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Marcha de las putas en Puebla, México.

Foto: Olga Valeria, LadoB

La Marcha de las Putas en Puebla

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La resistencia feminista en una de las ciudades más violentas de México.

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Puebla es la cuarta ciudad más poblada de México. Se encuentra ubicada al oriente de la capital del país –la antigua ciudad de Tenochtitlan, en náhuatl Mēxíhco Tenōchtítlān– y en su límite poniente se localiza la Sierra Nevada, formada esencialmente por los volcanes Popocatépetl e Iztaccíhuatl, conocido también como “la mujer dormida”

El estado de Puebla es, junto con el estado de México, la zona con mayores índices de femicidios y violencia de género de todo el país. La geografía corporal de la violencia y el terror señalan un desplazamiento en los imaginarios recientes sobre la muerte sistemática de mujeres (posiciones feminizadas), trans y disidencias sexuales. Ese corrimiento supone un cambio de coordenadas que va desde la frontera norte hacia la región central de México.

El femicidio es la expresión de un modo de violencia sistemático y totalizante que refiere, a su vez, a un tipo de ejercicio de poder patriarcal y colonial que funciona a través de la gestión y la administración dosificada de la muerte, la captura de territorios, las atmósferas afectivas y la territorialización corporal. O, de otro modo, se trata de la convivencia múltiple, desigual y combinada de agencias estatales y sus respectivas burocracias, el legado histórico de un cierto ideal cultural nacional de lo mexicano, la migración masiva, la caravana de migrantes centroamericanos y las respuestas securitanas, lo narco y las narcoculturas, el crimen organizado (en particular la venta ilegal de combustibles), la Policía, los militares, los paramilitares, el sicariato y la recientemente creada Guardia Nacional.

Esto es un desafío pendiente para el mandato de Andrés Manuel López Obrador y su partido de “izquierda progresista” Movimiento de Regeneración Nacional, que va por el primero de seis años de gobierno y es reconocido positivamente por la incorporación de feministas en distintos cargos estatales. Surge entonces una pregunta: ¿cómo desactivar esa compleja máquina de guerra que funciona a través del terror, la muerte y el miedo sobre la propia población mexicana de mujeres, trans, disidencias, etcétera?

En este contexto ampliado de gestión generalizada de la muerte, y por ende de la seguridad, hay una creciente intensificación de la violencia patriarcal y sus climas afectivos de temor y miedo en el espacio público.

No nos cuidan

Cuando una mujer o disidencia pierde contacto por un rato comienzan las alertas ante una posible agresión o desaparición. Las fuerzas de seguridad muchas veces están involucradas. Uno de los casos más resonados del último tiempo fue el delito sexual que cometieron cuatro policías contra una adolescente de 17 años en Ciudad de México. Esta violación generó una masiva reacción social, con manifestaciones en las calles y el surgimiento de la consigna #NoNosCuidanNosViolan.

En Ciudad de México estas manifestaciones confluyeron en la Secretaría de Seguridad Pública, donde el titular de la cartera recibió un “golden shower de glitter” (como se dice en México a la lluvia de brillantina de color morado). Después se armó una hoguera en una estación policial y se pintaron miles de consignas en el monumento de la Victoria Alada (el conocido Ángel de la Independencia). Esto provocó, de modo simultáneo e impredecible, el pánico moral regresivo y la expansión contagiosa del movimiento feminista alrededor de la marea de glitter. Así, frente a la dimensión siempre trágica de la violencia lo que se expande es otra climática corporal: la furia feminista.

De vuelta en Puebla

Hace un par de semanas la cita fue en el gallito de Paseo Bravo, próximo al centro y zócalo de la ciudad, al mediodía. La Marcha de las Putas en Puebla convoca a activistas feministas y organizaciones sociales. La asociación civil Sexo Servidoras, compuesta por trabajadoras sexuales organizadas, apoyaron la actividad.

La historia de la marcha es conocida: en enero de 2011 un policía canadiense puso en palabras un viejo principio de la lengua patriarcal: “No deberían vestirse como putas para no ser víctimas de violencia sexual”. Citando un sentido común machista, el policía Michael Sanguinetti volvió a situar un viejo código de atribución revictimizante; son las víctimas y no los victimarios. El mito, que sigue latente, es que “los hombres ejercen un impulso sexual irrefrenable ante los estímulos femeninos, que son causantes directas de la violencia sexual”. O, de otro modo, es la mujer y todo un conjunto multifacético de atribuciones sexuales negativas: su placer, deseo o erótica sexual y no la estructuración masculina del espacio de lo público.

Ante estas construcciones culturales, la reacción feminista se vuelve expansiva e inmediata, se convocan marchas, concentraciones y manifestaciones en distintos puntos del planeta, desde la periferia subdesarrollada hasta las metrópolis de países modernizados.

La Marcha de las Putas en Puebla hace de este movimiento global (Slutwalk) un escenario propio y situado. Bajo las consignas “Todas juntas” y “Todas putas”, la apropiación del insulto supone una resignificación semántica, pero también una política corporal del agravio: “No somos las putas de los machines, pero tampoco somos mujeres victorianas: somos todo lo putas que queramos ser”. No es una inversión de la prueba, sino un desplazamiento hacia otros sentidos, es decir, la Marcha de las Putas no antepone el “como putas” a una jerarquización de la feminidad pacificada y casta, sino más bien a una multiplicación expansiva de lo femenino y los roles de géneros: mujeres indígenas, tortas y lesbianas, trans, trabajadoras sexuales, disidentes, fugitivas, queers y punks.

Cerca de las 12.30 en Paseo Bravo el ritual se repite. Este lugar sigue siendo una zona de cruising gay y trabajo sexual. La ciudad de Puebla, por su parte, se conserva en un esfuerzo por parecerse a otra cosa, hace gala de su fama de “mocha” –católica, reaccionaria o conservadora–.

Suenan bombos y canciones en el reloj del gallito, en la calle las mujeres y disidencias llevan máscaras estilo Anonymous y pinturas escrituras en todos sus cuerpos. “Pueblo mocho”, “Rebélese, señora”, “Ni dios, ni amo” son algunas de las consignas. Con una estética femi-punk-lechona, hacen bailes, rituales de aquelarre y posan para la prensa y las fotógrafas y fotógrafos presentes haciendo con las manos un triángulo, en alusión a la vagina. El clima es festivo, de encuentro lúdico y ánimo movido. Aquí no se trata del espacio de los duelos colectivos (como sí puede notarse en el movimiento #Niunamenos de Argentina). Se respira bronca, la atmósfera es de irrupción y desacato.

Antes de arrancar, como para calentar los ánimos, se ensaya una performance con bengalas verdes y violetas (muy en sintonía con aquellos bailes tradicionales con las cintas alrededor de un palo y con el agite de las pibas de la oleada verde abortera sudaca). Empieza la marcha en dirección al zócalo por la avenida Reforma, a paso continuo van avanzando distintas mujeres y disidencias con pasamontañas y van grafiteando paredes mientras la policía va detrás, escoltando y vigilando la movilización con gran despliegue de móviles (que lucen recién estrenados, con una estética estadounidense). Algunos policías que van en moto sacan fotos con sus celulares.

Llegadas a la esquina de Calle 9 Norte y Reforma, precisamente en la puerta de la parroquia San Marcos Evangelista, la marcha continúa hasta toparse con un grupo de religiosas y religiosos parados en la puerta formando un cordón humano haciendo su propia performance: rezan en voz alta con sus rosarios en mano (suena como un mantra o un loop cristiano). El ambiente se enrarece, las energías colectivas se enaltecen, el cancionero se proyecta en voz alta: “Somos malas, podemos ser peores”, “Aborto sí, aborto no. Eso lo decido yo”. Mientras el despliegue sucede, otras se adelantan y pintan en la vereda de la iglesia: “Pederastas”.

Pasados algunos minutos sigue la marcha doblando por Calle 7 Sur en dirección al zócalo, que por cierto colinda con la fastuosa catedral de Puebla. Una ve en el centro, una vez más, la novena Marcha de las Putas se topa con la solemnidad y la seriedad de la performance cristiana. Unos cuantos feligreses acordonados en señal de resguardo protegen la catedral y la majestuosa capilla del sagrario metropolitano. Cierto periodismo lo intitula “cinturón de la paz”, porque evita las “pintadas vandálicas en monumentos históricos”. Y, una vez más, se produce un diferencial de emociones, un desencuentro coincidente de energías anímicas: el mantra religioso de la severidad y firmeza junto con su cordón inmunitario de protección, pero también las marchantes subidas a las rejas, la irrupción de la manada y la jauría feminista, las voces inaudibles de la injuria que cantan: “Esta mañana me he dado cuenta de que hay que luchar, que luchar, que luchar. Esta mañana he decidido derrocar al capital. No somos 20, somos legiones, seremos más, miles más, más, más”.

La Marcha de las Putas en Puebla es también una máquina de estremecimiento y extrañamiento afectivo de aquello que es un sentido anímico compartido, en el espacio de lo público y lo común masculinizante. Aún inmersas en ese ambiente envolvente de violencia funeraria y de climas anímicos de temor y miedo en todo México, insistentemente en esta marcha se traen a escena otras performatividades. En este sentido, cabe preguntarse cómo anteponer, o no solapar, la autonomía corporal, el placer sexual y el derecho a la eroticidad frente a las gramáticas sentimentales del miedo, la violencia y su correlativo corporal, la pasividad inmovilizante.

Como apuntan muchas teóricas feministas, el miedo, y su primo hermano el temor, no son una respuesta corporal innata (del tipo darwinista, “una reacción de supervivencia con la que el cuerpo nos incita a salvar nuestro pellejo”) o un estado psicológico, sino más bien un afecto de circulación sociológico y cultural, que se mueve en el espacio social y que genera apegos diferenciales. Esto supone un conjunto detallado de guiones, reglas y normas socioculturales que indican, de un modo u otro, a qué temer, qué sentir, cómo reaccionar y qué percibir. En ese sentido, se pueden leer estos escenarios de resistencia y desobediencia feministas como instancias que traen a la superficie y que ponen a circular otras gramáticas afectivas.

“El amor expulsa al miedo, y también lo contrario: el miedo expulsa al amor”, escribió Aldous Huxley hace un tiempo. En efecto, no se trata del amor curando al espanto, sino más bien de la jauría en carne viva, una legión de furia, ira y desacato con las llagas abiertas, o por qué no, los zigzagueos de resistencia que no temen jamás a la corrección. Así lo dicen a viva voz en la Marcha de las Putas: “No somos 20, somos legiones de maldad, de maldad feminista”.

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