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De Montevideo a Wellington, la participación familiar y comunitaria como eje clave para una educación más inclusiva y equitativa

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La educación contemporánea ya no se concibe como una responsabilidad exclusiva del sistema escolar. En diversas latitudes, desde América del Sur hasta Oceanía, se afianza una comprensión compartida: para que la educación sea inclusiva, contextualizada y transformadora, es imprescindible involucrar activamente a las familias y a las comunidades en los procesos que supone.

Los planes educativos de Argentina, Chile, Australia y Nueva Zelanda convergen en esta perspectiva, aunque difieren en su profundidad, enfoques y modalidades de implementación y, por supuesto, en aspectos culturales. Sin embargo, ninguno de estos sistemas excluye a las familias y comunidades del horizonte de la acción educativa. Estos actores son considerados pilares fundamentales para garantizar trayectorias educativas completas y significativas.

En Argentina, el vínculo escuela-familia-comunidad se entiende como condición necesaria para mejorar los aprendizajes y sostener la permanencia escolar. Desde un enfoque de derechos y diversidad, se promueve una escuela que escuche y contenga, con énfasis en el acompañamiento afectivo y emocional. El plan nacional también destaca la necesidad de espacios de participación y diálogo que fortalezcan el sentido de pertenencia y el cuidado mutuo.

Chile, por su parte, introduce una dimensión democrática en la relación entre la escuela y la comunidad. El fortalecimiento de los Consejos Escolares y otros mecanismos de participación se presentan como una vía para democratizar la vida institucional. El plan reconoce el papel fundamental de las familias en la formación ética, emocional y en valores de niños, niñas y adolescentes.

En el hemisferio sur, los sistemas educativos de Australia y Nueva Zelanda, reconocidos por su alta calidad y la prioridad que otorgan a la formación integral de los estudiantes, también conceden un lugar central a las familias y comunidades. En Australia, la colaboración con las familias se estructura mediante alianzas estratégicas orientadas a la mejora del rendimiento escolar, con metas claras y el uso intensivo de evidencia y datos para individualizar el apoyo. Además, se incluye la formación para padres y cuidadores y el involucramiento comunitario en actividades extracurriculares.

El caso de Nueva Zelanda se destaca por su enfoque bicultural e intercultural, donde las comunidades más directamente vinculadas al territorio (iwi y hapū maoríes) son consideradas parte constitutiva del sistema educativo. El plan nacional promueve asociaciones efectivas entre escuelas, familias y comunidades, particularmente en la toma de decisiones pedagógicas y organizativas.

En todos estos casos, la participación activa de quienes cuidan y acompañan cotidianamente a niños, niñas y adolescentes se revela como condición indispensable para lograr una educación que transforme.

En Uruguay, en 2023, el 51,6% de los jóvenes de 21 a 23 años había terminado la educación obligatoria, porcentaje que se ubica lejos de la meta oficial del 75% de egreso de educación media superior. El sistema educativo uruguayo también ha reconocido el valor de la articulación escuela-familia-comunidad, sin embargo, esto no parece avanzar para el caso de la educación media. El programa Maestros Comunitarios de enseñanza primaria se encontraba universalizado y alcanzaba a más de 300 escuelas, principalmente las más desfavorecidas socioeconómicamente, con foco en los contextos de mayor vulnerabilidad socioeconómica y cultural, y también en entornos con problemas de convivencia barrial, de acuerdo a lo que plantea el Instituto Nacional de Evaluación Educativa (Ineed) en su evaluación de 2020.

Esta iniciativa obtuvo una valoración positiva por parte de los docentes que participaban en ella, sobre todo en lo relativo a los vínculos que genera entre las familias con la comunidad educativa, la alfabetización en los hogares y el sostén de los niños y niñas en la escuela. No obstante, los maestros comunitarios advertían sobre la necesidad de profundizar en estrategias para el trabajo con las familias y su acercamiento a la escuela; la necesidad de incorporar figuras de apoyo, tales como psicólogos y trabajadores sociales; generar protocolos de acción; disponer de documentos que dieran marco a las prácticas; contar con lugares físicos más adecuados en los centros educativos, y en la necesidad de formación a los docentes para el desarrollo de la tarea.

¿Por qué no generar modelos flexibles para la educación media a partir de los aprendizajes y lecciones que dejó el Programa Maestros Comunitarios?

Basado en la idea de que las trayectorias escolares no son lineales, sino el resultado de una compleja interacción de factores sociales, culturales y económicos, desde 2016 la Administración Nacional de Educación Pública (ANEP) impulsó el Sistema de Protección de Trayectorias Educativas (SPTE), inspirado en el enfoque de la pedagoga Flavia Terigi. El SPTE plantea apoyos socioeducativos y pedagógicos, articulados a través de 23 comisiones descentralizadas y Unidades Coordinadoras Técnicas de Integración Educativa (UCDIE), con un fuerte enfoque territorial. Esta estrategia también intenta garantizar las trayectorias educativas, pero la clave la ubica en el trabajo articulado entre instituciones educativas y otras del territorio. Se trata de un diseño que carece de un componente consistente ligado al trabajo con los referentes familiares de los estudiantes.

Tal como lo advierte la politóloga estadounidense Merilee Grindle, entre el diseño y la implementación de las políticas hay una brecha que suele profundizarse en sistemas que no logran flexibilizar sus estructuras ni incorporar nuevas formas de hacer. En el caso uruguayo, la convivencia del SPTE con la reciente Transformación Educativa ha evidenciado aún más esta tensión. Si bien ambos procesos apelan a la inclusión, ninguno ha avanzado lo suficiente en garantizar las trayectorias educativas y, decididamente, tampoco en integrar a las familias como corresponsables de los aprendizajes.

El involucramiento de los referentes familiares para garantizar la asistencia escolar es crucial, pero sigue siendo subestimado. Los sistemas de información brindan insumos relevantes para conocer los recorridos y los obstáculos, sin embargo, parecen no haberse institucionalizado y operar de forma aún poco eficaz a la hora de pensar estrategias individualizadas de apoyo a estudiantes. Como lo señala la especialista en educación Tiramonti, transformar la educación exige desafiar las reglas y estructuras que garantizan la reproducción de lo instituido. Sin intermediaciones humanas auténticas, sin diálogo y corresponsabilidad, las iniciativas y reformas educativas corren el riesgo de quedar atrapadas en la superficie. No obstante, el desafío común sigue siendo convertir estos principios en acciones sostenidas, dotadas de recursos, dispositivos institucionales, y con apoyo y formación docente adecuada.

Las limitaciones estructurales del sistema, sumadas a intereses contrapuestos y, en oportunidades, a la exigua pericia en el diseño de políticas, frenan las transformaciones profundas. Surgen entonces algunas interrogantes: ¿por qué no generar modelos flexibles para la educación media a partir de los aprendizajes y lecciones que dejó el programa Maestros Comunitarios? A la hora de pensar en estos modelos educativos dúctiles en educación media, ¿no se debería incluir un componente relativo al trabajo planificado y sistemático con la comunidad y la familia? ¿Cómo acompañar a los docentes en el proceso de generar nexos reales con los referentes familiares? ¿Es posible recorrer el camino de la participación a través de nuevos modelos de comunicación, por ejemplo mediante el uso de la tecnología?

Es urgente construir grandes acuerdos que permitan sostener una política de Estado centrada en la mejora escolar de todos los estudiantes. Esto implica repensar los modos de gobernanza educativa y avanzar hacia una estructura más flexible, capaz de articular acciones entre escuelas, familias y comunidades. La participación no debe ser un lema, sino una práctica constante, humanizante y transformadora.

El futuro de nuestros sistemas educativos dependerá, en gran parte, de nuestra capacidad de volver a mirar lo común, lo cotidiano, lo humano. La educación es una tarea colectiva y el compromiso social que requiere no admite improvisaciones. Sólo así podremos construir una educación verdaderamente inclusiva y equitativa.

Analaura Conde es doctora en Ciencias Sociales y se desempeña como investigadora y consultora en educación para diversos organismos nacionales e internacionales.

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