Carmen Andrade se define como una “típica mujer de su generación”. “Fui parte de la generación de jóvenes que apoyaron con mucho entusiasmo el gobierno de [Salvador] Allende: creíamos que íbamos a cambiar el mundo. Por eso viví las consecuencias del golpe militar también”. Militante del Partido Socialista (PS), estuvo presa y luego pasó al exilio. “En el exilio descubrí ‘el tema de las mujeres’, no el feminismo aún. Las mujeres exiliadas nos juntábamos y teníamos historias similares; las que en Chile habíamos tenido roles políticos jugamos roles subalternos en el exilio”. Cuenta que los hombres se incorporaron a la política, mientras que ellas hacían las “actividades de solidaridad”.
“Muchas veces, las mujeres ocupan roles para que los varones puedan ‘hacer política’. Fue así hasta que nos fuimos haciendo autónomas dentro de los partidos”. Retornó a Chile cuando la dictadura autorizó la vuelta. Formó su familia en el exilio, tuvo dos hijos “apátridos”. Ya en su país, integró el movimiento de mujeres que luchaban contra la dictadura. Trabajó en la Vicaría de la Solidaridad (organismo de la iglesia católica que prestaba asistencia a las víctimas de la dictadura). “No soy creyente, pero me aceptaron para trabajar allí”. Una vez en democracia, empezó a trabajar en el Servicio Nacional de la Mujer (Sernam) como coordinadora del Programa de Mujeres Jefas de Hogar. Su vida profesional fue allí.
Cree que las mujeres feministas que militan en la política partidaria son siempre outsiders. “Se nos mira con sospecha en todas partes. En el movimiento feminista, porque somos políticas y trabajamos en una organización patriarcal; y en nuestros partidos nos miran con sospecha porque somos feministas”.
En el primer gobierno de Michelle Bachelet fue subsecretaria del Sernam y luego ministra de la Mujer. Cuando perdieron el gobierno entendió “que la lucha continuaba en otros espacios”. Aunque no viene de la academia, se incorporó a la Universidad de Chile. Allí está encargada de la Dirección de Igualdad de Género, cuya misión es estudiar la discriminación interna y hacer política universitaria para enfrentar la desigualdad.
La movilización forma parte de su vida. “Antes marchábamos con limón y sal por las bombas lacrimógenas, ahora con Diclofenac, pero seguimos marchando, que es lo que importa”.
En las III Jornadas Feministas organizadas por la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso) y la fundación Friedrich Ebert Stiftung (FES) en Quito compartió sus impresiones sobre el momento actual del feminismo y el rol de las mujeres en la sociedad.
¿Hubo diferencias entre los dos gobiernos de Bachelet?
El primero tuvo como novedad que era la primera mujer presidenta. Fue muy atacada por ser mujer, entonces fue un tema de debate. Tuvo un discurso explícito a favor de la igualdad entre hombres y mujeres. En el segundo gobierno fue un tema menos visible, aunque hubo una agenda de género que intentó ser más sustantiva. Sin embargo, como hubo tantas dificultades, la agenda de género quedó a medio camino. Hubo cosas destacables: la creación del Ministerio de la Mujer, y el aborto por tres causales. Para lo conservadores que somos en Chile fue mucho, pero sigue sin ser la gran cosa. Tiene impacto simbólico pero no le cambia la vida a la gente.
El presidente Sebastián Piñera anunció un paquete de medidas para avanzar en la equidad de género. ¿Qué opinión te merece?
Nunca tuvo un plan de género en su programa original de gobierno. De hecho, la ministra de la Mujer es de la línea más conservadora de la derecha. Llama la atención lo rápido que transformó su discurso a raíz de la explosión del movimiento feminista. Es como si fuese otra persona, cambió de una semana a la otra. De Piñera no nos extraña, porque es flexible; un día piensa una cosa, al otro día otra. Dudo que hayan cambiado sus convicciones, pero creo que actuó así porque todo el país estaba hablando sobre el avance feminista. En el lenguaje de las medidas que propone deja ver lo que realmente piensa. El documento habla de “nuestras mujeres”. No hay caso, trata de sacar una agenda moderna pero se le escapa su concepción de derecha: habla de las mujeres como propiedad.
¿Existe el feminismo de derecha?
Hay gente que dice que sí, pero yo no creo. No creo que se pueda ser feminista y de derecha; son visiones del mundo contradictorias. Es una discusión que está en boga, porque han surgido organizaciones de mujeres de centroderecha modernas, que se autodenominan feministas. Mucha gente establece relaciones ingenuas con ellas, dice: “Mira, estas parlamentarias votaron las cuotas”. No digo que no se les pueda pedir que voten proyectos a favor de las mujeres, pero creo que tenemos diferencias radicales con ellas.
¿Qué fueron las tomas universitarias y qué significaron?
Fueron movilizaciones de mujeres estudiantes en las universidades. Partieron de reclamos concretos asociados a la violencia y el acoso sexual en los espacios educativos. Lo que al principio parecía una demanda a las universidades pasó a ser una demanda al país, pidiendo por otra cultura. Tienen formas que cuesta nos entender a quienes venimos de la política tradicional. Una de ellas es el separatismo, la expulsión de los hombres. Desde mi lógica, sumar a los hombres fue tremendo logro: estuvimos décadas luchando por eso. Cuando me explicaron las razones lo entendí. No es fácil discutir casos de violencia sexual frente a los hombres. Y otro motivo es que estando en otras tomas y organizaciones mixtas siempre juegan roles subalternos. Aquí lideraron por primera vez. Me pareció súper coherente, lo único que les recomendé es que lo expliquen para que todos puedan entenderlo. En la Universidad de Chile lograron revisar el modelo educativo. No se había hecho nunca; nosotras reclamábamos lo mismo, y después de 30 años lo lograron. Siento que me puedo jubilar después de esto. Veo que no logran valorar lo que hicieron. Para nosotras era un sueño; que hasta el gobierno de derecha tome su agenda, algo impensable. Este movimiento necesita salir ganando. Ellas van a ganar si se apropian de sus triunfos; de lo contrario, no se sostiene. Tengo temor de que si no se apropian, si no les muestran al resto de sus compañeros que salen jugando con la pelota, se puede ir apagando. No logro entender cuál es la estrategia, a lo mejor la están construyendo.
¿En qué momento está el movimiento feminista chileno?
Tengo hartas interrogantes. El feminismo histórico, al que le tocó pelear contra la dictadura y del que soy parte, tuvo un momento de auge pero luego vivió un reflujo. Unas dicen que fue porque nos fuimos al Estado. Pero el feminismo autónomo también se mantuvo como grupo con poca visibilidad e influencia. Cuando empiezan las movilizaciones, vinculadas más que nada a los temas de violencia, como Ni una Menos y las marchas del 8 de marzo, aparecen las jóvenes en escena. Es un movimiento fresco, que tiene una visibilidad que nosotras hubiéramos querido tener. Su discurso es interesante, pero tienen los mismos reclamos que teníamos nosotras, no hay nada nuevo. También creo que es una agenda corta y espacial. Es entendible: el énfasis está puesto en algunas cosas porque está hecha por mujeres jóvenes universitarias. No están los temas vinculados al trabajo o el cruce de clase. Hoy en día hay mucha efervescencia, pero mi preocupación es cómo continúa todo esto, cómo se le da una proyección estratégica. Hay quienes piensan –y confieso que quisiera pensar así– que esto no tiene vuelta atrás. Hoy en Chile, en todos lados se habla sobre feminismo, está todo el mundo convulsionado. Quisiera creer que esto marca un antes y un después. Tenemos que ver cómo transformar esta ola feminista en una marea que sea permanente. Me preocupa, y reconozco mi sesgo socialista en esto, la ausencia del campo popular en esta lucha. Es una ausencia brutal, física; ellas no están ahí. Obviamente no están en las tomas universitarias por razones lógicas, pero tampoco marchan con nosotras. En la historia siempre hubo cruces, las mujeres trabajadoras participaban. Ahora no están en las movilizaciones. Quizá se sintieron expulsadas, sin que las otras hayan querido expulsarlas.
¿Son las demandas o son las formas?
Hay un énfasis en el feminismo del cuerpo. Nuestra generación tenía más que ver con las demandas asociadas al trabajo y el salario. Las mujeres populares se identifican mucho con los temas de violencia, pero no están en el movimiento. No sé si son las estéticas o las formas, pero hay una ruptura preocupante. No me imagino que se pueda sostener en el tiempo sin construir mayorías sociales. Muchas compañeras del campo popular no se definen feministas, le tienen miedo al concepto. A lo mejor los problemas que tienen estas mujeres no están reflejados en los reclamos de las jóvenes, como pueden ser los reclamos salariales o la informalidad, por ejemplo. Si ellas no están, este movimiento tiene una pata muy coja porque, entre otras cosas, las mujeres populares son la mayoría del país.
¿Por qué a los partidos de izquierda les cuesta asumirse –y ser– feministas?
La historia y la matriz de clase en los partidos tradicionales es tan fuerte que desde ahí ves al mundo. He peleado mucho con mis compañeros, tratando de entender por qué personas progresistas que han estado presas por luchar por sus derechos no entienden esta otra desigualdad (la de género). Lo veo desde mi experiencia como militante: tuve siempre a la vista la cuestión de género, pero me costó verla porque miraba el mundo desde otra óptica. La otra razón es que hay machismo puro y duro. Los partidos son espacios masculinizados, en su práctica, en su lenguaje, en sus horarios de funcionamiento. Para que haya más mujeres en el poder hay que sacar hombres. Cuando se habla de perder privilegios no son sólo simbólicos: hay que dejar los lugares de poder para que entren mujeres. Esas cosas también pesan.
Decís que sos una abuela que no cuida.
En mi vida he tratado de ser coherente con las cosas que pienso, y con la edad me he puesto radical en mis definiciones. Creo que el matrimonio es una institución patriarcal, por eso no me caso. Me tuve que casar siendo muy joven. Cuando salí de la cárcel, a mi compañero lo habían expulsado de Chile. Para poder irme tenía que casarme para tener la visa y así ingresar al Programa de Reunificación Familiar y Refugiados. Así de práctico fue mi matrimonio. Las tareas de cuidado, más allá de las políticas públicas, son una barrera tremenda en la vida de las mujeres. Nos enseñan a negar el costo que eso tiene. Fui jefa de hogar, tuve tres niños. Cuestiono mucho los mandatos sociales que tenemos las mujeres. Las feministas de mi generación racionalmente entendemos los mandatos (la maternidad, la doble jornada, etcétera) pero, llegado el momento, es tan fuerte que cedemos. Entonces, terminamos siendo supermadres, llenas de culpa porque llegamos tarde a todos lados, corremos de las reuniones a nuestras casas. Cuidé a mis tres hijos, luego me tocó ser abuela. Empecé a ver a todas mis amigas feministas transformarse en abuelas. ¿Luchamos toda nuestra vida para llegar a esta etapa y que nos atrapen de nuevo? Tomé la decisión: soy una abuela que no cuida. Tengo dos nietos, los adoro, van a mi casa a visitarme, pero no me hago cargo. Al principio había quedado con mi hija en cuidar a mi nieta un día a la semana. Fui una vez, fui dos, a la tercera me vi saliendo del trabajo corriendo y avisando que llegaba tarde. De repente, dije: “Esta película ya la vi, la vi demasiado, no la quiero más”. Le dije que no contara conmigo porque no quería cuidar. Digo esto y me miran como si fuera un monstruo. A esta altura de mi vida tengo derecho a decirlo; mis hijos lo entendieron. Me he sentido muy cuestionada por esto. Algunas compañeras jóvenes que decidieron no tener hijos reciben un castigo por esa decisión; a mí me pasa lo mismo cuando digo que soy una abuela que no cuida. Es como si estuviera yendo contra un mandato divino. En mi generación hay mujeres que podrían decir que no porque sus hijas o hijos pueden tener otras alternativas para el cuidado de los niños. Y no dicen que no, teniendo incluso toda esta racionalidad feminista, aunque sean mujeres que ya criaron; lo que pasa es que el mandato es demasiado fuerte.