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Isabel Caballero.

Foto: Mariana Greif

Las mujeres con discapacidad también atraviesan situaciones de violencia de género

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Isabel Caballero | Abogada española, experta en género y discapacidad.

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Uno de los principales objetivos del movimiento de mujeres con discapacidad y de las organizaciones civiles que trabajan con ellas es visibilizar la discriminación interseccional que atraviesan: por ser mujeres en una sociedad machista y por tener una discapacidad. La situación es más compleja porque las instituciones no parecen estar preparadas para atender a mujeres con discapacidad sino sólo a personas con discapacidad. Sobre esta y otras problemáticas dialogó con la diaria la abogada española Isabel Caballero, especialista en derechos humanos, género y discapacidad.

En varios de sus trabajos sostiene que las mujeres con discapacidad atraviesan una “discriminación interseccional”. ¿Cómo definiría este concepto?

La interseccionalidad es el marco teórico y también práctico del que parten las organizaciones como las nuestras, en las que la vivencia cotidiana de las mujeres viene mediada por la existencia de ejes de exclusión claros. En el caso de las mujeres con discapacidad, son excluidas por razón de su discapacidad. Pero, por otro lado, el hecho de vivir en una sociedad machista hace que sean discriminadas por ser mujeres. Entonces, no nos basta con hacer una suma de los obstáculos que encontramos por ser mujeres en una sociedad machista. Es decir, si tomamos la agenda política del movimiento feminista y la sumamos a la agenda de reivindicaciones del movimiento de personas con discapacidad, todos esos reclamos son pertinentes para las mujeres con discapacidad, pero hay algo más allá de la suma. Hay algo que está relacionado con la intersección, con determinadas situaciones que solamente van a vivir las mujeres con discapacidad por el hecho de ser mujeres y tener una discapacidad. Si una mujer con discapacidad tiene que ir a una casa de acogida porque está siendo víctima de violencia y es allí donde encuentra los obstáculos, es ahí donde la interseccionalidad aparece. Porque, por lo general, los recursos existentes no cumplen con los requisitos de accesibilidad debido a que manejan todavía el modelo de una mujer estándar, sin ningún tipo de limitación funcional. Hay que estar muy entrenado para ver esos cruces, para dar respuesta y para que las mujeres con discapacidad tomen conciencia de esas situaciones en las que las dos cosas se intersectan. Hay que visibilizarlo, y esa es la tarea de formación que hay que hacer con todos los funcionarios. Y no siempre es fácil. La resistencia básica, que existe en Uruguay y también en España, es a no considerar a las mujeres con discapacidad como víctimas de violencia de género. Porque se ve a una mujer con una discapacidad gravísima, que va en silla de ruedas o que no puede comunicarse, y como no se cuenta con recursos se la deriva a servicios sociales o a los residenciales disponibles para personas con discapacidad, y de esta manera a lo mejor se les niega un abordaje o tratamiento distinto del que necesitan como mujeres. Ese es el principal trabajo que nos queda por hacer.

¿Cuál fue su primer acercamiento al movimiento de mujeres con discapacidad?

Mi primer contacto con cuestiones de derechos humanos, en general, fue hace más de 20 años, cuando trabajé durante dos años en una organización en El Salvador, después de la firma de los acuerdos de paz. De vuelta en España, tomé contacto con organizaciones de personas con discapacidad que estaban introduciendo un enfoque de derechos humanos totalmente nuevo. Hasta ese entonces había un acercamiento basado en el asistencialismo y con actitudes muy paternalistas, entonces hablar de derechos humanos y discapacidad era casi revolucionario. También era un momento en el que se estaban debatiendo las situaciones de discriminación que estaban sufriendo las mujeres dentro del colectivo de personas con discapacidad. En España hay alrededor de cuatro millones de personas con discapacidad, de las cuales 60% son mujeres. Y era evidente que había una serie de demandas que no eran reflejadas por el movimiento de derechos humanos de personas con discapacidad y tampoco por el movimiento feminista. Era como una zona gris que estaba en el medio, con situaciones de exclusión y de violencia que no eran percibidas ni por unos ni por otras. En España, a partir de los años 90, empiezan a organizarse las mujeres con discapacidad y comienzan a reclamar sus derechos. Yo entré en contacto con una de las organizaciones civiles que estaba trabajando en esa línea y me enganché en el tema.

En estos días mantuvo contacto con organizaciones que trabajan sobre discapacidad en Uruguay. ¿Cómo ve la situación de las mujeres con discapacidad en nuestro país?

Tuvimos la oportunidad de repasar los mandatos fundamentales que la Organización de las Naciones Unidas ha dirigido a Uruguay. La precisión que tengo es que hay demandas que son muy similares a las de España y que son extrapolables a muchos otros países. Por un lado, como elemento inicial, existe una falta de información y de conocimiento de cuál es la situación real de estas mujeres. Tengo entendido que 16% de la población uruguaya tiene discapacidad, de las cuales 60% son mujeres. Sin embargo, no hay estadísticas que nos digan, por ejemplo, cuántas mujeres con discapacidad son víctimas de violencia de género o cuántas denuncian situaciones de violencia. Necesitamos saber más. En España, por ejemplo, también nos interesa saber cuántas mujeres tienen una discapacidad como consecuencia de la violencia sufrida o cuántas niñas y niños nacen con discapacidad como consecuencia del maltrato sufrido por sus madres y padres. Es decir, necesitamos indicadores en todos los registros oficiales que nos indiquen cuál es la situación real, porque si no es muy complicado hacer una política pública. Quizá ese sea el paso inicial. Otro paso que nos parece fundamental es la toma de conciencia por parte de todos los actores involucrados; tienen que comprender que las mujeres con discapacidad pueden ser víctimas de violencia.

Cuando menciona a los “actores involucrados”, ¿se refiere a las instituciones públicas, por ejemplo?

Claro. Porque lo que sucede es que las mujeres con discapacidad no aparecen como mujeres, porque tradicionalmente la discapacidad ha absorbido cualquier tipo de problema que presenta una persona con discapacidad. Entonces, como no son percibidas como mujeres sino como personas con discapacidad, en cuestiones de salud, por ejemplo, no es necesario incluirlas en protocolos relacionados con la detección de cánceres típicos de mujeres, como el cáncer de cuello de útero o el de mamas, o asegurarse de que haya mamógrafos que sean accesibles. Hay una dimensión de género que está totalmente perdida en el ámbito de la discapacidad, y eso se ve reflejado en las instituciones. Todavía hay una resistencia a considerar a las mujeres con discapacidad como potenciales víctimas de violencia de género. Es decir, víctimas por el mero hecho de ser mujeres, no por tener una discapacidad; esa es otra forma de violencia que se entrecruza con la violencia de género, pero que es distinta. En esto el Estado tiene un papel fundamental, porque tiene que incluir accesibilidad en sus recursos. No podemos permitir que las mujeres con discapacidad no puedan acceder a la información porque no está en formatos de lectura fácil o en braille, o que cuando necesitan entrar en una casa de acogida tengan que subir una escalera. Esto se suma a otras cuestiones, como la falta de formación de las fuerzas de seguridad del Estado que reciben las denuncias y/o de los servicios de salud. Consideramos que los funcionarios sanitarios son una vía fundamental para la detección de situaciones de violencia y necesitamos que haya una formación específica para que detecten señales claras de que una mujer con discapacidad está siendo víctima de violencia de género, más allá de su discapacidad. Además de la formación, es necesario crear campañas de prevención accesibles y difundir información accesible. Pero, sobre todo, es necesario mantener las políticas y financiarlas. Nos parece que esto, en Uruguay, es fundamental.

Usted coordina la fundación CERMI Mujeres en España. ¿Cuál es el trabajo que hacen allí?

La fundación es parte del Comité Español de Representantes de Personas con Discapacidad (CERMI), que es la organización paraguas que aglutina a todas las organizaciones representativas de personas con discapacidad. En 2014 se decidió, por reivindicación del propio movimiento, crear una fundación específica para abordar cuestiones de igualdad de género, que es la fundación CERMI Mujeres. Nosotras hacemos un trabajo de incidencia política fundamental –somos interlocutoras directas con el gobierno–, y también hacemos un importante trabajo de investigación. Hemos publicado varias investigaciones sobre indicadores sociales de exclusión de mujeres con discapacidad en España. Un trabajo interesante que estamos haciendo ahora es la explotación de datos de la macroencuesta de violencia contra la mujer de 2015, en el que se sacan datos sobre cuál es la situación de las mujeres con discapacidad. Gracias a ese trabajo, vimos que en todos los tipos de violencia –ya sea física, psicológica, económica– el riesgo de las mujeres con discapacidad está diez puntos por encima que el del resto de las mujeres. Esa es una tendencia preocupante y que nos parecía muy interesante documentar con estadísticas oficiales.

La fundación CERMI también ha denunciado las esterilizaciones forzadas a mujeres con discapacidad.

La esterilización forzosa es una preocupación ya antigua del movimiento de mujeres con discapacidad. Hay un procedimiento “garantista”, según el sistema, que exige que, previo a la esterilización, haya una incapacitación judicial –una modificación de la capacidad legal de la persona– y una autorización judicial para la práctica. Lo que ocurre, según el conocimiento que tenemos de nuestras organizaciones de referencia, es que la mayoría de las personas con discapacidad que son esterilizadas son mujeres. Esto tiene un sesgo de género muy claro, porque nuevamente la responsabilidad de la reproducción recae sobre las mujeres, y en el caso de las mujeres con discapacidad, de una manera tremenda y extrema, que es con la intervención de su propio cuerpo contra su voluntad. Hablamos de que son forzosas porque exigen ese procedimiento previo de incapacitación. Si a ti te incapacitan legalmente, dejas de tener opinión sobre el asunto, no puedes decidir. Y lo más grave es que no se está haciendo una incapacitación parcial o puntual para la esterilización –lo que de por sí nos parece muy grave–, sino que se está incapacitando de manera total. Nos parecía necesario denunciar el hecho de que tenga esa pertinencia de género tan clara, que sean precisamente las mujeres las que estén siendo, una vez más, intervenidas desde la medicina y desde el ámbito del Poder Judicial.

Esto también está vinculado con cómo la sociedad concibe la maternidad.

Exactamente. Es un pensamiento patriarcal que gira en torno a las características que tiene que cumplir una “buena madre”, y a esa mística de la maternidad que parece ser a la que vamos abocadas todas si no tenemos discapacidad. Una mujer sin discapacidad que no quiera ser madre es automáticamente una mujer sospechosa y egoísta. Pero se considera que una mujer con discapacidad no tiene esa capacidad de cuidado y de autocuidado y, por lo tanto, no cumple con ese mandato tremendamente machista. Aquí está claramente sobre la mesa el tema de los derechos sexuales y reproductivos, que es quizá el centro de las reivindicaciones de todos los movimientos feministas. Es decir, la autonomía y la soberanía que tenemos las mujeres sobre nuestro propio cuerpo, sobre nuestras relaciones sexuales de una manera libre y también sobre la reproducción de la vida. Aquí queda claro cómo funciona el patriarcado: el mismo mandato puede ser reinventado y resignificado según las características de la mujer. Pero, al fin y al cabo, son el mismo sometimiento y la misma subordinación para unas y para otras.

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