creo que debemos sospechar de cualquier sintagma adjetivado con el término crítico).

Una aprensión y un temor semejantes encontramos en la devaluación del clásico escrito que algunas autoridades educativas han profesado o recomendado en los últimos tiempos, en beneficio de formas más lavadas, más superficiales, menos letradas, formas supuestamente agiornadas que reemplazan el escrito como una modalidad “hegemónica” de evaluar a los estudiantes (recuérdese que el escrito es, ante todo, escritura, mundo letrado, gramática, polis).

¿De qué es síntoma esta aprensión a la escritura, aprensión que ha provenido del propio sistema educativo?

Una flexibilización de las modalidades de evaluación ha marcado ampliamente la tónica de algunas “reformas” que la educación ha ido implementando en los últimos tiempos (específicamente en la última “transformación”), “reformas” que tienen la característica común de estar cortadas por la tijera pedagógica de esa devaluación o desprecio de la lengua escrita, cuando no, lisa y llanamente, de la lengua. Así, con la retracción del escrito se retraen también la sintaxis, la tridimensionalidad de la gramática que se pone en juego con y en la escritura, en beneficio de más de lo mismo, de eso que, dada la naturaleza de la institución escolar en su sentido etimológico, debe ser puesto en suspenso: la lógica pragmática de la que todos provenimos, la lógica de los intercambios domésticos en los que la comunicación no se plasma necesariamente en “pensamientos completos”. Llamemos a este fenómeno contra la lengua y la escritura, una vez más, despolitización/domesticación de la enseñanza, proceso que ha empezado hace varias décadas y que permea, porque las define, las políticas educativas y las directivas que buscan alcanzar lo que sucede en los salones de clase, lugares de esa resistencia que puede impedir –es deseable que impida– esa pretendidamente disimulada despolitización que toca el corazón mismo de la alfabetización.

Santiago Cardozo González es maestro de Educación Común y profesor de Idioma Español y trabaja como docente en la Universidad de la República y en el Consejo de Formación en Educación.

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